26 de abril de 2010

Todos los días es el día de algo

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UNO. Sí, todos los días son el día de algo. El problema, quizás, es que el año tiene solamente 365 días. Es decir, si quisiéramos evitar superposiciones, solamente 365 cosas podrían tener su día. Otra opción sería dividir el mundo conocido en 365 categorías; tendríamos que generalizar: en vez de que haya un día del cuchillo, otro del tenedor y otro de la cuchara, decretar un día del utensilio de cocina, y así todos contentos. Pero bueno, la opción por la que nos hemos decantado, evidentemente, es por que sí haya superposiciones, y es de esta manera como, por ejemplo, el 24 de febrero es el día de la Bandera de México y el de la Mujer Paraguaya (además de mi cumpleaños).

La Noche de los Libros organizada por la comunidad y el ayuntamiento de Madrid fue, más bien, la tarde de los libros. Porque prácticamente todas las actividades fueron en ese momento del día. Antes de las 22.30, los puestitos que se habían instalado en la Gran Vía ya levantaban campamento; la librería Juan Rulfo (adonde fui especialmente, en la zona de Moncloa) ya estaba cerrada; cuando volví, cerca de la medianoche, también estaba cerrada la Fnac. La única opción que quedaba disponible en la zona era La Casa del Libro.

DOS. El capitalismo tiende a atomizar cada vez más los nichos de mercado. El ejemplo clásico es el yogur: antes había un yogur, ahora tenemos tanta variedad (entero, descremado, semidescremado, dietético, con frutas, con lactobacilus GG, con menos de 100 mil bacterias por milímetro cuadrado, con cereales, con confites, etc., etc.) que puede llegar a paralizarnos y hacer que no compremos ninguno. Y, en cualquier caso, terminamos decidiéndonos por cualquier motivo, por la marca, para probar el sabor del nuevo o porque nos gusta la cara de la persona de la publicidad.

A las 19.30 estaba anunciada una charla en la Casa de América. Los disertantes: Fernando Iwasaki, Juan Gabriel Vásquez, Agustín Fernández Mallo y Benjamín Prado. Sus temas: Ítalo Calvino, Albert Camus, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, respectivamente. Llegué allí unos diez minutos antes de la hora señalada, y debí ponerme detrás de quien en ese momento era el último de la fila, a unos cien metros de la puerta. Un señor se me acercó y me dio un número: el 198. El aforo, de 250 personas, se completó no más de cinco minutos más tarde.

TRES. En un mundo así, ¿cómo evitar que la gente de cada profesión quiera tener su día? En Yahoo! Respuestas encuentro a alguien que quiere saber cuál es el día del Cirujano Ginecológico en la Argentina. Le responden que el día del Médico es el 23 de octubre, y que se conforme con eso, porque, ¿no le parece demasiado específico —le dicen— que tenga que existir, por ejemplo, el día del Médico Radiólogo Técnico de Placas en Negativo? La respuesta a esa pregunta podría ser: ¿por qué no?

Los cuatro escritores (los latinoamericanos hablaron de europeos y viceversa) se explayaron durante poco más de veinte minutos cada uno. Fernández Mallo leyó un cuento que ya había leído en un encuentro en La Casa Encendida, en donde también estuve, hace unos cuantos meses. Dijo que fue porque en la última semana había estado rodando por España y no pudo volver a Mallorca, donde tenía los papeles de lo que pensaba decir en esta ocasión. Sonó, por supuesto, a excusa de alumno que no hizo los deberes. Pero recordó cuál es su proyecto actual, su próximo libro: un volumen titulado El hacedor, que reunirá textos que se titularán igual que los contenidos en El hacedor de Borges. Según FM, será su interpretación de la obra borgeana. Definió al escritor argentino como “el grado cero de la literatura”, porque “toda la literatura anterior se concentra en él, y toda la posterior surge a partir de él”.

CUATRO. Imaginemos que cada persona tuviera que tener su día. Bueno, de alguna manera, tenemos un día: el de nuestro cumpleaños. Si somos 6 mil millones, humano más humano menos, y suponiendo que los nacimientos se distribuyen equilibradamente por el calendario, tenés que pensar que hay entre 16 y 17 millones de personas que cumplen los años el mismo día que vos. Y uno que se siente tan especial ese día…

La llamada Paradoja del Cumpleaños establece que si hay 23 personas reunidas, hay una probabilidad del 50,7% de que al menos dos personas de ellas cumplan años el mismo día. También sostiene que para 60 o más personas la probabilidad es mayor del 99%. Por supuesto, el 100% está garantizado cuando en la reunión hay 366 personas (o 367, si hay justo allí alguien que nació un 29 de febrero y cada cuatro años lo festeja ese día).

En realidad esto no es una paradoja, porque no hay una contradicción lógica: simplemente, una verdad matemática echa por tierra la intuición común.

Iwasaki se refirió a esas cosas que ocurren en la literatura, que son indemostrables, y en algunos casos harto improbables o rematadamente imposibles, pero que son tan lindas que uno no puede más que desear que hayan sido así. Contó tres de esas cosas (de esos casos):

1) Hace un tiempo fue a visitar la tumba de Edgar Allan Poe en Baltimore, EE. UU. Advirtió que detrás de ella están las tumbas de dos familias. El apellido de una era Holmes; el de la otra, Watson. ¿Cómo no pensar que Sir Arthur Conan Doyle, gran admirador de Poe, no haya visitado sus restos y se haya inspirado en sus vecinos para crear a sus personajes más célebres?


2) Ítalo Calvino incluyó en sus Cosmicómicas un cuento llamado “Los dinosaurios”. Según Iwasaki, tiene que haber sido un homenaje a Augusto Monterroso.

3) El autor peruano señaló que los vanguardistas buscaban dos características en sus obras: que sean realistas y viscerales. Muchos años después, Roberto Bolaño llamó “realvisceralistas” al movimiento poético fundado por sus detectives salvajes.

CINCO. Pensemos en otras coincidencias. ¿Cuánta gente leyó un libro que yo también he leído? Seguramente mucha, muchísima, millones de personas. Ahora: ¿cuánta gente se cruzó en el camino de sus lecturas con dos libros que yo también leí? Muchísima seguramente también, pero menos que la opción anterior. ¿Y con cuántos coincidí en tres libros? ¿Y en cuatro? ¿En cinco? ¿En diez?

Juan Gabriel Vásquez se refirió a la influencia de Albert Camus en el llamado boom de la literatura latinoamericana. Sobre todo en Vargas Llosa. Pero también habló de cómo García Márquez tomó las enseñanzas de La peste (de 1947, retrata la invasión nazi de Francia pero sin nombrarla) para su novela La mala hora (1962, cuyo tema es la época de la violencia colombiana, aunque no aparece de ella ninguna referencia explícita). También señaló la influencia de El extranjero (1942), de Camus, sobre El pozo (1938), de Juan Carlos Onetti. ¿Por qué plantearlo en términos cronológicamente imposibles, en lugar de pensar en una influencia en sentido inverso? Vásquez lo justificó así: la realidad no tiene la obligación de ser interesante, pero las hipótesis sí.

SEIS. Llegados a este punto ya es bastante difícil imaginarlo, hacerse una idea. Pero pensemos en alguien con quien haya coincidido yo en, digamos, cincuenta libros. ¿Muy difícil? No tengo idea. Pero supongamos que me lo encuentro. Supondré que se trata de alguien muy parecido a mí, al menos en cuanto a gustos literarios. Entonces nos pondremos a hablar de libros. Es perfectamente posible (no digo probable, sólo posible) que no nos parezcamos en nada, que las interpretaciones que hagamos de nuestras lecturas sean muy distintas, incluso opuestas.

De quien más hablaron fue de Cortázar, aunque la presentación de Benjamín Prado haya sido la más breve. Es que luego los demás lo nombraron todo el tiempo. Los cuatro se manifestaron en contra de esa opinión que afirma que su obra ha envejecido. Dijeron que eso lo creen sólo los argentinos, y que para ellos es al revés: que uno rejuvenece al (re)leer a Cortázar. Vásquez discriminó sus buenos cuentos y novelas de su obra comprometida —por llamarla de algún modo— cuyos resultados (como el Libro de Manuel) han sido pobres. Pero en general se refirieron a Cortázar como a ese padre literario al que nadie, a pesar de todas las teorías parricidas que circulan por ahí, quisiera matar.



SIETE. ¿Alguno de los dos —yo o mi interlocutor que ha leído mucho de lo mismo que también yo leí— tendrá más razón que el otro? Probablemente no. Porque el libro es la forma de la no-coincidencia; un libro en manos de dos personas distintas es, a su vez, dos libros. Es tantos libros como personas que lo leen. O algo así.

Cuando salí de la Casa de América pasó lo que ya conté. Hice tiempo de comprar, en uno de los puestitos que ya se iba, este librito cuya tapa vemos a la derecha. Para un admirador de la literatura policial y del metro de Madrid, puede ser entretenido, creo. Quién sabe, capaz que algún día publico alguna reseña sobre él aquí mismo, en el blog. Fue como un aperitivo de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión que empieza este viernes en el Paseo de Recoletos. Allí estaremos, claro.

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16 de abril de 2010

¡Estamos en el aire!

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Una lectura de Realidad, de Sergio Bizzio.

Un comando terrorista toma un canal de TV de Buenos Aires, dentro del cual se desarrolla una nueva edición de Gran Hermano. A partir de allí, ficción y realidad se mezclan en las pantallas y en las vidas de los millones que siguen el programa. Una novela sobre la manipulación, que combina la tragedia y el humor a lo largo de una noche de confesionarios, disparos y reality show.

¿DE VERDAD?

La única verdad es la realidad. Parece que quien lo dijo antes fue Aristóteles, aunque no haya argentino a quien la frase no le recuerde a Juan Domingo Perón. Y parece que quien primero invirtió los términos fue Hegel, aunque a muchos recuerde a Andrés Rivera en La revolución es un sueño eterno: la única realidad es la verdad. Y entonces nos quedamos preguntándonos: ¿cuál es la verdad? ¿Hay una sola verdad? ¿Quién la tiene?

Sergio Bizzio juega con el concepto en su última novela: Realidad. Publicada el año pasado por Mondadori en la Argentina y por Caballo de Troya en España, cuenta la historia que se dispara a partir del asalto y toma de rehenes por parte de un grupo de terroristas islámicos a un canal de televisión de Buenos Aires. Con una particularidad: dentro del edificio del canal tiene lugar la casa de Gran Hermano, donde se está desarrollando una nueva edición del programa que se anuncia como «la vida real en directo».

VERÁS QUE TODO ES MENTIRA

Como en casi toda su obra, Bizzio construye desde esa situación una historia que mezcla la tragedia con el humor delirante. En la novela hay disparos y muertos, jóvenes que mantienen las conversaciones más intrascendentes del mundo con veintitantos puntos de rating, historias familiares de clase media, confesiones indecorosas y sujetos con nombres árabes que, tras animarse a copar un edificio a sangre y fuego (el lugar común que abre la novela presentándose como lugar común), sienten una mayor adrenalina al darse cuenta de que tienen en sus manos el control de la atención de millones de personas hipnotizadas por las pantallas de sus televisores. Ser es ser percibido por TV.

Al igual que en The Truman Show, una circunstancia extraña irrumpe en la distracción que embelesa a la audiencia sin que ésta lo note. Y si no lo nota, no es porque el artificio se parezca mucho a la vida real, sino al revés. Todo lo que se ve en un reality show (literalmente, «muestra de la realidad») es falso: los decorados, las peripecias, las personas (literalmente, máscaras). Nada existe de verdad, salvo —quizás— el reclamo de los terroristas, que se juegan el pellejo en su acción. Quizá por eso la sobrecubierta de la edición española sea la pintura (en estilo aerosol-stencil) de un hombre apuntando con una pistola, en vez de la policroma señal de ajuste de la TV que llevaba la edición argentina. Sin embargo, esta última parece más apropiada. Bizzio declaró que Realidad es «una novela sobre la manipulación», pero no de la que se puede ejercer por la fuerza de las armas de fuego, sino con esas otras armas mucho más sutiles y eficaces llamadas medios masivos de comunicación.

Entonces, ¿dónde está la verdad? ¿En las vacuidades que los chicos y las chicas finalistas del programa dicen en el confesionario? Sus familiares, reunidos en un bar cercano al canal, saben que no, y se preguntan dónde está, mientras miran a sus hijos en los televisores que brillan en las alturas. ¿Dónde está?

ESCONDERSE PARA NO VER

Realidad es una novela ágil, que se lee muy rápido, y la disfruta mucho más quien haya visto Gran Hermano al menos algunas veces (las suficientes para conocer sus mecanismos de participación y eliminación). ¿Habrá alguien que no lo haya visto nunca? El mundo en que vivimos se opone al de Orwell que origina el programa: si en 1984 los personajes deben ocultarse minuciosamente para no ser vistos, nosotros casi que debemos escondernos para no ver, o al menos para no enterarnos de lo que otros ven. Somos todo ojos, valga la sinécdoque.

Groucho Marx dijo alguna vez que la televisión le parecía muy educativa, porque cada vez que alguien la encendía él se iba a leer. Cuando los lectores de esta novela hagan el proceso inverso —dejar de leer para volver a la televisión: fatalmente todos terminamos haciéndolo— quizá miren la caja boba con otros ojos, y se pregunten por la realidad de los realities, por la realidad de las noticias, por la realidad de lo que nos presentan como verdad (o viceversa). Aunque, por cierto, es probable que ya se lo hayan preguntado muchas veces, y que nunca hayan dado con una respuesta satisfactoria.


Este texto también iba a formar parte del trunco Nº 21 de la Revista Teína. La última foto corresponde al ejemplar de Realidad que tuve oportunidad de leer, dedicado por el autor para Constantino Bértolo, editor de Caballo de Troya. Haciendo click sobre la imagen se la puede ver más grande y mejor.

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9 de abril de 2010

Nada más amado que el texto que perdí

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UNO. Grady Tripp, escritor residente en Pittsburgh, Pennsylvania, debe entregar una novela que, según el proyecto inicial, tendrá entre 250 y 300 páginas. Lo vemos colocar una hoja en la máquina de escribir y poner en la esquina superior derecha un número: 261. Medita un momento, mira una pila de papeles y, resignado, agrega un dígito: 2611.

Lo vemos, digo, al comienzo del tráiler:



La película, del año 2000, se llama Wonder Boys, fue dirigida por Curtis Hanson y está basada en la novela homónima de Michael Chabon, publicada en 1995.

DOS. La historia de Wonder Boys —cuenta la leyenda— está inspirada en la propia vida de Chabon: tras un glamoroso éxito inicial con su primera novela, The Mysteries of Pittsburgh (1988), se pasó cinco años trabajando en la que iba a ser la segunda. Se trataba de un proyecto ambicioso, que narraría las peripecias de un arquitecto que construye un campo de béisbol en Florida; su título iba a ser Fountain City. Pero se le fue de las manos. Escribió más de 1.500 páginas, las cuales resumió luego en 672; finalmente la obra no fue aprobada por su editor y nunca se publicó.

Como una versión moderna y yanqui del escritor fracasado de Arlt, Chabon tuvo su propia crisis por no saber cómo superar el síndrome del súper-éxito-en-el-primer-intento. Sin embargo, halló la manera: escribió una novela basándose en su propia experiencia de escritor fracasado. Eso es Wonder Boys, y ese Grady Tripp atormentado y encarnado en el cine por Michael Douglas fue el álter ego del propio Chabon.

TRES. Contaré una escena de la película (spoilerfóbicos, apártense). Terry Cabtree, editor de Tripp, ha causado que los dos mil y pico de páginas de su fastuosa novela se diseminaran por las aguas del río Allegheny. Ahora vuelven en un auto.

—Lógicamente tienes copias —dice Cabtree.
—Tengo otra versión del primer capítulo —responde el escritor, sin mirarlo.
—Entonces no hay problema. Recuerda cuando Carlyle perdió su equipaje.
—Ese fue Macaulay.
—¿Y Hemingway, cuando Hadley perdió todos esos cuentos?
—Nunca pudo volver a escribirlos.
—Mira, no quiero quitarle valor a esa pérdida, pero quizá, en cierto sentido, sea lo mejor.

Tripp lo mira, desdeñoso.

—¿Estás sugiriendo que quizás sea una señal? —quiere saber.
—En cierto sentido.
—La experiencia me dice que las señales son más sutiles.

El tercero en discordia era Vernon, el conductor del coche, el dueño de un bar de la zona que hasta entonces había sido testigo y ahora decide participar de la conversación.

—A ver si nos entendemos. ¿Esos papeles que se volaron eran la única copia?
—Me temo que sí —dice Tripp.
—¿Y tú —el chofer se dirige al editor— estás diciendo que es una especie de señal? ¿Qué diablos te pasa, man?
—No —Cabtree, el editor, acerca su cabeza a la de Vernon—. Lo que estoy diciendo es que a veces, inconscientemente, una persona se pone en cierta posición, la crea, para solucionar una cuestión no resuelta. Es una manera encubierta de solucionar un problema.

Y la cuarta en discordia era Oola, esposa de Vernon y embarazadísima. Luego de un silencio, ella pregunta:

—¿De qué se trataba tu libro? ¿Cuál era la historia?
—No lo sé —responde Tripp.
—A veces es difícil extraer la esencia de un libro porque está en la mente —intenta aclarar el editor.
—Pero tienes que saber de qué se trata, ¿no? —increpa Vernon—. Si no sabías de qué se trataba, ¿para qué lo escribías?

Breve silencio. Responde Tripp:

—No podía evitarlo.

CUATRO. En estos días hice en el Facebook la siguiente pregunta: «¿Alguna vez perdiste un texto original importante y no pudiste recuperarlo (por extraviar la única copia en papel, no guardar los cambios y que se te corte la luz, que se te rompa el disco rígido, etc.)?». Dos de las cuatro respuestas coincidieron en que sí, pero que al reescribirlo —para mi sorpresa— el resultado fue mejor.

CINCO. Hay muchos casos famosos de originales extraviados. Por ejemplo: los de Thomas Macauly y Ernest Hemingway mencionados por Grady Tripp; el de Thomas Edward Lawrence, quien perdió los originales de Los siete pilares de la sabiduría, cuya escritura le había demandado siete años y cuya reescritura le exigió otros tantos; el primer libro de Alfredo Bryce Echenique, que volvió a escribir la obra «en la medida en que eso es posible», como él mismo explicó.

Porque, claro, ¿se puede reescribir un texto perdido?

Y, en todo caso, ¿no tendría algo de razón el editor Cabtree? En otras palabras: ¿acaso hay que reescribir el texto perdido?


SEIS. Siempre se puede decir, como Bryce, que los libros perdidos eran mejores que los publicados. Él lo dice como un chiste, pero posiblemente, en el fuero interno de muchos, eso sea verdad. Canta Serrat: nada más amado que lo que perdí. Conocidísima es la anécdota de cuando Coleridge soñó un poema extraordinario de 300 versos pero sólo alcanzó a transcribir cincuenta y cuatro, dado que, luego de ser interrumpido por un visitante, ya no pudo recordarlos.

Entre nosotros, ¿quién no tuvo alguna vez la sensación de que esas líneas que anotaste una vez y nunca más encontraste, o lo que tenías en la pantalla cuando se cortó la luz y no habías hecho click sobre el dibujito del diskette, que cualquiera de esos bosquejitos perdidos, no fue de lo mejor que escribiste en tu vida?

Tal vez la pérdida de los textos sea una forma válida de purificación literaria, esa purificación que, según algunos, sólo puede llegar por medio del fuego. Tal vez si Kafka no se hubiera muerto habría generado inconscientemente las condiciones para, sin querer, extraviar sus papeles, esos que no se atrevió a quemar y que por eso dejó a Max Brod (¿sabiendo? que éste no los prendería fuego).

Tal vez sea lo mejor, cada cierto tiempo, extraviar unos cuantos textos. Como cuando transpiramos: una involuntaria forma de eliminar toxinas.


POSDATA 1. La traducción al castellano de Wonder Boys, de Michael Chabon, fue editada por Anagrama bajo el título de Chicos prodigiosos, en 1997. La película inspirada en la novela se estrenó en España como Jóvenes prodigiosos (para llamarla de un modo tan parecido, ¿por qué no dejaron el mismo título del libro y ya estaba?) y en América latina con el horripilante título de Fin de semana de locos. Además de lo grotesco y banal y ridículo de la frase (¿me enteraré algún día de quiénes son los cráneos responsables de hacer estas barbaridades con las películas?), le hizo al filme de Hanson el flaco favor de emparentarla y confundirla con Fin de semana de locura, una pochoclera y súper-light comedia hollywoodiense de 1989 cuyo título original es Weekend at Bernie’s (tuvo su correspondiente secuela en 1993). De hecho, cada vez que le pregunté a alguien si había visto esa película, mi interlocutor/a pensó que le hablaba de la de Bernie (que también vi, allá lejos y hace tiempo, cuando estaba terminando la escuela primaria, en casa de un compañero). Nunca hablé con nadie que hubiera visto la película Wonder Boys.

POSDATA 2. Este artículo se deriva de otro que escribí, sobre la cuestión de los originales perdidos, en junio de 2002. Aquel texto nunca se publicó y yo lo creía, precisamente, perdido. En la realidad, era mucho peor de lo que yo lo recordaba.

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