30 de septiembre de 2012

Pan y queso

Cuento publicado hace unos meses en la revista 054.
 

Pan. Todo pasa de repente: el Dani, los dos pies alineados hacia mí, el taco derecho apoyado en el puntín del izquierdo, me mira con ansiedad. Queso, pronuncio al tiempo que imito su gesto, mi pie derecho se acopla al izquierdo en línea recta hacia él. Todos nos miran con ansiedad.

Pan.                                                                                                                                     Queso.

Es curioso: la estamos pisando el Dani y yo para disputarnos quién elegirá tercero y quién cuarto, porque ya sabemos quién va a ser el primero que elija cada uno. El de él, el Negro Flores, el que mejor mueve la bocha en todo el barrio. El mío, Ramiro, que es mi amigo.

Pan.                                                                                                              Queso.

Pan y queso, vamos diciendo. Él da un pasito, un paso del tamaño exacto de su pie, y después yo hago lo mismo, una vez cada uno, nos vamos acercando como dos trenes que van a chocar de frente, y cuando estemos muy cerca uno de los dos dará un paso que dejará la punta de su pie demasiado cerca de la punta del pie del otro, y entonces ese otro, con su siguiente paso, lo pisará. Y elegirá primero.

Pan.                                                                                       Queso.

Ramiro no es muy bueno al fóbal, pero es mi amigo. Al Dani esas cosas no le importan: solo quiere ganar. Por eso sabemos que va a elegir primero al Negro Flores, que es un engreído, un morfón insoportable, un sorete.

Pan.                                                                Queso.

Estoy nervioso. No pensé que me pondría así la otra vez, cuando para que me dejara de joder le dije que sí, que estaba bien, que lo definíamos con un picadito acá en el potrero.

Pan.                                         Queso.

¿A quién se le habrá ocurrido, cómo habrá nacido esa forma de decidir quién elige primero a la hora de armar los equipos? ¿Cuándo y dónde un chico habrá sido el primero en sentir la satisfacción de pisar el pie de su rival?

Pan.                  Queso.

Siento bajo mis pies los pozos que dejaron los caballos que pasaron por acá después de la lluvia de anteayer.

Pan, queso
PAN.

Mierda.

Ramiro, dice el Dani. ¿Eh? Desconcierto. Desconcierto total en la cara de Ramiro, en la mía, en la de todos. Me toca. ¿A quién elijo? Al Negro Flores, ni en pedo. Más desconcierto. El Polaquito, digo. El Negro, señala el Dani al Negro Flores, la sonrisa enorme en sus caras. Elijo al Flaco Meza…

Me ganó cuando me ganó el pan y queso, que en realidad está definido desde el principio: el orden es invariable, el tamaño de cada pie también. Una vez que empieza, solo queda esperar que la suma de los pasos revele al inevitable ganador. Yo no quería jugar en contra de Ramiro. Tiene la malicia del diablo, el Dani, el hijo de puta. ¿Cuánto salimos? Ni me acuerdo. Creo que ellos metieron algún gol más que nosotros…



10 de septiembre de 2012

El show de los muertos

Una lectura de Los Living, de Martín Caparrós (Anagrama, Premio Herralde 2011)

1

En 1999 el músico argentino Charly García anunció que, durante un recital multitudinario que brindaría en Buenos Aires, realizaría una performance impactante: varios helicópteros arrojarían maniquíes al Río de la Plata, como una representación de los llamados «vuelos de la muerte», operaciones realizadas durante la última dictadura militar argentina (1976-1983) en las que prisioneros políticos eran arrojados con vida a las aguas del río. La idea del rockero —cuyas posturas de denuncia y resistencia contra la dictadura han estado siempre fuera de discusión— suscitó el rechazo masivo de la opinión pública, y en particular fue la oposición de las Madres de Plaza de Mayo la que lo llevó a descartar la idea.

Es posible que el de García haya sido el único intento serio de tratar la cuestión de las víctimas de ese genocidio desde el arte sin la solemnidad con la que siempre es abordada. El mismo músico, un cuarto de siglo antes, compuso la canción «El show de los muertos», que dice:

Tengo los muertos todos aquí,
¿quién quiere que se los muestre?
Unos hincados, otros de pie,
todos muertos para siempre.
Elija usted en cuál
de todos ellos se puso a pensar (…)
¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?


2


La novela Los Living, de Martín Caparrós, se ubica en una línea familiar: nuestra relación con los muertos. La manera de vincularse con ellos ha definido y define a todas las culturas. Nada acumula más ritos ni mitos que la muerte, o, mejor dicho, lo que viene después de la muerte: lo desconocido. Los Living imagina una operación artística que toma como eje la muerte, la despoja de todo bagaje religioso («la religión son las metáforas que significan una sola cosa; el arte son las que pueden decirte lo que quieras», afirma uno de los personajes) y enseguida deriva en campaña de marketing, acción comercial. El show de los muertos. Y esto cambia de manera radical la relación entre vivos y muertos en la Argentina del cambio de milenio, un país que implosionaba tras diez años de un gobierno que había indultado a los responsables del genocidio. Un país con —en palabras de Rodolfo Walsh, asesinado por la dictadura— sus muertos bien muertos y los asesinos probados, pero sueltos.

Como operación literaria, en cambio, Los Living fracasa. Le sobran, para decirlo en términos coloquiales, más de la mitad de las páginas. En el comienzo, la novela otorga una clave: empieza con el nacimiento del protagonista, Nito, el 1 de julio de 1974, el día de la muerte de Juan Domingo Perón. La fecha se lee como un punto de inflexión: una de las muertes más célebres de la Argentina del siglo XX, que representó la liberación de la espiral de violencia que había de saldarse con 30 mil desaparecidos, da lugar al nacimiento de quien cambiará la relación entre vivos y muertos. Pero la mejor referencia hay que buscarla, como suele ocurrir, en sentido oblicuo. ¿O es casual el nombre del protagonista, tocayo de Nito Mestre, compañero de Charly García en el dúo Sui Generis, que publicó precisamente en 1974 el disco Pequeñas anécdotas sobre las instituciones… que incluye, sí, «El show de los muertos»?

3

Después de ese comienzo en clave, la novela desbarranca. Muy bien habría hecho el Nito-narrador de la mayor parte del libro en hacer caso a Holden Caulfield cuando en el comienzo de The Catcher in the Rye habla de lo aburrido que sería si se pusiera a hablar de dónde nació y de cuán difícil fue su niñez y de qué se ocupaban sus padres antes de tenerlo y «de toda esa mierda estilo David Copperfield». Caparrós no le ahorra al lector ninguno de esos detalles ni un ápice de ese aburrimiento. Tras andar a los tumbos durante ¡300! páginas, llega un momento en que Nito describe su actividad: «Le decía [a la gente] que buenos días, cómo está, tengo una historia que contarle». Y poco más adelante: «El don no es nada sin trabajo». Pues de eso se trata. El don de contar historias exige el trabajo de pulirlas, de quitar lo que sobra. Y esas primeras 300 paginitas podrían haberse quedado en casa. En el final llega la Movida Living y el lector, si aún sigue ahí y el cansancio se lo permite, quizá puede disfrutar un poco.

Caparrós es un excelente cronista a quien, además, no se le da mal esto de los galardones literarios: ya en 2004 recibió el Premio Planeta de América Latina, gracias a su novela Valfierno. En sus textos narrativos se respira la intensidad de sus crónicas, la ebullición de las ideas, la búsqueda de exprimir la sintaxis para extraer de ella un poco más que lo de siempre… Y, sin embargo, su literatura no termina de cuajar. Como si, desde dentro, las desmesuradas ambiciones forzaran demasiado la piel cuarteada del texto y las costuras saltaran a la vista. Con menos, Caparrós habría logrado mucho más. Como Nito y compañía, que no anuncian que arrojarán maniquíes al río sino que los plantan en plena calle, a ver qué sale. Como quien dice: tengo los muertos todos aquí, ¿quién quiere que se los muestre?

3 de septiembre de 2012

La vida en los tiempos de internet

Facebook, Twitter y la web en general están cambiando para siempre el mundo en el que vivimos. Ventajas, riesgos e incertidumbres de lo que se viene.
 

(Artículo publicado en la revista Peces de Ciudad, Nº 4, agosto de 2012)


GANAR DINERO CON FACEBOOK 

«¿Querés ganar dinero con Facebook?», anuncia un mensaje leído en algún muro del propio Facebook. ¡Claro! Si nos pasamos horas y horas metidos allí gratis, ¿qué no haríamos por dinero? Entonces vienen las instrucciones:

1) Andá a la configuración de tu cuenta.
2) Pulsá «desactivar cuenta».
3) ¡A trabajar!

Y es que, sí: hay personas que dedican mucho tiempo no solo a Facebook, sino también a Twitter, YouTube, Instagram, Whatsapp, etc. Términos que hasta hace poco no significaban nada y ahora concentran gran parte de la vida social de millones de personas en casi todo el mundo. Y nuestro tiempo no es infinito: para hacer algo nuevo, tenemos que dejar de hacer cosas que hacíamos antes. Vos, ¿qué dejaste de hacer para estar ahí?


¡ETIQUETAME!

Sobre este tema se dicen y se escriben infinidad de cosas. Desde los más apocalípticos, los que creen que todo tiempo pasado fue mejor y que ningún contacto que no sea cara a cara puede ser bueno, hasta los más integrados, quienes dan gracias por haber nacido en el momento adecuado y se preguntan —sin hallar respuestas— cómo hacía la gente para vivir antes de que existiera internet.


El artículo tal como se publicó en Peces de Ciudad

Todos los extremos son malos, se suele decir. Así que mejor ni tan allá ni tan acá. Un reciente artículo publicado por el diario español El País habla de la «Humanidad 2.0». Se refiere al hecho de cómo en muy poco tiempo pasamos a estar increíblemente conectados y pone el ejemplo de las fotos: hasta hace unos años, teníamos que sacarlas con un rollo que limitaba la capacidad a 24 o 36 imágenes, no había forma de saber cómo habían salido hasta que las revelábamos, cosa que en promedio hacíamos dos o tres semanas después y que costaba bastante dinero. Y si queríamos mostrárselas a los amigos, había que organizar una reunión, encontrar el momento oportuno…

«Aquello tenía su encanto», dirá alguien. Y sí, sin duda, lo tenía. Y podemos seguir haciéndolo así. Pero ¿es comparable eso con la posibilidad de sacar cientos de fotos cada día, ver cómo salen en el mismo momento, compartirlas de inmediato con los amigos de cualquier lugar del mundo, gastar dinero en imprimir solo las que valen la pena?


ANTES Y DESPUÉS

Los especialistas señalan que estamos viviendo una época de transición, que marcará un antes y un después más notable que el generado por la creación de la imprenta, a finales del siglo XV. Por eso, dicen, en estos momentos conviven tres generaciones:

1) Los mayores, digamos los que tienen más de 65 años, que no usan las nuevas tecnologías. Son los últimos «analfabetos digitales».


2) Los niños, que han nacido y crecen en un mundo donde las computadoras y los teléfonos celulares forman parte del paisaje cotidiano. Ellos son los primeros «nativos digitales».


3) Los que están en esa franja de entre 15 y 65 años, que somos la mayoría y a quienes nos toca el duro y fascinante reto de haber nacido en un mundo y tener que aprender a vivir en otro.

Los cambios generados por internet y las nuevas tecnologías alcanzan todas las esferas, desde la creación artística hasta la ciencia, desde las formas de relacionarnos con los demás hasta las de educarnos y trabajar. Incluso cambian nuestra forma de ser. Muchos estudios llegan a conclusiones alarmistas: dicen que internet nos vuelve superficiales, desmemoriados, que nos hace perder creatividad y capacidad de concentración. Otros, en cambio, señalan que las estructuras y capacidades cerebrales se favorecen y que los «nativos digitales» tienen más materia gris en la parte inferior de la corteza cerebral parietal. O sea: que su cerebro está más desarrollado que el nuestro. ¿Cuál será el resultado de todo esto? Quién sabe…


LO QUE HACEMOS CON LA TECNOLOGÍA

 
Tapa de Peces de Ciudad, Nº 4
Como siempre, lo más importante no es la herramienta sino lo que las personas hacemos con ella. Un cuchillo puede servir para matar pero también para cortar y compartir la comida. Si lo hipervinculado y fragmentario y multimediático de internet nos hace perder concentración, tendremos que aprender a dedicar momentos para ciertas lectura «a la antigua», aunque haya que desconectar el módem o el router para lograrlo. Si Facebook o Twitter o lo que sea en internet son causa de nuestra procrastinación (es decir, dejar todo el tiempo para mañana lo que debemos hacer hoy), no hace falta desactivar la cuenta, como pedía el chiste del principio: bastará con aprender a imponernos determinadas reglas de autodisciplina.

Pero eso no es nuevo, siempre estuvo ahí. La diferencia es que antes los estímulos eran otros. Así que no se trata de sentirse culpables por usar las redes sociales en internet, sino de aprender a usarlas bien, y que la tecnología no sea sinónimo de perder el tiempo sino de lo contrario: de ganarlo.