CHARLA EN LA Casa de América, hace un par de semanas. Tema: «Escribir en el español del siglo XXI». Participantes: Mercedes Cebrián, Agustín Fernández Mallo, Martín Lombardo y Antonio José Ponte. En un momento
Cebrián apunta que a ella no le gusta la expresión «hacer el amor», y que por eso no la usa nunca, ni en su habla cotidiana ni en su literatura. Tampoco —añade— le agrada el verbo «follar», por lo cual tampoco lo emplea. ¿Cuál es la consecuencia? Que sus relatos carecen de escenas de sexo.
Si lo planteamos en términos de forma y contenido, podríamos decir que, en este caso, el segundo está supeditado a la primera. Es decir: un contenido imposible debido a que no hay modo de darle forma.
Después tomó la posta del comentario Martín Lombardo (autor de
Locura circular,
entrevistado por
unabirome) y, en tono de chiste, dijo que él sufría, para narrar otra acción, un problema similar. No le gusta el verbo «tomar» en el sentido de «asir con la mano algo»; por supuesto no puede usar el españolismo «coger», que en nuestro país tiene un significado completamente distinto. (Por cierto, un dato: «Realizar el acto sexual» es la 31ª de las 32 acepciones que incluye el Diccionario de la RAE) Resultado: en sus novelas nadie agarra nada. Como queda claro, esta conclusión mía desbarata el chiste; los argentinos no tomamos ni cogemos sino que
agarramos. O mejor dicho: tomamos y cogemos, gracias al Cielo, pero en otro orden de cosas.
LA FRASE QUE titula este artículo la vi en una remera, en Mar del Plata, hace algunos años. Me encanta, me parece estupenda —más allá de la gracia— por la precisión de su juego de palabras. Lejos del doble sentido fácil, imposible de decodificar en una camiseta (sentido español vs. sentido argentino del verbo coger), emplea un adjetivo de significado (y origen) completamente distinto para articular una frase en la que los dos planos del sentido encajan a la perfección.
Le da, de hecho, una vuelta de tuerca a un chiste que conozco desde hace muchos años y que también lo hace muy bien. Un rengo va persiguiendo a una chica, hasta que esta se cansa, se detiene, se da vuelta y le dice:
—Dejá de seguirme, ¡cojo asqueroso!
—No importa, yo te enseño.
EN SU LIBRO Karcino: Tratado de palindromía, Juan Filloy dedica algunas reflexiones a las frases capicúa que bien son aplicables a los juegos de palabras. Dice:
Las palabras pareciera que esperasen a quienes, en una mayéutica formal, las alumbrara, para conducirlas por sendas metodológicas hacia revelaciones inéditas… [Este arte] encarna además un coeficiente natural de la escritura, porque lo que se escribe ya está escrito, o mejor: inscripto de modo exacto viniéndose desde las incógnitas del tiempo y del espacio.
Siempre me pregunto: ¿cómo surge esta clase de humor popular? ¿Cuál es el primer cráneo que descubre el adverbio debajo de la piel del adjetivo «asqueroso», para que a su vez —como una ficha de dominó cayendo sobre otra— «cojo» revele su doble condición de sustantivo y conjugación verbal?
El «mal leído» de Daniel Rabinovich, de Les Luthiers.
Un clásico del mejor humor basado en juegos de palabras.
EN LOS PALÍNDROMOS la forma importa más que el contenido. Veamos como ejemplo uno extraído del libro citado:
SERIA, NO DABA; NI CORTA, PATROCINABA DONAIRES
El sentido está al servicio de la forma. «Lo mismo que las licencias poéticas —apunta Filloy— la palindromía recaba alguna tolerancia a durezas sintácticas y lógicas; y hasta cierta indulgencia cuando la locución adosa perfiles insólitos, tosquedades o quebrantamientos del orden gramatical».
El juego de palabras, en tanto, constituye la combinación perfecta de forma y contenido. Aquí no se admiten tosquedades ni durezas: la arquitectura de la frase exige la máxima precisión para poder sostener el doble edificio del sentido.
YO SOY MUY dado a los juegos de palabras; de hecho, tengo cierta fama —entre mis familiares, amigos, compañeros de trabajo— de contador de chistes malos. En realidad no es que cuente chistes malos, sino que no puedo evitar estar todo el tiempo hurgando en lo que escucho, leo y digo; agarro (y no cojo) las palabras y las doy vuelta, las pongo patas para arriba y las sacudo y veo qué se les cae del bolsillo. Casi siempre son moneditas de esas que no valen nada, pero cada tanto me encuentro algún billete, incluso alguno medio grande. Billetes de curso ilegal de una moneda no oficial que pocos valoramos. En esos momentos me siento rico, feliz.
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