30 de abril de 2011

Los escritores y el marketing de sí mismos (1)

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1. ABELARDO CASTILLO EN BERAZATEGUI

Una vez, hace ya unos cuantos años, fui a ver a Abelardo Castillo dar una charla en un centro cultural —cuyo nombre no recuerdo— en Berazategui, provincia de Buenos Aires. Recuerdo de aquella noche una perlita muy graciosa: Castillo afirmó que no le parecía buena la literatura de Umberto Eco, pero alguien aventuró que El nombre de la rosa era una gran novela; el escritor aseguró que sería una novela extraordinaria si la hubiera escrito, por ejemplo, Thomas Mann; una mujer mayor retrucó entonces que a ella le parecía conmovedora, ante lo cual Castillo señaló que también es conmovedor ver cómo apalean a un perro… Recuerdo, también, y es por eso que lo traigo a cuento aquí, lo que contestó cuando le preguntaron qué escritores argentinos jóvenes le gustaban.

El autor de El que tiene sed se refirió a la cantidad de jóvenes que en ese momento estarían escribiendo en soledad y en el más completo anonimato obras maestras que saldrían a la luz en el futuro, y que siempre es difícil hablar de «los escritores jóvenes» debido a que uno conoce sólo a un puñadito. Habría que hablar de «los escritores jóvenes que publican», que son una categoría aparte, y no sólo que publican sino que lo hacen en editoriales con un mínimo de circulación, para evitar que los lectores de sus libros sean sus familiares y amigos, como tantas veces —tristemente— pasa.

Algo así fue lo que dijo. Ya no recuerdo exactamente cuánto de eso lo expresó él, ya no sé cuánto habré agregado yo después. Pero eso, a estas alturas, es lo de menos.

2. LOS ESCRITORES JÓVENES Y EL MARKETING DE SÍ MISMOS

EN UNA CONVERSACIÓN con unos amigos, hace unos días, surgió el tema de los escritores jóvenes (y entiéndase por «jóvenes» gente que tiene la misma edad que yo y ellos: treinta y pico) que tienen por oficio, además de (o incluso más que) escribir, el marketing de sí mismos. O sea, convertir sus nombres en marcas y luego venderlas. Venderse.

Hablamos con nombre y apellido de algunos escritores destacados de nuestra generación y de su afán por estar donde hay que estar: asisten a charlas y fiestas y congresos, se presentan ante este y pide que le presenten a aquel, le hacen llegar su libro al escritor consagrado Fulano, etc., etc. Todo el circo que rodea a la literatura y que en el fondo no tiene nada que ver con la literatura; al menos, con una determinada concepción de la literatura.

UNO DE MIS AMIGOS, sin embargo, justificó esas prácticas, señalando que es el único camino posible para vivir de la literatura. Según su concepción, es el mecanismo necesario para ganar dinero, ya que no directamente a través de la escritura (es decir, por la venta de sus libros), sí de vías cercanas a la literatura (dar clases de escritura, escribir sobre libros en diarios y revistas, etc.). Gracias a eso —siguiendo el mismo razonamiento— ellos pueden evitarse el castigo de pasarse nueve o diez horas al día trabajando de cualquier cosa, por cuenta propia o ajena, y en cambio dedicar ese tiempo a leer y escribir.


La cuestión es el precio que uno esté dispuesto a pagar. A mí me parece que, en este sentido, la carrera que hacen muchos de estos escritores jóvenes se parece a la de la gente joven que quiere dedicarse a la política. Los chicos y chicas que sueñan con el día de mañana ser diputados o ministros o presidentes saben (o deberían saber) que ese camino está empedrado de cosas que no tendrán ganas de hacer pero que serán imprescindibles si quieren seguir avanzando. Tanto los aspirantes a Escritores como a Políticos (así, con mayúscula) deben estar disponibles para toda reunión o fiesta o lo que sea que haya esta noche, y una vez allí su tarea consisten en acercarse, sonreír, estrechar manos, hablar de sí mismos, salir en las fotos. (Está claro que los Políticos harán luego concesiones —por llamarlas de algún modo— mucho peores…)

Un factor más: no sólo hay que tener la voluntad de hacerlo, sino que también hay que hacerlo bien. Como mínimo, más o menos bien.

ENTONCES, HAGAMOS la suma: el autobombo y las RR. PP. se te dan (más o menos) bien + estás dispuesto a hacerlo + tenés (un mínimo de) talento + un ego a prueba de balas = sos un escritor joven de prestigio, publicás en editoriales grandes, das clases de escritura, etc.

Pero ¿qué pasa si falla alguna de esas variables?


Dentro de unos días, la segunda parte del artículo.


18 de abril de 2011

Tantas revoluciones para seguir siendo mexicanos

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UNO. ¿Cuántas vidas caben en la vida de un hombre? Esta pregunta vale como punto de partida para una posible lectura de Decencia, la última novela de Álvaro Enrigue (Anagrama, 2011), enfocada en Longinos, su protagonista. ¿Acaso ese chico al que la Revolución Mexicana acorrala en un campo de sandías, convirtiéndolo en adulto de golpe una noche de 1913, y el anciano que sufre un secuestro imprevisto seis décadas después en plena ciudad de Guadalajara, son la misma persona? La respuesta, por suerte, es: sí y no. Y ese es el origen de la literatura.

Decencia es una novela sobre el siglo XX mexicano. Sobre las maneras de reconstruir y decodificar el siglo XX de un país que fue a contramano del resto de América latina: hizo su revolución (y la hizo de verdad) antes que nadie, y luego se privó de las dictaduras sangrientas que asolaron casi todo el subcontinente. Longinos, nacido con la centuria, y su vida, traída y llevada por los tiempos, son el motor de la narración. En lo que hace y le hacen se ven los hilos de un país que juega un doble juego teatral: maneja los movimientos detrás del decorado y es, a su vez, las marionetas.

DOS. El libro se estructura sobre un esquema clásico: dos historias distintas contadas en capítulos intercalados. Por un lado, Longinos narra su infancia y juventud vistas desde el abismo de la vejez; por el otro, una voz en tercera persona relata el episodio que lo devuelve a la acción en la década del 70. Pero el esquema no se queda ahí. Yendo a un nivel mucho más profundo, detectamos que toda la novela está atravesada y sostenida por esa dualidad. El texto de la contratapa afirma que «el viejo recuerda al niño que fue; y el niño, al viejo que será», probablemente inspirado por un párrafo de Enrigue:


Mi padre siempre fue el mismo. Creo que si pudiéramos voltear la carretera de la historia y recordar la vejez siendo niños, habría estado claro siempre que tarde o temprano iba a romperse. La información siempre estuvo ahí, pero la vida consiste en irse distrayendo con nimiedades en lo que se acumula la dinamita.


La propuesta, entonces, parece ser esa: la memoria, al derecho y al revés.

Eso no es todo. Otro párrafo, cien páginas más adelante, nos da la clave. Longinos, ahora un joven que comienza sus andanzas en la gran ciudad, se reencuentra con Antón Cisniegas, general de la Revolución al que conoció siendo un niño. Este lo reconoce pero, en el recuerdo de la experiencia, lo confunde con su hermano, y Longinos «no se atreve a desdecirlo».

La ciencia ha demostrado que, cuando recordamos, se ponen en acción casi las mismas áreas cerebrales que en el acto de imaginar. Por eso no es nada raro que nuestras memorias resulten contaminadas —o adornadas, o purificadas— por nuestra inventiva. Como apuntó Huxley: la experiencia no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede. En esto consisten, nos viene a decir Decencia, las maneras de reconstruir y decodificar la Historia.

TRES. México a contramano: cuando en los 60 y los 70 los jóvenes latinoamericanos soñaban con la revolución, los intentos insurgentes parecían allí un torpe remedo de lo que había sido. Por eso Longinos se burla de sus secuestradores, los hermanos Justicia, a los que ve como unos niños que, después de sus travesuras, corren a cobijarse bajo las faldas de mamá (su madre, Juana, literalmente, los acompaña y capitanea). Y por eso también la evolución de las relaciones de poder en el microuniverso del auto en el que emprenden la fuga: sin prisa pero sin pausa, el secuestrado va convirtiéndose en el líder de esa familia en la que va convirtiéndose el grupo. Porque es él, a fin de cuentas, quien puede hallar los salvoconductos, la salvación.

Los juegos de parejas, entonces, sobre los que se cimienta la novela: la Revolución de 1910 y los arrebatos de los 70, la juventud y la vejez, el narrador en primera y en tercera persona, el niño que crece de golpe y busca escapar de su padre y el viejo que se aniña para huir de sus hijos y su mujer, las hermanas Osorio —el esplendor, el éxito, los goces de la vida en plenitud— y los hermanos Justicia —la marginalidad, la inmadurez, la decepción.

CUATRO. Justicia, desde luego, nunca sería un apellido inocente, pero mucho menos cuando surge de una ficción que busca sustituir una ausencia (¿igual que todas las ficciones?). «Como ni siquiera conocieron bien a su padre —explica Juana— yo les inventé a un héroe del que ya estoy arrepentidísima». El apellido original lo desconocemos, pero sabemos que era judío y ruso, «entre impronunciable y francamente ridículo». Pero ¿no es ridículo también apellidarse Justicia? ¿No encarna acaso la propia Justicia invocada por ese apellido lo ridículo-pero-que-al-menos-se-puede-pronunciar?

La memoria, otra vez, de ida y vuelta: si el niño recuerda al viejo y el viejo al niño, también podría la Revolución recordar a (y entristecerse con) los revolucionarios de los 70 y éstos a la segunda década del siglo. Pero ya están un poco cansados: «Dale con la Revo. Ya bájele, ¿no?», le dice a Longinos uno de los hermanos. Como debían estar cansados también de las historias heroicas que su madre les contaba acerca de su padre. Del viejo Justicia.

CINCO. Enrigue asume el reto de ejecutar una cruza de géneros: novela de aprendizaje, novela histórica, road novel. Y sale airoso de todos sus afanes, aunque los picos de la narración los alcanza en la huida de esos mexicanos perdidos en México. Los puntos más flojos, en tanto, le corresponden a la relación de los amores del protagonista con la Flaca Osorio. En cierta manera, la propia novela se explica (y se excusa) a sí misma: hacia el final Longinos asegura que tuvo «una historia de amor digna de ser escrita», a lo que Juana responde: «Ninguna historia de amor es tan buena que resista ser contada».


—¿Ninguna?
—Son como los partidos de futbol: pueden ser muy buenos, pero ya contados todos son iguales, porque sólo hay tres resultados: ganar, perder o empatar.

En un momento, el narrador comete un pecado que cuesta perdonarle: nos viene mostrando de un modo estupendo cómo Antón Cisniegas se baja del auto para discutir con los policías al costado de la ruta, y de pronto compara la escena con una película muda. Era exactamente ese (el de película muda) el efecto que estaba logrando en el lector: al hacerlo explícito, el hechizo se rompe como un fino cristal.

Pero la novela se explica a sí misma, también, de un modo más generoso y sutil, al mostrarnos la maleabilidad de las palabras, su plasticidad o, mejor, su carácter de juguetes de plástico con los que se pueden armar figuras para luego desarmarlas y armar otras diferentes, en los versos de Xavier Villaurrutia, una suerte de epígrafe insertado en el texto:


Y mi voz que madura
Y mi voz quemadura
Y mi bosque madura
Y mi voz quema dura.

Y se explica también al presentarnos a los hermanos Justicia, porque la justicia es a esos muchachos lo que la decencia a la historia narrada en la novela: una búsqueda, un objetivo, una meta que no se tiene claro cómo alcanzar, una utopía (en el sentido galeanesco del término), el resultado de confusiones, malentendidos, libres interpretaciones y asociaciones (quizá ilícitas) de ideas.

En los tiempos de la Revolución —cuenta Longinos— «el mundo era nuevo de verdad y nadie nos lo disputaba». La frase remite a García Márquez y los inicios de Macondo: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». Si el mundo es nuevo y nadie nos lo disputa, podemos no atenernos a lo que sea la decencia sino elegir a qué queremos llamarle así. Un poco también eso puede decir la novela. Aunque el muchacho le responda a Longinos: «Ahora es usted el que se está poniendo necio».

SEIS. Hay otras alusiones a García Márquez, aunque sobre todo en tono paródico, a lo largo de la novela. Especialmente en lo relacionado con la violencia: si Cien años de soledad comienza «frente al pelotón de fusilamiento», en la Revolución Mexicana a uno podían «llenarlo de plomo sin concederle la dignidad» de una muerte programada y con un muro detrás. De hecho, el mayor miedo del pequeño Longinos era al empalamiento al que —según se rumoreaba— los rebeldes sometían a sus víctimas.

La irreverencia hacia íconos de la América latina más estandarizada reaparece cuando Longinos se burla de Silvio Rodríguez («esas canciones que escuchamos rumbo a Chapala, la del unicornio y la del disparo de nieve, ¿qué es eso? ¿No es un poco cursi como para estarlos mandando al matadero?») y en sus amigos de juventud: los personajes reales Raphael Sevilla, Agustín Lara, el Che Bohr, un argentino que, en el DF de los años 20, en una ocasión «se quedó en silencio, por una vez en la vida»…

SIETE. El siglo XX mexicano fue más allá, claro, de 1973. Longinos lo entrevé, cuando les pregunta a los Justicia si no se les ocurrió nada mejor que «volar cosas y secuestrar viejos taimados». «¿Y qué tal —dice— juntar diez mil cabrones enojadísimos con el gobierno, armarlos y apoderarse de un pedazo completo del país?; así le hicieron Hidalgo y Madero». Por si la referencia no hubiera quedado clara, Chiapas aparece mencionada en la página siguiente.

Pero eso ya es asunto reciente, y tiene más que ver con los diarios y la televisión que con la memoria y sus invenciones (la literatura entre ellas). Tras leer Decencia, uno se queda pensando en lo que fue, preguntándose adónde irán los sueños rotos, si será verdad que —como también afirma Longinos— nada cambia nunca. O en el grado de acierto de la expresión de su padre cuando se entera de que han matado al dueño del cine. El hombre, que alteraba las películas para que todas criticaran al gobierno, aparece una mañana ahoracado en un poste de telégrafo y con la lengua arrancada y clavada en la frente. La frase del padre de Longinos incluye un gentilicio que, en realidad, es intercambiable por cualquier otro de América latina, del mundo: «Tanta Revolución para que al final sigamos siendo mexicanos».

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