28 de febrero de 2011

«Soy J. D. Salinger. Aquel que está allá»

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Nota previa. En diciembre de 2008, de vacaciones en la Argentina, leí un libro que en español se publicó con un título-lugar-común: Mi verdad. El título original es At home in the World, y lo escribió Joyce Maynard, un libro de memorias acerca de la traumática relación que la unió a J. D. Salinger a comienzos de la década del 70. El primer día del mes siguiente, Salinger cumplía 90 años. Tras concluir mi lectura, redacté un artículo con la idea de que viera la luz en la web ese 1º de enero. Pero un problema técnico me dejó sin internet (y sin computadora, por cierto) justo ese día, y recién pude volver a conectarme varios días después. Triste por tan inoportuno percance, guardé el texto en una carpeta y no lo publiqué sino hasta meses después, sin darle demasiada importancia.

Salinger se murió en el enero siguiente, poco después de cumplir 91. Y ahora, otro año y pico después, aparece una biografía, A Live Raised, de Kenneth Slawenski, publicada en España por Galaxia Gutemberg como J. D. Salinger: Una vida oculta. Como la empecé a leer en estos días, y escribiré sobre ello, me pareció una buena oportunidad para rescatar de las tinieblas aquel pequeño texto de cumpleaños. Aquí va.

LOS 90 DEL CAZADOR OCULTO

J. D. Salinger —Jerry para sus (escasos) amigos— no leerá este artículo, por supuesto. No leerá tampoco ninguno de los miles que en todo el mundo se publican hoy en ocasión de su cumpleaños número 90. Pero, a la distancia, desde su retiro voluntario de las afueras de Cornish, una pequeña ciudad en el estado de New Hampshire, nos despreciará a todos los que nos dedicarnos a escribir sobre él. Ese es el destino que eligió este escritor, uno de los más grandes que dio la literatura de EE. UU. en el siglo XX, mito viviente que lleva décadas recluido, sin hacer apariciones públicas ni dar a la luz —ni a la legión de lectores que lo adoran— nuevos textos.

El cumpleaños, sin embargo, no pasará inadvertido para esa legión. Esos que, por ejemplo, dicen en un grupo de Facebook: «Todavía no sé por qué se suicidó Seymour Glass». Los que no pueden evitar pensar en este personaje —el eje central de gran parte de la obra salingeriana publicada— cada vez que Seymour Skynner habla de su participación en una guerra (la de Vietnam). Los que releen incansablemente los cuatro volúmenes que Salinger nos legó, los que eligió dar a la imprenta, antes de decidir que «eso de publicar es un fastidio» y que «más le valdría al pobre imbécil que se deja atrapar por esa cuestión pasearse por la avenida Madison con los pantalones bajados».

Esa es su opinión, si es que hemos de creerle a Joyce Maynard, la escritora norteamericana que vivió una traumática historia de —digamos— amor con Salinger, cuando ella tenía 18 años y él 53. El libro de memorias de Maynard, At home in the World (editado en español como Mi vida), cuyo episodio central consiste en ese romance, es uno de los textos a los que los fanáticos de Salinger acuden en busca de algo sobre él.

Y es que hay tan poco que el síndrome de abstinencia es muy fuerte: una biografía de Ian Hamilton, In Search of J. D. Salinger, que el propio Jerry podó por medios judiciales hasta el punto de hacerla decir poco y nada; otra biografía, escueta y pobre (Dream Catcher: A Memoir, traducida como El guardián de los sueños), escrita por su hija Margaret; el libro de Maynard, y los datos de fichero que aporta la web: que nació el 1 de enero de 1919 y se crió en el seno de una familia judía de Nueva York, que combatió en la Segunda Guerra Mundial y formó parte del desembarco en Normandía, que publicó sus primeros cuentos en la década del 40…

UN CHICO EXTRAORDINARIO. Su libro más famoso es una novela, la única que publicó: The Catcher in the Rye, traducido primero como El cazador oculto y luego como El guardián entre el centeno. Narra el aprendizaje de Holden Cauldfield, un muchacho que se pierde en Nueva York y durante tres días tiene diversos encuentros en la ciudad. Desde esas primeras páginas, Salinger dice quién quiere ser: el personaje nos aclara que no quiere ponerse a contar «todas esas idioteces a lo David Copperfield», porque lo aburre. Salinger tiene claro que no tiene intenciones de parecerse a Dickens. Sus parámetros son otros: Francis Scott Fitzgerald, Ring Lardner, Ernest Hemingway. Considera que tiene más talento que ellos, y además es más joven.

Eso se lo decía en una carta de la década del 40 a su antiguo profesor de escritura Whit Burnett. Esa carta, al igual que muchas otras de Salinger (un total de unas 200 páginas), se encuentra actualmente en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. En otra, dirigida al mismo Burnett y a Hemingway, cuenta que tiene varios cuentos y trabaja en una obra de teatro sobre «un chico extraordinario llamado Holden Caulfield».

Rodrigo Fresán dice que hay muchos Salinger: un Salinger para todos (el de El cazador oculto), uno para alumnos de talleres literarios (Un día perfecto para el pez banana), uno para new age (Franny y Zooey) y un Salinger para Salinger (Seymour: una introducción). Como si su obra hubiera ido oscureciéndose, en previsión del momento en que el autor decidiera seguir escribiendo cada día —como dicen que sigue haciendo— pero guardarlos en una caja fuerte guardada dentro de la gran caja fuerte que es son su casa y su vida.

No cuesta nada imaginar un escenario: el día siguiente a aquel en que los medios anuncien la muerte de J. D. Salinger, sus hijos y demás herederos salen a decirle al mundo que hay cientos, miles de páginas inéditas para publicar, para beneplácito de lectores, editores y sus propias cuentas bancarias. Aunque tampoco es difícil imaginar que Salinger queme o haya quemado todos sus papeles (y a él sí que no lo vemos dejándole el encargo a un Max Brod complaciente). Y tampoco se puede descartar que en realidad no haya escrito nada más. Porque no le diera la gana, a lo Juan Rulfo.

AÑOS. En cualquier caso, la respuesta, si llega, llegará cuando el viejo Jerry decida terminar de irse de este mundo. Pero ¿cuánto falta para esto? Nadie lo sabe, pero tal vez mucho. Salinger, según cuenta Maynard, aspiraba a vivir 120 años, para lo cual se alimentaba con una dieta repleta de prohibiciones y compuesta casi exclusivamente por nueces, pasas, hortalizas, algunas frutas, palomitas de maíz y carne triturada de cordero, que se cocinaba durante un tiempo preciso a exactos 65 grados. Si el régimen surte el efecto esperado, habrá que esperar hasta 2039 para saber el final de la historia.

¿O puede haber otro desenlace? Parece difícil: cuando no es el propio Salinger el que hace todo lo posible para evitar que algo de su vida se haga público, como en el caso de la biografía de Hamilton, se activan otros sistemas de defensa. Peter Norton, el creador del famoso antivirus que lleva su nombre, pagó en 2002 más de 150 mil dólares por las cartas de Salinger que Joyce Maynard decidió subastar; las compró para devolvérselas al escritor o «para hacer con ellas lo que él desee».

Mientras, los miles de fanáticos que en todo el mundo hacen de El cazador oculto y sus demás libros best-sellers constantes sueñan con una aparición como la del personaje de Sean Connery en Descubriendo a Forrester, película inspirada en su vida. Se imaginan la sorpresiva aparición pública de un anciano muy delgado y de pelo blanquísimo señalando la vieja foto de un muchacho con ganas de llevarse el mundo por delante, y diciendo: «Soy J. D. Salinger. Aquel que está allá». Pero de los aplausos que vendrían después, el viejo Jerry, a sus 90 años, no quiere saber nada.

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15 de febrero de 2011

Más sobre Lost: cuatro libros y una ilusión final

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PILOTO. Hace un año unabirome comenzaba su andadura por los terrenos digitales. Y lo hacía con un artículo sobre Lost. En concreto, sobre «la presencia de la literatura en Lost, el mayor hito de la cultura popular de la primera década del siglo XXI». Para celebrar el primer aniversario del blog entrego un artículo que me encantaría presentar al revés que el primero: «La presencia de Lost en la literatura». Lamentablemente, creo que aún es un poco pronto para que esa influencia se note, así que me consolaré con comentar algunos libros que hablan de la serie. Y contar una ilusión (disfrazada de propuesta) al final.

Lost. Enciclopedia Oficial de Perdidos
de Paul Terry y Tara Bennett

Para empezar a hablar, quizá nada mejor que esta obra monumental. Una auténtica biblia para fanáticos. A lo largo y a lo ancho de sus 400 páginas, te podés encontrar todo, todo, todo lo que te imagines acerca de Lost. Fichas de todos los personajes (incluso los de paso fugaz), los lugares y momentos clave, la aparición de los números, los juegos a los que juegan, los libros que leen, los significados ocultos de símbolos que ocuparon un segundo o tercer plano en la pantalla… y mucho más. Difícil destacar algo cuando todo es tan jugoso.

Me quedo con un fragmento del prólogo de Damon Lindelof y Carlton Cuse:
Lo que se vio por televisión, la serie propiamente dicha, era el diez por ciento del iceberg que sobresale del agua. Sin embargo, la mayor parte del tiempo que pasamos en la sala de guionistas nos dedicamos a construir la parte sumergida. Los detalles. Las líneas temporales. Los antecedentes... Ahora que la serie ha terminado, ha surgido una gran curiosidad acerca de nuestro proceso... Así que ahora están contemplando la primera y única Enciclopedia Oficial de Lost.

Perdidos en el mundo imaginal, de Ángel Almazán de Gracia

Este es un libro impresentable. Parece enunciar, en el comienzo, buenas intenciones: vincular la serie con ideas y paradigmas de la psicología, de la mitología, de la historia de las religiones… Pero enseguida —después de un resumen argumental de la serie en el que se equivoca más de una vez— empieza a enredarse con los autores que cita (una mezcolanza que va de Carl Jung a José Lezama Lima e Ibn‘Arabi, pasando por Dante Alighieri, María Zambrano, Platón, etc., etc.,etc.) y termina haciendo un embrollo descomunal.

Lo peor de todo es que este hombre no entendió la serie. Al igual que muchos que tocaron de oído en mayo del año pasado, luego de la emisión del capítulo final, este tal Almazán de Gracia dice que todos los pasajeros del vuelo Oceanic 815 murieron en el accidente, y que todo lo que hemos visto a lo largo de seis temporadas ha sido el Purgatorio de los personajes (!!!). Cualquiera que haya visto la serie con un mínimo de atención sabe que esto no es así; baste una irrefutable demostración, lo que le dice Christian Shephard a Jack en el diálogo del final: «Todos morimos alguna vez, hijo. Algunos murieron antes que tú y otros mucho después». Es decir, no murieron todos al mismo tiempo.

Este libro —de cuya existencia me enteré de casualidad, que valoré como el hallazgo de un tesoro y que hoy me hace arrepentirme de haberlo llevado a la Argentina como regalo para un amigo— es, por lo demás, aburridísimo. Más vale perderlo que encontrarlo.

Lost. La filosofía, de Simone Regazzoni

De esta obra hablaré más que de los otros. Publicada en Italia en 2009, mientras se emitía allí el final de la quinta temporada, apareció en castellano el año pasado, justo antes de que comenzara la temporada final. Su autor es italiano y tiene 35 años; su formación proviene de la filosofía; es catedrático en la Universidad Católica de Milán.

Regazzoni apela a varios de los principales nombres del pensamiento contemporáneo (Deleuze, Foucault, Derrida, Barthes, Eco) para desmenuzar la serie a partir de varios ejes para los que el programa da mucho juego: los conceptos de isla y de verdad, la vida y la muerte, la posibilidad de que lo que llamamos realidad no sea más que el fruto de una percepción alucinada (o de muchas), lo relativo y el punto de vista, la memoria como una forma de la imaginación. No diré que se trata de un libro revelador, pero su lectura es interesante y amena, y viene bien para masticar asuntos que se presentan todo el tiempo ante nosotros mientras seguimos las innumerables peripecias de los personajes.

Destacaré un par de momentos.

UNO. Primero, el capítulo «La ilusión del mundo exterior». Allí, Regazzoni se refiere a la idea de que el mundo, todo lo que nos rodea, sea una ilusión. Reseña las Meditaciones metafísicas de Descartes y glosa el episodio de Lost en que sus autores —como en tantas otras ocasiones— utilizan explícitamente una idea que, en los círculos concéntricos de la serie (léase foros de fans en internet), se planteaba como posibilidad. Se trata del episodio 18 de la segunda temporada, titulado «Dave».

La idea de que la realidad sea la proyección de una mente no implica que detrás haya un ser humano, dice el escritor italiano, y apunta que esa mente podría ser la de la propia Isla «si fuera, como defienden algunos, un Valis (acrónimo de Vaste Active Living Intelligent System —Vasto Sistema de Inteligencia Viva y Activa—)».

El asunto se complejiza cuando Regazzoni menciona que en el capítulo 4 de la temporada IV (titulado «Eggtown») Benjamin Linus lee la novela Valis, de Philip K. Dick, en cuya trama tiene un papel central una película llamada, precisamente, Valis, la cual habla de «un satélite inteligente de naturaleza no humana que influye en la vida sobre la Tierra». (¿Adivinan cómo se llama el tal satélite? Por supuesto: Valis.)

Pero lo que se le escapa al filósofo italiano, y es aquí adonde quería llegar, es que en ese mismo capítulo aparece otro libro: La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Por si hace falta, recordemos la trama de la novela: una maquinaria metida en las entrañas de la isla reproduce (crea) un mundo en ella. Inteligencia de naturaleza no humana que, más que influir en la vida sobre la tierra, la crea, le da sentido. Así, la Valis de Dick no constituye más que una pista para entender la alusión más directa y cercana, la Valis de Bioy.

Y DOS. Lo otro que me interesaba resaltar se refiere a los juegos ficción-realidad de los creadores de Lost. Todo iniciado sabe que en la web se pueden hallar páginas que presentan como si fueran reales a actores ficticios como la aerolínea Oceanic, el grupo DriveShaft y las fundaciones Hanso y Valenzetti; el libro comenta una pieza en el puzzle mucho más sutil.

Resulta que hay una película llamada Cloverfield, estrenada en 2008 y coproducida por J. J. Abrams, uno de los cráneos detrás de Lost. (Lleva además música de Michael Giacchino, compositor de las bandas sonoras de todas las temporadas de la serie.) Yo no tenía idea de la existencia de este filme, pero me lo conseguí tras leer el libro. No te perdés nada si no la ves: es apenas un ejemplar más del modelo de peli que se presenta como material-sin-editar-encontrado-en-el-lugar-después-de-los-hechos, aquello que fue novedad con The Blair Witch Project y luego usado hasta el hartazgo.

En este caso, se trata de una supuesta cámara «propiedad del gobierno de EE. UU.»; en los primeros segundos de la cinta uno puede ver una señal de ajuste, el escudo de la CIA… y el logo de la Dharma Initiative. Jamás me habría dado cuenta si no fuera porque lo dice el libro. Vi la película y no lo descubrí. Volví a ver ese comienzo y tuve que verlo muchas veces hasta descubrir que ahí, como un flash, durante una nada de tiempo, aparece, abajo, a la derecha de la pantalla (click sobre la imagen para ver bien grande):


También lo muestra este video; recomiendo verlo para darse cuenta de lo difícil de verlo, casi imperceptible, que resulta. Quizás algún día nos enteremos de que el monstruo que en la película ataca Nueva York —una nueva reencarnación de Godzilla— sea un producto de la Iniciativa que hizo tantas pruebas en la Isla. Otro producto que salió mal.

La filosofía de Lost, de Sharon M. Kaye

El libro que completa el cuarteto… ¡no lo leí! Tengo que conseguir un ejemplar. Lo publicó en castellano la editorial argentina Libros del Zorzal, y no sé si será tan fácil de conseguir aquí en España. Ya les contaré…

THE END. Hoy en día, y casi un año después de su finalización, Lost se me aparece como una de esas bolas de espejos de los boliches: con apariencia de perfección y sus mil caras, si se lo señala con una luz dispara reflejos que permiten iluminar en incontables direcciones. Y cuanto más intensa la luz con que se lo apunta, más lejos llegan sus recorridos.

Me dan ganas de seguir y seguir hablando de Lost, escribiendo sobre Lost, pensando en Lost… Me parece curioso que, más allá de las miles de páginas que se han escrito en internet, la mayoría de los libros que se publicaron sobre la serie hablan de filosofía. Como si un soporte tradicional (el papel) necesitara vincular el show con una disciplina tradicional (la filosofía) para justificar su existencia. ¿Cuándo llegarán los libros (o textos en cualquier soporte) que se refieran de manera sistemática a todo lo demás que hay en Lost, además de filosofía? ¿Cuánto falta para que otros potentes reflectores lancen sus haces de luz hacia la bola de espejos? ¿Y si empezamos nosotros mismos, desde acá? ¿Alguien se anima…?

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8 de febrero de 2011

Algunas palabras sobre la lista de Granta [2]

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OCHO. Tres cosas para destacar del prólogo de la edición. La primera: que señala cuatro «momentos importantes de las relaciones literarias, siempre complejas y desequilibradas a causa de los particularismos nacionales y las susceptibilidades colectivas, de recíproca influencia y efecto acumulativo entre la América hispana y España».

Son los siguientes:
1) La difusión de la obra de Rubén Daría en España, en el contexto de la pérdida de las últimas colonias de este país en el continente americano (Cuba, 1898);
2) La influencia de la Generación del 27 española en América, durante la Guerra Civil y, más aún, con el masivo exilio republicano en países como Argentina, Venezuela y México;
3) El éxito del llamado boom de la novela latinoamericana en España, en la década del 60, marcada por corrientes contraculturales y en concreto por la Revolución cubana; y
4) El momento actual, con la supremacía económica de España y Roberto Bolaño como figura transcontinental (chileno emigrado primero a México y luego a Cataluña).

Esto es: idas y vueltas de predominios, influencias y batallas por imponer la propia verdad. ¿Cuál será el próximo capítulo?

NUEVE. La segunda: califica a las varias corrientes y antologías surgidas en las últimas dos décadas con pretensiones de representar a una generación («McOndo» en Chile, «Crack» en México, «Nocilla» en España) de «variopintos manifiestos […] que emulan los procesos y estrategias del oportunismo ideológico». ¿No se dan cuenta los editores de Granta de que es posible acusarlos a ellos mismos —tal como lo hace Echevarría— de un oportunismo similar?

Más que eso, me interesa señalar que ninguna de esas corrientes y manifiestos tuvo su origen en la Argentina, el país que más escritores aporta a esta selección. ¿Por qué? ¿Es que los escritores argentinos no sienten que tengan que romper con el pasado, con algún pasado? ¿O será que todos los argentinos sub-35 sentimos el pasado como algo roto, algo que vino fallado de fábrica y que no tenemos que encargarnos de desarmar sino todo lo contrario?

En su cuento incluido en el número de Granta, titulado «Unas cuantas palabras sobre el ciclo de las ranas», Patricio Pron apunta que «los escritores argentinos viven los unos bajo la influencia de los otros y todos bajo la influencia de Jorge Luis Borges». Pero así como Borges fue el padre de tantas generaciones anteriores, para quienes no teníamos más de 10 u 11 años cuando se murió, es como un abuelo. Al igual que Cortázar. Los padres con los que habría que romper (a los que habría que matar) son otros: Piglia, Aira, Saer, Fogwill, Castillo… Es en este campo donde están dadas las discusiones y los enfrentamientos.

Y ¿cuánto influye que los argentinos de esta generación —los ocho elegidos nacieron entre 1975 y 1978, los años más horrorosos del terrorismo de Estado— sean, de alguna manera, hijos de una diáspora cultural? Neuman, Pron y Néspolo viven fuera del país. Si se quiere, todos los escritores de esta edad son los sucesores de esos que podían escribir, como el personaje de Piglia en Respiración artificial: «A veces (no es joda) pienso que somos la Generación del 37. Perdidos en la diáspora. ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?».

DIEZ. Hablando de oportunismo: la lista de Granta —como se ha dicho: la primera en un idioma distinto del inglés, destacada por los medios más importantes del mundo anglosajón, incluidos The New York Times y The Guardian, más allá de las insinuaciones de provincianismo por parte de Echevarría— se publicó el 1 de octubre; y seis días después la Academia sueca anunció el Nobel de Literatura para Mario Vargas Llosa, primer escritor en español que recibe el galardón en 20 años. Y a eso hay que agregarle que justo por esos días, entre el 6 y el 10 de octubre, tuvo lugar la Feria de Frankfurt, cuyo país invitado fue la Argentina.

Si los editores de Granta sabían que el premio iría para el autor de La fiesta del Chivo, lo hicieron muy bien, y si no lo sabían, el negocio les salió redondo de toda redondez.

ONCE. La tercera cuestión para destacar del prólogo: dice que es un momento propicio para las publicaciones en español en Estados Unidos, debido —asegura— a «la reciente disposición y apertura a la literatura traducida a causa de las secuelas de los ataques del 11 de septiembre [de 2001]». Lo que a mí me da un poco de escozor son los factores que «han ampliado un capital y renovado el crédito de la narrativa de nuestro idioma en sus diversos estamentos», a saber:

1) «La reciente aceptación por un lado de las novelas de Carlos Ruiz Zafón [y] de la obra de Bolaño entre los más jóvenes por otro»; y
2) «El universal prestigio crítico de [Javier] Marías».

Lo de Bolaño, fenómeno, pero si las otras puntas de lanza van a ser autores tan lamentables como Ruiz Zafón y Marías, quizás lo correcto sea que muchos lectores estadounidenses se decepcionen (un poco, al menos) cuando lleguen obras de escritores buenos de verdad…

DOCE. Los lectores, dice el prólogo casi en el final, «en diez años podrán corroborar la vigencia de este arsenal de referencias consensuadas, como en otras selecciones anteriores: cuánto hemos acertado, cuántos narradores aún se siguen leyendo, cuántos permanecen y duran».

No deja de ser curioso que uno de los textos dejados para el final en la edición, el ya citado de Patricio Pron, que es exactamente el penúltimo, cuente la historia de un joven escritor que —dice en su penúltima página— «había sido seleccionado para integrar una antología de escritores jóvenes, una de esas antologías cuyos índices uno relee diez años después de publicadas y siente tristeza y miedo».

¿Sentiremos tristeza y miedo cuando en 2020 hojeemos las amarillas páginas de la amarilla edición 11 de Granta en Español? Si los editores de la revista pusieron adrede este párrafo casi en el final, también lo hicieron muy bien.

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2 de febrero de 2011

Algunas palabras sobre la lista de Granta [1]

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UNO. Hace cuatro meses y un día, la revista Granta en Español publicó su lista de «Los mejores narradores jóvenes en español». Como no podía ser de otra manera, la nómina de 22 nombres generó comentarios, reseñas y alguna polémica. Y también, por supuesto, una edición de la revista, la número 11 en nuestro idioma, que se vende a 16 euros en las librerías españolas y que contiene textos de los autores elegidos. Hace poco menos de un mes, tras volver de mis vacaciones, compré mi ejemplar y lo leí en los últimos días. Acá van mis propios comentarios.

DOS. «¿Por qué no estamos nosotros en ese listado?», me preguntó un amigo la tarde del día en que la lista se hizo pública. Nosotros éramos él y yo, claro. Los motivos de que no estemos —al menos de que yo no esté— no hace falta aclararlos. Sí podemos hablar de por qué no están otros. Por ejemplo, Martín Lombardo, autor elogiado desde este blog; él mismo, cuando lo entrevisté, se encargó de aclarar: «La literatura no se compone de listas». Uno de los que sí está, Andrés Neuman, con quien compartí una charla poco después de la salida de la revista, destacó: «Lo importante no es tanto quiénes la integran, sino el hecho de que por primera vez Granta haya publicado una lista en otra lengua que no sea la inglesa, y que esa lengua haya sido el español».

TRES. Me pasa lo normal: unos autores me gustan, algunos incluso mucho, y otros no, me aburren, me pregunto qué hacen ahí. Opino casi exclusivamente desde mis gustos personales, ya que la extensión de los textos publicados tampoco da para mucho más.

Algunos nombres de entre los que me hicieron pasarla bien: Alberto Olmos (compañero mío en las ya viejas páginas de la revista Teína), Andrés Ressia Colino, Alejandro Zambra, Matías Néspolo, Federico Falco, Samanta Schweblin.

Presentación de la lista, el 1 de octubre de 2010 
en el Círculo de Bellas Artes de Madrid.

CUATRO. Le cuento a otro amigo que estoy leyendo la edición de Granta y enseguida me previene: «Ojo, Cristian, son ingleses, sus gustos son distintos…» Ya sé que son ingleses, ya sé que el conjunto de los seleccionados responde a sus gustos e intereses, ya sé que no se trata de más que una lista como cualquier otra… y sin embargo me quedo pensando en su afirmación: son ingleses. ¿En qué medida habrá influido en su elección el hecho de que estos autores vayan a ser leídos por el mercado anglosajón?

Esa pregunta me llevó a otras. ¿Los textos publicados los eligieron los editores o los propios autores? ¿Por qué algunos publicaron fragmentos de novelas, otros cuentos, uno incluso microcuentos? ¿Qué conviene esgrimir como carta de presentación: un relato acabado o una fracción que dispare las ganas de continuar…?

CINCO. La lista se compone de ocho argentinos, seis españoles, dos chilenos, dos peruanos, un boliviano, un mexicano, un uruguayo y un colombiano. Sólo 5 de los 22 son mujeres (tres argentinas y dos españolas).

SEIS. El prólogo va firmado por los editores de la revista, Valerie Miles y Aurelio Major (estadounidense ella, canadiense-mexicano él, desde hace años residentes en Barcelona ambos), y se puede leer en la web. Ellos dos y otras cuatro personas: Edgardo Cozarinski (argentino-francés), Isabel Hilton (inglesa, ex corresponsal en América del Sur), Francisco Goldman (guatemalteco-estadounidense) y Mercedes Monmany (catalana), compusieron el jurado que se encargó de elegir a las 22 personas.

Ignacio Echevarría, crítico de renombre, cargó contra la composición de ese tribunal, contra la validez y el relieve de la elección y contra los medios culturales que le concedieron espacio y transformaron la publicación en noticia. Su artículo, titulado «La lista», se publicó en la web Cuartopoder.es. Enseguida, como era de esperar, salieron a responderle desde Granta: el propio Major firma la respuesta, un post que recoge el guante y lleva por título «El listillo» (en Argentina, el mejor equivalente para este título sería «El vivo» o «El piola»). El debate incluyó a terceros, como por ejemplo Salvador Luis, director de la revista Los Noveles, quien fue aludido por Echevarría y salió a hacer pública su postura a favor de Granta.

Yo digo: la lista de Granta es una lista como cualquier otra. La clave consiste en tratar de valorarla en su justo término. Si hace tanto ruido en los medios es porque esta selección viene precedida por el prestigio de la revista y sus anteriores selecciones, esas que tuvieron como protagonistas a autores en lengua inglesa (tres de británicos y dos de estadounidenses). Habrá detrás intereses diversos, se podrá estar más o menos de acuerdo con ella… pero el único que dará la razón a unos o a otros será el tiempo. ¿Críticas al jurado por su supuesta falta de representatividad? Serán válidas si el futuro demuestra que se han equivocado; si tuvieron razón, aquellas habrán sido meras bravatas. Los premios más prestigiosos no lo son por la composición de sus jurados, sino por una historia de aciertos y reconocimiento a lo largo de los años.

SIETE. Que sólo 5 de los 22 nombres correspondan a mujeres no es algo malo en sí mismo, mal que les peses a las feministas y a los paladines del cupo femenino. Si la elección tiene que ver con la calidad, no importa si se trata de hombres o mujeres. Estará mal, claro, si con el tiempo descubrimos que se quedaron afuera escritoras que eran mejores que autores varones que sí integran la selección. De nuevo: el tiempo lo dirá.


La semana que viene, la segunda parte del artículo.

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