UNO. Lo que cuesta, vale. Solemos estar de acuerdo en la veracidad de esa afirmación popular: ¿a cuántas cosas no le damos más valor porque nos han salido más caras? Y al revés, ¿cuántas cosas dejamos de lado porque nos salieron muy baratas o directamente gratis?
Insertos como están en la sociedad de consumo que habitamos, los libros también experimentan este fenómeno… aunque hasta cierto punto, creo. Para hablar de mí mismo: yo considero verdaderos tesoros a algunos volúmenes que compré por unas pocas monedas revolviendo en librerías de viejo o en puestos de feria. Claro, en esos casos el valor está agregado por la dificultad para conseguirlo (en términos económicos, por la escasez de la oferta).
Por otro lado, hay libros desmesuradamente caros. Los de Galaxia Gutenberg son un ejemplo. Uno se compra un libro de esos y lo cuida como Bart Simpson y sus amigos cuando consiguieron un ejemplar del número 1 del Hombre Radiactivo (el cual, precisamente, les costó lo suyo).
DOS. Hace unos días leí Los bravos, novela de Jesús Fernández Santos. Nunca había escuchado hablar de este autor español, nacido y muerto en Madrid (1926-1988); este librito —en la feúcha edición de la Biblioteca Básica Salvat, impreso en Navarra en 1971— me llegó a las manos como regalo de alguien que se lo llevó de un bar en el que, con la consumición, te dan un libro. Libro que podés elegir del montón que tienen en un estante polvoriento.
Si no me lo hubieran regalado, probablemente nunca habría reparado yo en la existencia de este escritor. De haber reparado, difícilmente habría tomado la decisión de leer algo suyo. Y aún con el libro en mi poder, tuvo que ocurrir esa típica situación en la que uno está por salir de casa apurado y del libro que está leyendo le queda poco y sabe que se quedará sin material de lectura a mitad de camino y manotea lo que más cerca tiene: así fue como agarré Los bravos.
Me bastaron unas pocas páginas para darme cuenta de que esa suma de azares había sido afortunada. Los bravos es una novela excelente. Publicado originalmente en 1954, fue el primero de los libros de Fernández Santos, un autor de bajísimo perfil, que «ha querido hacerse mudo», como expresa este artículo de El País, del año pasado, precisamente a cuento de la aparición de una reedición crítica de su novela debut.
TRES. El libro tiene un interesante prólogo de Carmen Martín Gaite. Interesante en varios sentidos, pero quizá especialmente en el relacionado con el primer apartado de este post. Considero que vale la pena citar todo el fragmento, aunque sea un poco largo:
Ni los jóvenes universitarios de los primeros años del cincuenta tenían casi nunca más dinero en el bolsillo que el justo para tomar café y el autobús –obstáculo fundamental para que la adquisición de libros se llegara a convertir en hábito–, ni, por otra parte, existía la tendencia a la apertura que apareció más tarde y en virtud de la cual se fueron incorporando al acervo de la industria cultural española nombre de autores extranjeros que, entonces, aunque estuvieran en el candelero en otros países, en el nuestro o no habían llamado la atención o no habían logrado ser mirados sin recelo. Este hecho, de signo negativo en sí mismo, llevaba aparejada, con todo, una consecuencia bastante positiva, a mi modo de ver, y es la de que los libros se venían a convertir, para el joven aspirante a escritor –que, además, no estaba rodeado de demasiadas diversiones–, en algo que deseaba, en un bien codiciable y precioso que no se atrevía a desperdiciar cuando caía en sus manos.
Jesús Fernández Santos ha comentado posteriormente esto mismo en varias ocasiones, ha dicho concretamente –con esa agudeza suya para penetrar los mitos, aspavientos y novedades de los hombres y ponerlos en tela de juicio– que los jóvenes de ahora tienen demasiados juguetes y que en eso reside el quid de su falsa seguridad, de su actitud agresiva y displicente, peculiaridades estas que los diferencian notablemente de aquella generación que visitaba a Baroja y Azorín. Estos jóvenes estudiantes que zumban actualmente por los pubs en torno a cuestiones de letras y que disponen de coches, discos y casas de amigos donde ir a tumbarse y a beber whisky, disponen también, en efecto, de muchos libros, por la doble razón de que tienen dinero para comprarlos y de que el auge de las colecciones de bolsillo hace accesible y tentadora la compra.
Pero también es cierto que el libro, en virtud de una tan fácil adquisición, corre el riesgo de ser mirado como un objeto más por parte del joven consumidor de objetos, quien, tras la breve y rutinaria ojeada inicial a la solapa, bien puede caer en la tentación de contentarse con ese informe para mencionar la mercancía entre sus amigos, usando para ello la jerga expeditiva de los conocedores, ese tono mimético y seguro del experto, del que está à la page, del propagador de vacío.
No sé hasta qué punto –ni viene a cuento discutirlo aquí– será real esta apariencia de que hoy el libro ha venido a ser para la gente joven una especie de juguete entre tantos otros que le ofrece la sociedad de consumo, pasado de moda de una temporada a otra, apenas disfrutado en su día, destinado a dormir el sueño de los justos en un anaquel o a pasar de mano en mano tediosamente, como la falsa moneda. Pero lo que sí puedo decir con conocimiento de causa es que, contrastando con ello, si a alguien, en los años a que me vengo refiriendo, se le hubiera ocurrido comparar un libro con un juguete, habría sido para afirmar a renglón seguido que se trataba de un juguete apasionante y al que se sacaba mucho jugo.
CUATRO. El texto trasluce un inequívoco desprecio contra «los jóvenes de ahora», esos que exhiben una «falsa seguridad» y una «actitud agresiva y displicente». Pero más allá de esta nueva cara del todo tiempo pasado fue mejor, vale la pena preguntarse si tiene razón en lo que sostiene. Entonces, ¿convendría que fuéramos pobres y que al país en el que vivimos no llegaran libros de autores extranjeros? ¿Les convendría eso al menos a los «los jóvenes de ahora» que aspiran a ser escritores? ¿Los haría más humildes y menos displicentes y agresivos?
En unos días, la segunda parte de este artículo aquí en unabirome
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3 comentarios:
Creo que después de andar un rato por la Feria del Libro y experimentar la abundancia de oferta contra la escacez de recursos me siento más cerca de aquellos jóvenes universitarios de los primeros años del cincuenta.
Me quedó la sensación de que (por lo menos en esta parte del mundo) los libros son bastante más caros de lo que deberían.
De acuerdo con vos Mariano: muy de acuerdo. A los libros los prohíbe el precio, dijo (escribió) Galeano... Por mi parte Cris, tengo dos favoritos: la primera edición de Todos los fuegos el fuego, que me salió caro pero lo vale. Y el otro que ahora es tuyo, el más importante de todos, que lo pagué 8 pesos sin siquiera saber que ese mismo tipo me iba a cambiar la vida... Sabés cuál es. Abrazo y beso.
PD: ¿Te conté que Fabricio me regaló la primera edición de A sus plantas...?
Sin duda: lo que cuesta, vale. Es la ley de nuestro tiempo, ¿pero no, acaso, la de todos los tiempos?
Entonces, siempre habrá una figurita difícil que salvará a los "jóvenes de ahora". Sean pobres o ricos; tengan más acceso a los centros culturales o estén lejos de ellos.
Es una tragedia encapricharse con un libro y descubrir que la única edición existente es carísima. Y es una tristeza, por otro lado, ver obras geniales de la literatura regaladas por centavos.
Pero hay que saber que la mayoría de los libros que nos salvan o nos cambian la mirada suelen ser inesperados... Estos quedan fuera del análisis de si resultó fácil o difícil que cayeran en nuestras manos...
María
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