25 de diciembre de 2011

Crónica de un viaje a casa




UNO. Los sigo viendo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos: los argentinos que viven en España. Basta escucharlos hablar para reconocerlos. Su acento es argentino pero mechan palabras del léxico español, entonces los chicos son chavalitos, los colectivos son autobuses, las valijas son maletas. Sobre todo si tienen hijos, chavalitos que han nacido y vivido sus por ahora cortas vidas en España, moviéndose casi siempre en esa especie de territorio argentino en España, como una embajada, que constituye la casa de cada uno de los nuestros que vive allá. Y digo allá porque estoy acá, de este lado, en el patio de la casa de mis viejos, en Florencio Varela, en un día fresco del verano austral, un poco resfriado por el frío que habré tomado en algún día del poco frío invierno boreal que abandoné hace unas cuarenta horas, más o menos.

DOS. Y si una casa en la que viven compatriotas se transforma en una embajada a nivel privado, los mismo ocurre, pero en el ámbito de lo público, con un avión de Aerolíneas Argentinas. Basta que entrés en él —el vuelo AR1133, un Boeing 747-400 que parte de la T1 de Barajas a las 22.05 y llega a Ezeiza a las 6.30 (hora local) del día siguiente: así es casi siempre que vengo— para que se sientas en casa: toda la tripulación te habla en argentino puro, de verdad, no ese que hablan los argentinos en la cola del check-in (ventanillas 161 a 165 en Barajas) entre maletas, chavalitos y cosas así.

TRES. Mi asiento es el 37-C. Pasillo. A mi lado viene una pareja alemana (o austríaca, vaya a saber: germanoparlantes), cuarenta y pico, ella en el 37-A (ventanilla), el brazo tatuado desde el hombro hasta la muñeca, él en el 37-B (el del medio), piercing en la nariz, libro que abrirá y cerrará y guardará en el bolsillo del asiento de adelante y volverá a sacar de allí unas 67 veces a lo largo del viaje. Cuando nos ofrecen la cena («¿carne o pollo?»), ella dice: «Only drink. Beer», y la azafata les planta dos latas de Isenbeck. ¿Qué opinarán estos viajeros de la tierra de la cerveza de este brebaje autóctono? No lo sabremos, pero tenemos un indicio: cuando la azafata vuelve a pasar, retirando los restos de la comida y ofreciendo café o té, la alemana tiene claro lo que quiere: «Other beer». Y el segundo par de latas se los bajan con el mismo fervor patriótico.

Yo pedí una bebida que en España escasea debido a su poco éxito: Sprite. La Sprite española, por cierto, al igual que la Fanta, son más feas que las argentinas. O al menos mi gusto en cuanto a gaseosas (refrescos, dirían los argentinos que viven en España) está formado con los sabores argentinos. Así que pedí Sprite cuando la azafata me preguntó qué quería para tomar. Para tomar, no para beber, porque la azafata habla en argentino del puro. Las cosas como son.

CUATRO. Los asientos del 37-D al 37-G corresponden a las cuatro hileras del medio, las que están entre los dos pasillos. En el otro flanco están el 37-H (pasillo), el 37-I (el del medio) y el 37-J (ventanilla). Como estamos al lado del compartimento de los baños, quienes viajan en los lugares del D al G no tienen otros asientos delante, sino una pared, preparada para colgar allí unas cunitas para los bebés. Es decir, allí van los chavalitos, argentinitos nacidos en España o españolitos de sangre argentina, a que los conozcan sus familias, a que los infecten virus y bacterias y pólenes nuevos, a probar los sistemas sanitarios de la patria. Lo que no mata engorda.

En los asientos de delante de mí (36-B y 36-C) viene un matrimonio de sesenta y tantos. Justo delante de ellos está la salida de emergencia y el asiento de una de las azafatas. En los prolegómenos del viaje, el matrimonio y la azafata se hacen amigos. Hablan de la salida de emergencia. La azafata dice que, si fuera necesario, sería ella quien debería abrirla, pero el matrimonio le pide que les explique cómo se hace, por si ella no pudiera. La chica se lo explica, y después les pide que, si son ellos quienes deben abrir la puerta, que después de hacerlo la saquen a ella por ahí. «Si no puedo abrir no sé cómo estaré —dice— pero sáquenme.» 

En las postrimerías del viaje, cuando estamos a punto de salir, la mujer del matrimonio le habla a la azafata.

—Veo a las chicas con bebé y pienso que mi primer viaje, hace treinta años, lo hice con cinco y embarazada. —¡Con cinco y embarazada! —exclama la azafata—. ¿Ibas con alguien?
—Con él —la mujer señala a su marido.
—¿Adónde fueron?
—Chile, Perú, México, Disney y Nueva York. Estaba tan grande embarazada que a la vuelta no me querían dejar viajar.
—Ufff… Y ahora, decime la verdad, ahora que ya pasaron treinta años, ¿la pasaste bien viajando así?
—La pasé horrible. 

CINCO. El cuerpo me pide dormir, y duermo. Me sorprendo de poder dormir en las posturas tan incómodas que asumo, con los auriculares y la música puestos. Duermo. Mientras, ese vehículo inmenso y pesadísimo cumple una vez más el milagro de mantenerse en el aire durante doce horas, de atravesar el Atlántico, de pasarse un buen rato fuera del alcance de todos los radares del mundo, de depositarnos a todos sanos y salvos a once mil kilómetros de donde nos levantó, en otro hemisferio, en otra estación. Amanece, el sol se cuela por las ventanillas, nos despertamos, nos ofrecen el desayuno (la manteca —¿mantequilla?— es de Central Lechera Asturiana), nos avisan que en pocos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Ministro Pistarini de Buenos Aires, donde la temperatura actual es de 14 grados. Y aterrizamos, y los pasajeros —a los que veo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos— aplauden, porque somos argentinos y los argentinos hacemos esas cosas.
 
SEIS. Aeropuertos Argentina 2000. Once años pasado de moda. Doce, desde la semana que viene. Quiero salir lo antes posible del, por antonomasia, no-lugar. Me sellan el pasaporte, espero mis valijas (que ya no se llaman, por Dios, de ninguna otra forma), las paso por el último escáner, ese donde el año pasado me tiraron a la basura el queso manchego y el jamón ibérico que traía de regalo, y donde esta vez al tipo que viene detrás de mí lo paran para preguntarle por todos esos relojes… y aunque me gustaría saber cómo sigue esa historia, la dejo ahí, porque lo que más quiero es caminar la treintena de metros que me faltan y atravesar la última valla y salir y abrazar a mis viejos, y sentirme, otra vez, en casa.



3 comentarios:

patricia agustin dijo...

Bueno, entonces ¡Bienvenido a casa Cristian!

Cristian Vázquez dijo...

¡Gracias, Patricia!

susana vaquero dijo...

Dalta saber la peli .
Felices fiestas y a disfrutar el olor argentino.
susana