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Una lectura muy personal de Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo
UNO. Avisé en el Facebook que una de las primeras cosas que haría al llegar a la Argentina sería comprar el libro Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo. Lo decidí desde que me enteré de su existencia, a través de un artículo (titulado «El hincha», nada menos) de Ezequiel Fernández Moores en CanchaLlena.com del que me informó mi querida Guadalupe Diego. Tres días antes de mi viaje, volvieron a Madrid, tras visitar la patria, mis amiguísimos Feliciano y Milagros (con Manuel, el bebé más lindo del mundo), y me llevaron de regalo un libro. Me contaron que estuvieron a punto de llevarme este libro, y que no lo hicieron debido a que yo había puesto que «me lo compraría». Me daba igual, por supuesto, comprármelo o que me lo regalaran o robarlo: el caso es que quería hacerme con un ejemplar y leerlo.
Llegué a la patria el sábado 24 a la mañana y no salí de la casa de mis padres durante todo el fin de semana. El lunes fui con Ezequiel, mi hermano, al centro comercial que está en Quilmes, sobre la avenida Calchaquí, y dejé que me lo regalara.
DOS. No sabía cuándo lo iba a leer. Estoy a medio camino con una novela bastante larga sobre la que tengo que escribir una reseña y no quería interrumpirla. Pero el martes puse en el Facebook que Ezequiel me había regalado el libro y Yanina, gran hincha de River, me conminó: «Contá qué tal está». Me di cuenta entonces de que no podía postergar esa lectura.
Me devoré el libro en tres ratos. Primero, el martes a la noche; segundo, el miércoles a la tarde; tercero, la noche del viernes. Y ahora, ya en trasnoche del viernes al sábado (la compu me marca que son las 6 de la mañana, pero me lo dice en horario español: aquí son apenas las 2), escribo estas líneas. Urgentes. Me lo pide el cuerpo.
TRES. Me reí y lloré casi por partes iguales a lo largo de la lectura de Ser de River. Me reí porque está muy bien escrito, y Burgo sabe relatar la locura de ser hincha de fútbol (hincha como solo lo somos los argentinos y ciertos especímenes raros de otros lugares del mundo) con la calidad de ser un gran cronista. Lloré (es literal: se me hacía un nudo en la garganta y las lágrimas se me caían por la cara) porque el relato recorre una historia —la propia como hincha, su acompañamiento a River a lo largo de toda la última temporada en Primera, la agonía y la tristeza infinita— que también es la mía. Cuando describe su estupor y su incomprensión ante las decisiones absurdas de la conducción de una nave que no podía naufragar, son mi propio estupor y mi propia incomprensión; al detallar sus luchas desaforadas ante la calculadora y el fixture, su atención a los partidos de los equipos que peleaban el descenso con River, su sabiduría acerca de la conveniencia de que Quilmes ganara porque de esa forma llegaría con posibilidades de salvarse a la última fecha y entonces jugaría por los porotos ante Olimpo y quizás esa era la tabla de salvación de un River que no podía depender de sí mismo, esas eran mis luchas, mis cálculos, mi desesperación.
Reviví mientras leía aquellos días horrorosos en que dedicaba gran parte de mi tiempo y de mis pensamientos a imaginar lo que pasaría, enojándome con los hinchas de River que afirmaban que no podíamos descender, que me conectaba a internet a cada rato para saber si había alguna novedad, qué día y a qué hora jugaba River y cuándo sus rivales, mirando por enésima vez la tabla, dividiendo los puntos que tenía ahora All Boys u Olimpo por el total de partidos que tendrían al final del campeonato, para saber que si pierden todo lo que les queda hasta ahora, sí, todavía pueden terminar abajo de nosotros.
Las tapas de Olé de aquellos días me parecen alucinantes, en particular la del sábado nefasto en que se jugaron a la vez los cinco partidos que definían los descensos y los que jugarían la Promoción: el rostro de Jesucristo y la frase «Cambiate que entrás». Resume de una manera tan extraordinaria la angustia con la que convivimos los hinchas de River aquellos días (los hinchas de otros equipos también vivieron sus propios viacrucis, pero no puedo ni quiero decir nada sobre ellos, solo puedo hablar de nosotros, de mí). Y también la del fatídico domingo 26 de junio, el día del descenso. «Es demasiado grande», decía, con una foto que, ayudada de un efecto óptico, permitía ver el enorme Monumental que, unas horas después, quedaría devastado como en el sueño de Oesterheld.
CUATRO. Y yo estaba lejos, claro, ya lo conté, en eso mi historia es muy distinta de la de Burgo, que fue a la cancha en casi todos los partidos de la temporada. Pero la de cada hincha de River es distinta: cada uno lo vivió a su manera, cada cual procesó esa angustia y esa agonía y esa desesperación como pudo y como le salió. Como resistió.
Por eso no está mal que Burgo hable tanto durante el libro del propio libro, de sus charlas con amigos acerca del libro (por eso me permito yo hablar en este post de mi historia personal en relación con el libro que deriva en la redacción de este post), de cómo era el proyecto y cuáles eran sus objetivos al principio, de cómo eso se fue modificando, de sus dudas en el final, con la caída consumada, acerca de escribirlo o no.
Dice el autor, cerca del final, que Ezequiel Fernández Moores lo aconsejó al respecto: «No dejes que el hincha le gane al periodista. Escribí con sinceridad y tratá de emocionarme. No hay amor sin pasión y no hay pasión sin dolor. Contalo todo. Si no, no te creo. El libro tiene que ser un sentimiento».
Este post, escrito a las apuradas en la última madrugada de este horrible, horroroso, indeleble 2011, no quiere ser una reseña del libro de Andrés Burgo. Intenta ser, también, un sentimiento. Seguramente no lo consigue, pero está escrito bajo ese influjo.
CINCO. Me llevó varios meses procesar, de alguna manera, el dolor. Mi imagen de perfil en el Facebook era el escudo de River porque no podía ser otra cosa. Toleré ver el video del Tano Pasman recién en noviembre. Todos los hinchas de River somos, cada cual a su modo, el Tano Pasman. Varios días después del descenso, un amigo me preguntó cómo estaba, en general, en la vida; le respondí «ahora un poco mejor, pero estuve muy mal, muy mal»; un poco alarmado me preguntó por qué y le dije el porqué; me retó: «Boludo, es fútbol…» En ese momento no dije nada, pero ahora sé lo que tendría que haberle respondido: no es fútbol, es River. Ni más ni menos.
Ahora, seis meses después, 18 fechas del Nacional B después, segundos abajo de Instituto, habiendo perdido contra Boca Unidos, contra Aldosivi, empatado contra Defensa y Justicia, Deportivo Merlo, recuerdo de un tirón aquellos partidos que no eran partidos sino sesiones de tortura, frente a la pantalla de mi computadora en Madrid, deseando que se vea bien, que no se corte la conexión, que Marcelo Araujo por Dios pare de decir pelotudeces, y me parecen parte de una historia muy fea, muy fea, muy fea de la que fui protagonista, como una ruptura con una novia, el papelón del que te seguís avergonzando décadas después, ese dolor lacerante como un rayo que no cesa.
En mi caso, a mí que no tengo un contrato con la Editorial Sudamericana ni una charla con Ezequiel Fernández Moores, al menos en este post, el hincha le gana al periodista. Por goleada. Y muy bien que hace. En el fondo, todo este post no es más que una respuesta a ese pedido de Yanina, cuando me dijo «contá qué tal está» el libro. Así está. Leételo.
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