31 de diciembre de 2011

El hincha le gana al periodista




Una lectura muy personal de Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo

UNO. Avisé en el Facebook que una de las primeras cosas que haría al llegar a la Argentina sería comprar el libro Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo. Lo decidí desde que me enteré de su existencia, a través de un artículo (titulado «El hincha», nada menos) de Ezequiel Fernández Moores en CanchaLlena.com del que me informó mi querida Guadalupe Diego. Tres días antes de mi viaje, volvieron a Madrid, tras visitar la patria, mis amiguísimos Feliciano y Milagros (con Manuel, el bebé más lindo del mundo), y me llevaron de regalo un libro. Me contaron que estuvieron a punto de llevarme este libro, y que no lo hicieron debido a que yo había puesto que «me lo compraría».  Me daba igual, por supuesto, comprármelo o que me lo regalaran o robarlo: el caso es que quería hacerme con un ejemplar y leerlo.

Llegué a la patria el sábado 24 a la mañana y no salí de la casa de mis padres durante todo el fin de semana. El lunes fui con Ezequiel, mi hermano, al centro comercial que está en Quilmes, sobre la avenida Calchaquí, y dejé que me lo regalara.

DOS. No sabía cuándo lo iba a leer. Estoy a medio camino con una novela bastante larga sobre la que tengo que escribir una reseña y no quería interrumpirla. Pero el martes puse en el Facebook que Ezequiel me había regalado el libro y Yanina, gran hincha de River, me conminó: «Contá qué tal está». Me di cuenta entonces de que no podía postergar esa lectura.

Me devoré el libro en tres ratos. Primero, el martes a la noche; segundo, el miércoles a la tarde; tercero, la noche del viernes. Y ahora, ya en trasnoche del viernes al sábado (la compu me marca que son las 6 de la mañana, pero me lo dice en horario español: aquí son apenas las 2), escribo estas líneas. Urgentes. Me lo pide el cuerpo.

TRES. Me reí y lloré casi por partes iguales a lo largo de la lectura de Ser de River. Me reí porque está muy bien escrito, y Burgo sabe relatar la locura de ser hincha de fútbol (hincha como solo lo somos los argentinos y ciertos especímenes raros de otros lugares del mundo) con la calidad de ser un gran cronista. Lloré (es literal: se me hacía un nudo en la garganta y las lágrimas se me caían por la cara) porque el relato recorre una historia —la propia como hincha, su acompañamiento a River a lo largo de toda la última temporada en Primera, la agonía y la tristeza infinita— que también es la mía. Cuando describe su estupor y su incomprensión ante las decisiones absurdas de la conducción de una nave que no podía naufragar, son mi propio estupor y mi propia incomprensión; al detallar sus luchas desaforadas ante la calculadora y el fixture, su atención a los partidos de los equipos que peleaban el descenso con River, su sabiduría acerca de la conveniencia de que Quilmes ganara porque de esa forma llegaría con posibilidades de salvarse a la última fecha y entonces jugaría por los porotos ante Olimpo y quizás esa era la tabla de salvación de un River que no podía depender de sí mismo, esas eran mis luchas, mis cálculos, mi desesperación.

Reviví mientras leía aquellos días horrorosos en que dedicaba gran parte de mi tiempo y de mis pensamientos a imaginar lo que pasaría, enojándome con los hinchas de River que afirmaban que no podíamos descender, que me conectaba a internet a cada rato para saber si había alguna novedad, qué día y a qué hora jugaba River y cuándo sus rivales, mirando por enésima vez la tabla, dividiendo los puntos que tenía ahora All Boys u Olimpo por el total de partidos que tendrían al final del campeonato, para saber que si pierden todo lo que les queda hasta ahora, sí, todavía pueden terminar abajo de nosotros.

Las tapas de Olé de aquellos días me parecen alucinantes, en particular la del sábado nefasto en que se jugaron a la vez los cinco partidos que definían los descensos y los que jugarían la Promoción: el rostro de Jesucristo y la frase «Cambiate que entrás». Resume de una manera tan extraordinaria la angustia con la que convivimos los hinchas de River aquellos días (los hinchas de otros equipos también vivieron sus propios viacrucis, pero no puedo ni quiero decir nada sobre ellos, solo puedo hablar de nosotros, de mí). Y también la del fatídico domingo 26 de junio, el día del descenso. «Es demasiado grande», decía, con una foto que, ayudada de un efecto óptico, permitía ver el enorme Monumental que, unas horas después, quedaría devastado como en el sueño de Oesterheld.

CUATRO. Y yo estaba lejos, claro, ya lo conté, en eso mi historia es muy distinta de la de Burgo, que fue a la cancha en casi todos los partidos de la temporada. Pero la de cada hincha de River es distinta: cada uno lo vivió a su manera, cada cual procesó esa angustia y esa agonía y esa desesperación como pudo y como le salió. Como resistió.

Por eso no está mal que Burgo hable tanto durante el libro del propio libro, de sus charlas con amigos acerca del libro (por eso me permito yo hablar en este post de mi historia personal en relación con el libro que deriva en la redacción de este post), de cómo era el proyecto y cuáles eran sus objetivos al principio, de cómo eso se fue modificando, de sus dudas en el final, con la caída consumada, acerca de escribirlo o no.

Dice el autor, cerca del final, que Ezequiel Fernández Moores lo aconsejó al respecto: «No dejes que el hincha le gane al periodista. Escribí con sinceridad y tratá de emocionarme. No hay amor sin pasión y no hay pasión sin dolor. Contalo todo. Si no, no te creo. El libro tiene que ser un sentimiento».

Este post, escrito a las apuradas en la última madrugada de este horrible, horroroso, indeleble 2011, no quiere ser una reseña del libro de Andrés Burgo. Intenta ser, también, un sentimiento. Seguramente no lo consigue, pero está escrito bajo ese influjo.

CINCO. Me llevó varios meses procesar, de alguna manera, el dolor. Mi imagen de perfil en el Facebook era el escudo de River porque no podía ser otra cosa. Toleré ver el video del Tano Pasman recién en noviembre. Todos los hinchas de River somos, cada cual a su modo, el Tano Pasman. Varios días después del descenso, un amigo me preguntó cómo estaba, en general, en la vida; le respondí «ahora un poco mejor, pero estuve muy mal, muy mal»; un poco alarmado me preguntó por qué y le dije el porqué; me retó: «Boludo, es fútbol…» En ese momento no dije nada, pero ahora sé lo que tendría que haberle respondido: no es fútbol, es River. Ni más ni menos.

Ahora, seis meses después, 18 fechas del Nacional B después, segundos abajo de Instituto, habiendo perdido contra Boca Unidos, contra Aldosivi, empatado contra Defensa y Justicia, Deportivo Merlo, recuerdo de un tirón aquellos partidos que no eran partidos sino sesiones de tortura, frente a la pantalla de mi computadora en Madrid, deseando que se vea bien, que no se corte la conexión, que Marcelo Araujo por Dios pare de decir pelotudeces, y me parecen parte de una historia muy fea, muy fea, muy fea de la que fui protagonista, como una ruptura con una novia, el papelón del que te seguís avergonzando décadas después, ese dolor lacerante como un rayo que no cesa.

En mi caso, a mí que no tengo un contrato con la Editorial Sudamericana ni una charla con Ezequiel Fernández Moores, al menos en este post, el hincha le gana al periodista. Por goleada. Y muy bien que hace. En el fondo, todo este post no es más que una respuesta a ese pedido de Yanina, cuando me dijo «contá qué tal está» el libro. Así está. Leételo.


25 de diciembre de 2011

Crónica de un viaje a casa




UNO. Los sigo viendo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos: los argentinos que viven en España. Basta escucharlos hablar para reconocerlos. Su acento es argentino pero mechan palabras del léxico español, entonces los chicos son chavalitos, los colectivos son autobuses, las valijas son maletas. Sobre todo si tienen hijos, chavalitos que han nacido y vivido sus por ahora cortas vidas en España, moviéndose casi siempre en esa especie de territorio argentino en España, como una embajada, que constituye la casa de cada uno de los nuestros que vive allá. Y digo allá porque estoy acá, de este lado, en el patio de la casa de mis viejos, en Florencio Varela, en un día fresco del verano austral, un poco resfriado por el frío que habré tomado en algún día del poco frío invierno boreal que abandoné hace unas cuarenta horas, más o menos.

DOS. Y si una casa en la que viven compatriotas se transforma en una embajada a nivel privado, los mismo ocurre, pero en el ámbito de lo público, con un avión de Aerolíneas Argentinas. Basta que entrés en él —el vuelo AR1133, un Boeing 747-400 que parte de la T1 de Barajas a las 22.05 y llega a Ezeiza a las 6.30 (hora local) del día siguiente: así es casi siempre que vengo— para que se sientas en casa: toda la tripulación te habla en argentino puro, de verdad, no ese que hablan los argentinos en la cola del check-in (ventanillas 161 a 165 en Barajas) entre maletas, chavalitos y cosas así.

TRES. Mi asiento es el 37-C. Pasillo. A mi lado viene una pareja alemana (o austríaca, vaya a saber: germanoparlantes), cuarenta y pico, ella en el 37-A (ventanilla), el brazo tatuado desde el hombro hasta la muñeca, él en el 37-B (el del medio), piercing en la nariz, libro que abrirá y cerrará y guardará en el bolsillo del asiento de adelante y volverá a sacar de allí unas 67 veces a lo largo del viaje. Cuando nos ofrecen la cena («¿carne o pollo?»), ella dice: «Only drink. Beer», y la azafata les planta dos latas de Isenbeck. ¿Qué opinarán estos viajeros de la tierra de la cerveza de este brebaje autóctono? No lo sabremos, pero tenemos un indicio: cuando la azafata vuelve a pasar, retirando los restos de la comida y ofreciendo café o té, la alemana tiene claro lo que quiere: «Other beer». Y el segundo par de latas se los bajan con el mismo fervor patriótico.

Yo pedí una bebida que en España escasea debido a su poco éxito: Sprite. La Sprite española, por cierto, al igual que la Fanta, son más feas que las argentinas. O al menos mi gusto en cuanto a gaseosas (refrescos, dirían los argentinos que viven en España) está formado con los sabores argentinos. Así que pedí Sprite cuando la azafata me preguntó qué quería para tomar. Para tomar, no para beber, porque la azafata habla en argentino del puro. Las cosas como son.

CUATRO. Los asientos del 37-D al 37-G corresponden a las cuatro hileras del medio, las que están entre los dos pasillos. En el otro flanco están el 37-H (pasillo), el 37-I (el del medio) y el 37-J (ventanilla). Como estamos al lado del compartimento de los baños, quienes viajan en los lugares del D al G no tienen otros asientos delante, sino una pared, preparada para colgar allí unas cunitas para los bebés. Es decir, allí van los chavalitos, argentinitos nacidos en España o españolitos de sangre argentina, a que los conozcan sus familias, a que los infecten virus y bacterias y pólenes nuevos, a probar los sistemas sanitarios de la patria. Lo que no mata engorda.

En los asientos de delante de mí (36-B y 36-C) viene un matrimonio de sesenta y tantos. Justo delante de ellos está la salida de emergencia y el asiento de una de las azafatas. En los prolegómenos del viaje, el matrimonio y la azafata se hacen amigos. Hablan de la salida de emergencia. La azafata dice que, si fuera necesario, sería ella quien debería abrirla, pero el matrimonio le pide que les explique cómo se hace, por si ella no pudiera. La chica se lo explica, y después les pide que, si son ellos quienes deben abrir la puerta, que después de hacerlo la saquen a ella por ahí. «Si no puedo abrir no sé cómo estaré —dice— pero sáquenme.» 

En las postrimerías del viaje, cuando estamos a punto de salir, la mujer del matrimonio le habla a la azafata.

—Veo a las chicas con bebé y pienso que mi primer viaje, hace treinta años, lo hice con cinco y embarazada. —¡Con cinco y embarazada! —exclama la azafata—. ¿Ibas con alguien?
—Con él —la mujer señala a su marido.
—¿Adónde fueron?
—Chile, Perú, México, Disney y Nueva York. Estaba tan grande embarazada que a la vuelta no me querían dejar viajar.
—Ufff… Y ahora, decime la verdad, ahora que ya pasaron treinta años, ¿la pasaste bien viajando así?
—La pasé horrible. 

CINCO. El cuerpo me pide dormir, y duermo. Me sorprendo de poder dormir en las posturas tan incómodas que asumo, con los auriculares y la música puestos. Duermo. Mientras, ese vehículo inmenso y pesadísimo cumple una vez más el milagro de mantenerse en el aire durante doce horas, de atravesar el Atlántico, de pasarse un buen rato fuera del alcance de todos los radares del mundo, de depositarnos a todos sanos y salvos a once mil kilómetros de donde nos levantó, en otro hemisferio, en otra estación. Amanece, el sol se cuela por las ventanillas, nos despertamos, nos ofrecen el desayuno (la manteca —¿mantequilla?— es de Central Lechera Asturiana), nos avisan que en pocos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Ministro Pistarini de Buenos Aires, donde la temperatura actual es de 14 grados. Y aterrizamos, y los pasajeros —a los que veo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos— aplauden, porque somos argentinos y los argentinos hacemos esas cosas.
 
SEIS. Aeropuertos Argentina 2000. Once años pasado de moda. Doce, desde la semana que viene. Quiero salir lo antes posible del, por antonomasia, no-lugar. Me sellan el pasaporte, espero mis valijas (que ya no se llaman, por Dios, de ninguna otra forma), las paso por el último escáner, ese donde el año pasado me tiraron a la basura el queso manchego y el jamón ibérico que traía de regalo, y donde esta vez al tipo que viene detrás de mí lo paran para preguntarle por todos esos relojes… y aunque me gustaría saber cómo sigue esa historia, la dejo ahí, porque lo que más quiero es caminar la treintena de metros que me faltan y atravesar la última valla y salir y abrazar a mis viejos, y sentirme, otra vez, en casa.



5 de diciembre de 2011

Filias y fobias




Una lectura de Era el cielo, de Sergio Bizzio (Interzona, Buenos Aires, 2007, y Caballo de Troya, Madrid, 2009)

El comienzo de Era el cielo encierra la violencia de un cross a la mandíbula: «Cuando llegué, dos hombres violaban a mi mujer». Dice la contratapa de la edición española que «una novela que empieza con esta frase está condenada a ser una birria comercial o a ser una obra maestra»; el texto del editor no lo afirma, pero permite entender que le cabe con mucha mayor justeza la segunda calificación que la primera. Aquí lo diremos de este modo: lo difícil, tras esa frase que atrapa y sacude por la sencillez de la prosa y la brutalidad de lo narrado, es lograr que lo que venga después esté a la altura de las expectativas generadas. Y Bizzio lo logra.

El personaje central y narrador de la novela, ese que al volver a casa se encuentra con dos tipos vejando a su esposa, es un hombre que tiene miedo. O mejor dicho, miedos, en plural: miedo a la muerte, a los aviones, a la locura, a las enfermedades, a las amputaciones… y a otras treinta y tantas cosas, según la lista que él mismo redacta en un pasaje de la novela (y hay más, claro, que se descubren a lo largo de la historia). Uno de esos miedos (o una de las formas de su Miedo) es el que le impide intervenir en la desgarradora escena central. Y la novela no es otra cosa que el camino del innominado personaje-narrador en busca de derrotar esos miedos, de dejarlos atrás.

Tres relaciones determinan la historia: dos de ellas se excluyen y la otra es su hilo conductor. Las primeras son relaciones de pareja: por eso se excluyen; la tercera es la del personaje con Julián, su hijo, el niño que lo ve todo con la ingenuidad y la lucidez que sólo tienen los ojos de un niño, y que es capaz de preocuparse porque su papá «no tiene nada», que no quiere un hermanito porque éste se comería lo que le gusta a él, que pregunta de pronto si todas las personas que hay ahora en el mundo se van a morir y que se enoja cuando su papá lo llama por teléfono, porque no le gusta hablar con su papá cuando está mirando los dibujitos.

MALDITA TV

En esta novela —al igual que en Realidad, la otra novela de Bizzio que se publica por estos días en España— el autor habla de un mundillo que conoce muy bien por propia experiencia: la televisión. Él mismo afirmó que Era el cielo está basada en ciertos sucesos de su vida personal. No cuesta mucho ver o imaginar elementos autobiográficos en el personaje del narrador, un guionista de telenovelas y series de TV que, cuando reseña las estadísticas de su producción, apunta: «En los últimos 15 años, como guionista, yo había escrito, directa o indirectamente, a razón de 20 libros semanales de 40 páginas cada uno durante 10 meses del año, un total de 120.000 páginas».

En otro pasaje, cuando alguien le pregunta a qué se dedica, el protagonista responde: «Soy guionista de televisión», a lo que el otro replica: «Lo siento». Entrevistado por Teína en 2006, poco antes de la publicación original de la novela en la Argentina, Bizzio soltaba un lamento parecido: «El año pasado, que escribía un programa diario, hasta soñaba con la televisión. Y no es lindo soñar con Osvaldo Laport. No es lo que quiero para mis sueños».

MANUAL DE FUNCIONAMIENTO DE UNA NOVELA

Y ya que hablamos de su publicación en la Argentina: ésta suscitó una suerte de mini polémica en los blogs argentinos, luego de que Mariana Enríquez lo criticara en Página/12 acusándola de «novela a medio terminar, con un narrador perezoso que olvida personajes por el camino y carece de herramientas técnicas o emocionales para profundizar». Más allá del elogio de Maximiliano Tomas en su blog (ya offline), la respuesta más fuerte al comentario de Enríquez fue la respetada palabra de Quintín, quien —sin haber leído Era el cielohabló en contra de los criterios y preceptos de los que partía la lectura de Enríquez.

Dice Quintín:

A mí, la idea de que un escritor tenga o deba tener «herramientas técnicas» y «herramientas emocionales» para «profundizar» me causa un poco de gracia. […] Los escritores escriben, no arman heladeras cuyo funcionamiento se puede controlar con un manual. […] En todo caso, puede ser una idea para el propio trabajo, una elección derivada de la psicología de cada uno, pero tiene algo de policial cuando se le exige a los demás, sobre todo desde la crítica. Aunque me temo que la crítica evoluciona cada vez más hacia ese tipo de medición brutal de una calidad previamente pautada. Lo que lleva a la simplificación y a la ceguera. Olvidarse un personaje, por ejemplo, puede ser un error grave, una omisión sin importancia o un postulado literario. Depende del caso. Ser errático, a su vez, es maravilloso en Sterne y penoso en Sabato.

Un comentario en el post de Quintín plantea: «La eterna discusión Aira-Piglia se reproduce a través de sus descendientes, ¿no?». En tal dicotomía, Aira representa la literatura de la soltura y la poca corrección, versus el trabajo arduo de hipercorrección simbolizado por los textos de Piglia. Si ese fuera el caso, Bizzio formaría parte del bando de Aira. Pero hay mucho más, claro. Si la discusión pudiera reducirse a eso, todo este texto no tendría sentido.

Para cerrar esta digresión quizá injustificada: Enríquez lee mal la novela de Bizzio. Al menos desde un punto de vista claramente objetivo, ya que se equivoca al glosar el argumento de la novela: ésta se divide en tres partes, la segunda de las cuales se ubica cronológicamente antes que la primera. Y de eso la comentarista no se dio cuenta. Quizá por eso —entre otras cosas— le parece tan malo lo que a nosotros nos parece tan bueno.

HORAS DE VUELO

Uno de los personajes de la novela, hablando a través del portero eléctrico, dice:

—Che… —pausa—. Che… —pausa—. Dale, che… —pausa—. Che, atendé… —pausa larga—. Che, ¿me oís?

Es una muestra, una de las más claras, de la capacidad de Bizzio para retratar diálogos y pequeños comportamientos cotidianos de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires de comienzos del siglo XXI. Entenderla no es difícil; quizá sí lo es captar su exacto sentido para quien no tenga en el oído el habla de Buenos Aires. En cualquier caso, Caballo de Troya está haciendo mucho por acercar a los escritores de aquel lado a estas tierras (Era el cielo y Realidad, de Bizzio, Las primas, de Aurora Venturini, y Opendoor, de Iosi Havilio, todos argentinos, son sus publicaciones más recientes).

El personaje de la novela tiene que superar el miedo a volar para hacer un viaje, por trabajo, a Madrid. Dos años después de su publicación en Buenos Aires, como si ella misma hubiera debido hacer un curso para animarse a surcar los aires, la novela se publica en Madrid. Quien pueda, que se embarque en ella y sume horas de vuelo.


Este texto, al igual que la reseña de la otra novela de Sergio Bizzio mencionada aquí, Realidad, se iba a publicar en el Nº 21 de la revista Teína, allá por abril de 2009. De ahí que algunos datos resulten hoy anacrónicos o no se correspondan con la realidad. Hasta ahora permanecía inédito.

29 de noviembre de 2011

Ensayo y error de ficción paranoica




Una lectura de Un hombre llamado Lobo, de Oliverio Coelho (Duomo Ediciones, 2011). (Texto publicado originalmente en la revista Letras Libres, edición México, Nº 155, noviembre de 2011.)

La famosa afirmación de Ricardo Piglia acerca de que «en el fondo todos los relatos cuentan una investigación o un viaje» se aplica por partida doble a la novela Un hombre llamado Lobo, de Oliverio Coelho. Se narran viajes que consisten, a su vez, en investigaciones. En dos sentidos: por un lado, buscan desentrañar el misterio de la desaparición de una persona; por otro, indagan en el alma del propio viajero.

Más interesante aún resulta la lectura de esta novela a la luz de un microensayo de Piglia insertado en su última obra de ficción, la tan valorada Blanco nocturno. «Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica», propone el autor:

Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato.

La novela de Coelho se ajusta de un modo curiosamente preciso a esta definición. Estructurada sobre dos líneas de tiempo (la principal comienza a fines de los años ochenta, la otra dos décadas más tarde), sus protagonistas  son dos hombres que, en busca de alguien, dejan atrás la ciudad y su pasado. Silvio Lobo y su hijo Iván son víctimas que, al encarar el viaje, se convierten también en investigadores, se enfrentan a indicios cuyo sentido no terminan de comprender, y sin embargo actúan como si lo hicieran.

En la historia aparece un detective, Marcusse, que representa una versión paródica y grotesca de la figura del detective clásico: su decadencia. Obsesionado con el estudio de la ruleta, está convencido de que ese juego, al igual que los casos policiales, se pueden desentrañar si se realizan los cálculos correctos. Carga consigo un libro en que

están registrados todos los movimientos, cada detalle del pasado, la memoria de Dios: números y números. No es cuestión de suerte.

¿Ha enloquecido quijotescamente de tanto leer novelas policiales en que los crímenes se resuelven con la mera especulación analítica? Lo cierto es que los nuestros ya no son los tiempos de Auguste Dupin. Dios no juega a los dados porque ni siquiera él está seguro de si va a ganar. Y así es como Marcusse, el detective del policial clásico, se desdibuja en la ficción paranoica hasta desvanecerse como un fantasma...

Por lo demás, los personajes de la novela responden a una suerte  de estereotipado destino tanguero: los que desempeñan un papel activo son casi todos hombres, condenados (de un modo bastante ingenuo) a sufrir por el abandono de las mujeres. De hecho, fundan la patética «Sociedad Protectorade Hombres Solos y Maltratados». Uno de ellos intenta abandonar a su mujer pero fracasa porque lo alcanza poco antes de que él aborde el autobús; finalmente será ella quien lo deje... Los hombres no dejan de sentirse solos pese a las confraternidades que establecen. Sobre todo los protagonistas, que recorren pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires convertidos en «extranjeros», centro de la desconfianza y la hostilidad de quienes los rodean. En su adaptación a ese entorno –y no en su talento paralos razonamientos y las deducciones– estriba su capacidad investigativa.

Esta es la sexta novela de Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977), muy ponderado por obras anteriores como la «trilogía futurista» conformada por Los invertebrables, Borneo y Promesas naturales, e incluido en la lista de los mejores narradores en español confeccionada el año pasado por la revista Granta. Pero teniendo en cuenta que la mayoría de esos elogios destacan sobre todo la «relación privilegiada» del autor con el lenguaje, después de leer esta novela no puede uno sentir más que sorpresa. Más allá de sus búsquedas y aciertos formales, Un hombre llamado Lobo deja mal sabor de boca si se atiende a los momentos en que la coherencia interna chirría (un bebé de pocos meses al que su padre deja solo durante horas, una persona toma un autobús una mañana en que se nos ha dicho que ya no había más autobuses), a lo forzado de sus diálogos (parecen extraídos del guion de cualquier película mala), a los lugares comunes («que rastrear a su hijo equivaliera a buscar una aguja en un pajar») y, sobre todo, a lo desparejo de su registro que deja hecha jirones la voz y la verosimilitud del narrador. Por eso, lo recomendable será leer Un hombre llamado Lobo a través del tamiz de las propuestas de Piglia, y considerarla un ensayo, parte de la búsqueda de una forma que adapte el policial (el género que mejor ha explicado nuestras sociedades en el último siglo y medio) a nuestro tiempo y espacio. Lo mejor, sin duda, está por venir.
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24 de noviembre de 2011

Ezeiza, 27 de agosto de 2007




Los días que vivimos en peligro es un libro editado por Emecé en 2009, en el que 16 escritores argentinos ofrecen textos relacionados con sendos acontecimientos recientes de la historia del país: desde la Guerra de Malvinas hasta el llamado «conflicto del campo», pasando por el Juicio a las Juntas, los saqueos y la hiperinflación del 89, la voladura de la AMIA y las muertes de Kosteki y Santillán. Todos los hechos ocurrieron en la Argentina, a excepción de uno: los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos.

El texto relacionado con el 11-S es un cuento de Hernán Iglesias Illa titulado «Las dos vidas de Maxi Kaplan». Narra la historia de Maximiliano Kaplan, un argentino que debió morir en los atentados (trabajaba en una de las Torres Gemelas), pero que se salva de casualidad y, en ese momento de estupor y shock, decide empezar de nuevo. Pero empezar de nuevo de verdad: arroja su teléfono al río, quema sus documentos, hace creer a todos sus seres queridos que ha muerto, se inventa un nombre, una nacionalidad, una religión… La historia –sobre la que se está preparando una película– es una ficción basada en el hecho de que, diez años después, quedan todavía por identificar los restos de 1.122 víctimas de los atentados. Hernán Iglesias Illa, residente en Nueva York desde 2004 y conocido por su faceta como cronista (ha publicado en revistas como Etiqueta Negra, Brando, Rolling Stone, Esquire y Vanity Fair), escribe un excelente relato con forma de crónica que podría pasar como una historia verídica para cualquier desprevenido, aunque él mismo admitió que «Las dos vidas…» es su «único texto de ficción publicado».

UN RELATO QUE TENGO QUE ESCRIBIR

El texto de Iglesias Illa me recordó algo curioso que me ocurrió a mí y que hace poco comenté por primera vez con alguien. Con L. Ella me dijo: «Tienes que escribir un relato con esto». Hasta ahora no se me ha ocurrido la forma de ese relato. Quizá contar los hechos aquí me ayude.

Es simple. E1 14 de agosto de 2007 fue secuestrado en Monte Grande un abogado tocayo mío: un tal Cristian Vázquez. El hombre estuvo desaparecido durante un par de semanas, hasta que la policía encontró su cadáver en un descampado de Ezeiza el lunes 27 de agosto. Precisamente ese día, lunes 27 de agosto de 2007, fue el día en que me fui de la Argentina para vivir en España. ¿Desde dónde sale uno de la Argentina? Desde un descampado de Ezeiza, claro.

Eso es lo que hay. Eso, y que cuando uno googlea «cristian vazquez» obtiene 4.400.000 resultados, pero entre los primeros aparece un artículo de La Nación titulado «Encontraron el cuerpo del abogado Cristian Vázquez», y la fecha, 27 de agosto de 2007, y el lugar, Ezeiza. Como si la web conspirara para que no me olvide del momento en que decidí, a mi manera (muy distinta a la de Maxi Kaplan), empezar de nuevo.




Algunos posts atrás hablaba de las coincidencias que suelen aparecer en nuestro itinerario de lecturas. Leemos dos libros consecutivamente sin tener idea de las relaciones (explícitas o no) que existen entre ellos. Estas coincidencias muchas veces también aparecen, desde luego, en distintos ámbitos de nuestra vida. Este es un ejemplo. Como ya lo señalé la vez pasada, a mí me gusta pensar en estas coincidencias como en señales, aunque su significado nos sea por completo inasible. No las entendemos, pero tenemos que estar atentos a ellas.

Por cierto: si alguien quiere hacerme llegar ideas y sugerencias para el relato que «tengo que escribir» basado en estos hechos, todas serán bienvenidas.

11 de noviembre de 2011

La concha de Cinthia Fernández




UNA CHARLA

Noche del viernes 7 de octubre. Círculo de Bellas Artes, Madrid. Acaba de concluir el acto de celebración por el décimo aniversario de la edición española de la revista Letras Libres. Han mantenido una conversación abierta al público Enrique Krauze, director de la publicación, y Mario Vargas Llosa; ahora ha llegado el momento de charlar un poco mientras nos tomamos unos vinos y comemos unos canapés. En efecto, unos minutos atrás mi amigo Feliciano y yo hemos estrechado la mano e intercambiado algunas frases con el Premio Nobel peruano. Ahora estamos dialogando con el cronista chileno Juan Pablo Meneses y con un joven y reconocido escritor argentino. Nuestra conversación no versa sobre literatura, ni sobre publicaciones culturales, ni sobre política o economía, ni siquiera sobre música o fútbol. Nada de eso. Estamos hablando de la concha de Cinthia Fernández.

¡LA PALABRA!

Supongo que no hay problema en usar esa palabra, esa mala palabra —«concha», digo—, después de que el video del Tano Pasman haya sido reproducido casi 8 millones de veces en YouTube. Y de que sea el insulto que suelta Messi cada vez que no le cobran un penal en el Barcelona, ante los ojos de millones en todo el mundo. Y de que ese término —y no vagina, ni coño, ni chocho, ni cajeta, ni cachucha, ni ninguno de su infinidad de sinónimos— haya sido trending topic en Twitter. Concha: esa es la parte del cuerpo que se le había visto a Cinthia Fernández en ShowMatch, el programa de Marcelo Tinelli. La concha.

La polémica estuvo servida desde las 22.30 (hora en que fue emitida la escena, es decir, media hora dentro del horario de protección al menor) del lunes 3 de octubre. El segundo que duró la escena en que esta chica dejó ver, en teoría de manera involuntaria, la más íntima de sus partes fue el segundo más repetido y más comentado de la TV durante varios días. No solo los medios locales se hicieron eco: también la prensa internacional. Por ejemplo, aquí en Madrid, el periódico de derecha El Mundo le dedicó un artículo al acontecimiento. ¡La concha!

LA TV Y SUS LÍMITES

Todas las discusiones generadas pasan por determinar si es un atentado contra la ética y la moral que durante un segundo se vea lo que se ve, por televisión abierta, a las diez y media de la noche (insisto: cuando había transcurrido media hora desde el inicio del horario de protección al menor, momento a partir del cual —como todos lo hemos memorizado a fuerza de escucharlo noche tras noche durante décadas— la permanencia de los niños frente al televisor es exclusiva responsabilidad de los señores padres). Enseguida arrecian las críticas, los pedidos de multas y sanciones, los llamados al boicot y otras manifestaciones de indignación.

Digo yo: las leyes están ahí, y se supone que para ser cumplidas, y es probable que haya sanciones contra el programa o la productora o el canal o contra todos ellos; es más, también es probable que todo el asunto no sea más que un tinglado, una farsa preconcebida hasta en sus más finos detalles, y que todo provenga de la creatividad de los guionistas: el «accidental» plano de frente (¡la concha!) cuando debió ser de perfil, las explicaciones de la chica en el programa, su posterior pedido de disculpas a través de Twitter…

En cualquier caso, la discusión ya no puede ser esa. No debería ser esa. En los tiempos en que vivimos, de intercomunicación digital, de redes sociales y teléfonos inteligentes y tabletas táctiles y YouTube y sitios porno al alcance de cualquiera, de telenovelas a las cuatro de la tarde con escenas increíblemente «subidas de tono» (por usar una expresión de nuestras abuelas), de Tano Pasman y libre circulación de malas palabras (ibídem)… ¿no es acaso lo normal que el programa que marca tendencia en la TV se vea obligado a superar cada vez más límites? Si esa noche a Cinthia Fernández no se le hubiera visto la concha, nadie —excepto los panelistas de los programas-satélite— habría hablado de ella, pese a que todos los demás componentes de su actuación (los movimientos sensuales, el hilo dental que lleva por tanga, el topless) resultaban escandalosos unos pocos años atrás.

¿Qué será lo próximo? Me atrevo a arriesgar: una pareja tendrá sexo detrás de un velo y los telespectadores solo podremos ver las sombras de sus siluetas, y los mentados panelistas se devanarán los sesos (si cabe) tratando de determinar si hubo o no hubo penetración. ¡La concha!

ALLÁ EN EL HORNO

Y ojo: no estoy diciendo que me parezca bien. Solo señalo que me parece normal. A un medio con contenidos tan degradados como la televisión, que ve cada vez más amenazado su dominio en el mundo del entretenimiento hogareño ante el crecimiento geométrico de internet, no le queda otra que exprimir sus fórmulas hasta que no den más de sí. Todo el (pan y) circo montado en torno a la concha de Cinthia Fernández, de la que hablamos todos, incluso los periodistas y escritores reunidos para celebrar el aniversario de Letras Libres, es una expansión más de los límites del formato. ¿Hasta dónde podrán expandirse esos límites antes de que la tele reviente? Esa es la cuestión. Mientras, todos seguimos dando vueltas alrededor. Este artículo, de hecho, podría haberse titulado «Del desnudo y los límites de la televisión», o algo así; en tal caso hubiera tenido muchos menos lectores. Ya lo verán: no pasará mucho para que aparezca en las columnitas de post más leídos acá a la derecha del blog. Como dijo Discepolín: dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo’ a encontrar…
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1 de noviembre de 2011

Bolaño, ese soldado de Salamina




La novela Soldados de Salamina —de Javier Cercas, publicada en 2001— está dividida en tres partes. Es una muy buena novela gracias a la tercera, y esta tercera es muy buena gracias a Roberto Bolaño, quien no solo hizo buenas novelas propias sino también ajenas.

DESBANDADA

El resumen que aparece en la contratapa de la edición que leí dice lo siguiente:
Un joven periodista indaga en un episodio ocurrido en los meses finales de la guerra civil española, cuando las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa y se toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre estos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, que no sólo logra escapar del fusilamiento, sino que, cuando salen en su busca, un soldado anónimo le encañona y, en el último momento, le perdona la vida. Sánchez Mazas nunca olvidará a aquel soldado que no lo delató.

La novela está narrada en primera persona por el alter ego del autor; demasiado poco alter, la verdad, ya que se llama igual que él y sus biografías parecen coincidir de un modo puntilloso. En la primera parte, Cercas cuenta la manera en que conoce la historia, la investigación que encara, cómo accede a más información, las entrevistas que realiza, etc., y su decisión de escribir la historia de Sánchez Mazas. La segunda es precisamente esa historia narrada por él.

Las dos primeras partes no me gustaron. Sufren el lenguaje engolado del narrador, un estilo farragoso, con frases demasiado largas que se desinflan por la mitad y llegan al final con la lengua afuera, como atletas deshidratadas, que ocasionan el mismo efecto en el lector.

Para colmo, el narrador se empeña en una distinción falaz. En el final de la primera parte, le pide una excedencia al director del periódico en el que trabaja; el jefe le espeta:
—¿Qué? ¿Otra novela?
—No. Un relato real.

¿Qué clase de oposición es esa? Que un relato sea una novela no depende de si lo que cuenta ha ocurrido realmente, sino de la manera en que se lo narra. La disyuntiva novela/relato real es falsa; lo que en realidad se puede plantear es relato de ficción/relato real.

Por todo esto, llegué bastante cansado al final de la segunda parte. Por suerte, todavía me esperaba la tercera.

TODOS LOS BUENOS RELATOS

Es entonces cuando aparece Roberto Bolaño, que llega como un superhéroe a salvar la novela. Y esto es literal. El narrador está disconforme con el resultado de su relato; vuelve a dedicarse al periodismo y, por encargo del periódico, debe entrevistar al autor de Los detectives salvajes. Es el año 2000: Bolaño ya ha ganado el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos; está viviendo lo que en términos bíblicos podríamos llamar «su vida pública». En un momento le pregunta a Cercas si está escribiendo una novela, y el narrador responde:
—No es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Es un relato real.
—Da lo mismo. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es lo único que cuenta.

Gracias, Roberto. Ahí uno siente que la novela, que venía perdiendo feo por puntos, mete una piña bien puesta y se sorprende al darse cuenta de que, sí, faltan todavía unos rounds, todavía el nocaut es posible.

PARA ESCRIBIR NOVELAS

Otro uppercut magistral:
—Ya no escribo novelas. He descubierto que no tengo imaginación.
—Para escribir novelas no hace falta imaginación. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

HÉROES

De alguna manera, la novela trata de la búsqueda de un héroe. No diré más para no arruinar la intriga (bastante he contado ya, creo), pero volveré a citar a Bolaño. Al final de la entrevista que le hace Cercas, dice que supone que el expresidente chileno Salvador Allende fue un héroe.
—¿Y qué es un héroe? —plantea Cercas.
—No lo sé. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Esa respuesta genera un interesante contrapunto con lo que dice otro personaje, cerca del final:
—En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas… Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o cuando los matan. Y los héroes de verdad sólo nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos.

AUNQUE LA MANO VENGA CAMBIADA

Soldados de Salamina fue publicada en 2001. Roberto Bolaño estaba vivo. Enfermo pero vivo, escribiendo sin parar, como un loco, como un alucinado, como el boxeador que ha recibido un terrible castigo pero acaba de descubrir que queda un resquicio para la victoria.

Y gana, claro. No solo en su propia vida sino en las novelas ajenas.
—No lo sé —responde Cercas cuando Bolaño le pregunta qué es para él un héroe—. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente.
—Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe. Personas decentes hay muchas: las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. Yo creo que en el comportamiento de un héroe hay algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración.

Es entonces cuando Bolaño aplica su golpe de nocaut, cubriéndose de gloria.
—Ahora me acuerdo de otra historia —dice—. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

El estilo de Bolaño es su victoria. En la manera en que cuenta esta historia que ha leído en la prensa le da al narrador una lección de cómo narrar, despojada de florituras, barroquismos, arabescos y subordinaciones desangeladas.

Como decía al principio: Bolaño no solo hizo buenas sus novelas propias, sino también esta ajena. Y cuántas otras, gracias a enseñanzas como esta, contribuirá también a mejorar. Quizá sea verdad que los héroes solo nacen y mueren en la guerra, pero para quienes vivimos en la literatura, cuyas batallas cotidianas están más vinculadas con un adverbio o una conjugación que con obuses y municiones, los héroes también nacen y mueren en las páginas de los libros. Bolaño es —y seguirá siendo— un soldado de Salamina, capaz de vencer aunque la mano venga cambiada. El cabrón es un héroe.

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27 de octubre de 2011

El abrazo

Algo así como un cuento basado en hechos reales



Dos años, Gabriel, me parece mentira que hayan pasado casi dos años ya desde el día en que decidiste irte. Me acuerdo de esa mañana, estaba en la que era mi casa de Madrid, preparándome —es un decir— para ir a las fiestas de San Fermín, en Pamplona, que habían empezado el día anterior, y me lo dijo por chat María Noel, por el chat de Gmail. Yo no lo podía creer, ella se enteró por el blog de Sonia Budassi, yo no lo conocía mucho, me dijo, pero me imaginé que vos sí, y entonces le conté que me escribía con vos cada tanto, que estábamos en contacto desde que te había entrevistado un par de años atrás, que habías leído mis cuentos y que te habían gustado, y María Noel me puso que se ve que era un tipo bastante amable, porque Sonia en su blog decía algo parecido. Recupero aquel chat poniendo tu apellido en el buscador de Gmail. Termina con una frase mía: pero qué manera de morirse gente polenta, che. Te entrevisté allá por febrero de 2007, en la que era tu oficina en el Pasaje Dardo Rocha, La Plata, tu ciudad de toda la vida. Los e-mails que nos intercambiamos desde entonces me bastaron para darme cuenta de la clase de persona que eras, lo buen tipo que eras, y no porque te hayas muerto, como parece que se convierten en buenas personas todos los que se mueren, sino porque de verdad lo eras, se notaba y la gente lo decía y lo dice. Se notaba en gestos, en que hubieras leído mis cuentos, que te llevé impresos en un manojo de papeles la vez de la entrevista y que te dejé con la poca esperanza con que los aprendices les dejamos el fruto de nuestro esfuerzo a los escritores consagrados. Te reirías, je, si me escucharas eso de escritores consagrados, lo repetirías con sorna, torciendo un poco la boca y pidiéndome que hablase más bajo, a ver si me escuchan. Te dejé los cuentos y me fui, contento con mi entrevista, que publicaría más tarde la revista Teína. Eran esos tiempos que recuerdo hoy como un poco raros (aunque no sabría definir por qué raros) previos a mi partida hacia España, y casi me olvidé de que te había dejado esos cuentos, mensajes atados a las patas de una paloma liberada, botellas al mar. Hasta que un par de meses después me llegó tu correo, que empezaba diciendo: «No me olvidé, estuve leyendo los cuentos en los tiempos que me quedaban. Te iba a escribir la semana pasada, pero tampoco tuve espacio. Quería hacerlo tranquilo, sin prisa…» Releo este mensaje tuyo ahora y de nuevo siento aquella gratitud, y me alegro de por fin haber empezado a escribir, casi dos años después, este texto que, de alguna manera, te debo. O quiero deberte, más bien. No fue solo que leyeras mis cuentos, y que te tomaras el trabajo de escribirme tu opinión acerca de ellos, y que tu opinión fuera tan generosa: unos meses después, en agosto, te conté en un mail que había decidido venirme a España y te proponía pasar a verte, y nos vimos, seis días antes de mi viaje, nos tomamos un café en el Café de las Artes, que está en el propio Pasaje Dardo Rocha, y me diste algunas recomendaciones y contactos y datos para moverme por Madrid… El rato que compartimos ese mediodía de agosto —que recuerdo como soleado y frío— fue la segunda y última vez que nos vimos. Hablamos, también, de la entrevista que yo le había hecho poco antes a Ricardo Piglia (que también se publicaría en Teína semanas después), me contaste tus recuerdos de la jornada en que le dieron el Premio Planeta por Plata quemada, vos que —al igual que Gustavo Nielsen— también fuiste finalista, con la sinestésica y ensenadense Virgen. Los contactos siguientes fueron ya por mail, o por casualidad, podría decir, como cuando descubrí en el diario El Día una reseña elogiosa de Támesis y Otros Cuentos, el librito que me había publicado la Editorial de la Universidad de La Plata, y tiempo después me contaste que el autor de la reseña habías sido vos. «Una historia que sugiere que la experiencia es una suma fortuita de nimiedades, imprevistos y desencuentros», escribiste entonces, entre otras palabras amigas. «¿Es esa cabañita la amistad?», te preguntabas, la cabañita de mi relato. Mierda. Qué mierda que te hayas muerto, que ya no estés ahí, Gabriel, al otro lado, para saber que te puedo escribir un mail o llamarte o ir a verte cuando vuelva a andar por Buenos Aires, por La Plata, esa ciudad que me gustaba llamar «mi segunda ciudad», aunque eso ahora suena un poco falso, ahora que llevo cuatro años viviendo en Madrid… Por aquí anduvo hace poco Sonia Budassi, y quedé un día con ella, nos tomamos unas cervezas en la plaza del Dos de Mayo, y hablamos de las veces que habíamos estado en contacto, y una de esas veces fue precisamente cuando te fuiste. No sólo porque a través de ella se enteró María Noel y luego me lo dijo a mí, sino porque ella, Sonia, escribió un artículo para el suplemento cultural del diario Perfil, y allí citaba un pasaje de nuestra entrevista, el comienzo de mi texto, cuando llegué al Pasaje Dardo Rocha y pregunté por vos esperando que todos los empleados te conocieran y supieran indicarme cómo encontrarte, y sin embargo me respondieron con perplejidad, así que tuve que preguntar por La Comuna, la editorial de la municipalidad, y entonces dijeron ah, sí, y me orientaron, y cuando por fin di con vos te dije: «No te conoce nadie acá», y vos, con una sonrisa torcida, pícara, susurraste: «Mejor». Ese dialoguito, que tanto dice, fue el que tomó Sonia para su artículo. Yo a ella la conocía de vista, de las «Noches de cuentos» que organizaba el Grupo Alejandría en el bar Bartolomeo, en la calle Mitre, y de ahí yo sabía que ella trabajaba en una editorial llamada Tamarisco, y de hecho el otro contacto que había tenido con ella fue cuando les envié mis cuentos. Fue en aquellos mismos raros meses. Quien me respondió, luego de leerlos, fue Félix Bruzzone, me dijo algunas cosas positivas de mis relatos, prometen, afirmó, pero no creo que convenga publicarlos así como están. O sea, que había que trabajarlos más. Los he trabajado, de hecho, e incluso descarté alguno, y a otro lo modifiqué a partir de aquellas consideraciones… Pero me desvío. Lo que quería en este texto no era hablar de mí sino recordarte, y recordarte escribiendo. Porque eso era lo que te importaba: la escritura. Cuando te entrevisté te dije: «En las solapas de muchos de tus libros se te califica de “secreto”, así, entre comillas. ¿Vos te considerás un escritor secreto?». «No», me contestaste, «lo que pasa es que no me interesa mucho la literatura. Me importa la escritura. Sobre la literatura uno puede establecer cierto canon, lo que es la academia y el mercado, esa tensión. Pero a mí me importa la escritura. Y en la escritura, en el campo del lenguaje, creo que nadie es secreto. Creo que todos decimos apenas lo que podemos decir». ¿Qué es la literatura, Gabriel? «Lo consagrado, lo estatuido, algo así como lo inamovible. Sobre esa preceptiva rige el canon y establece “esto es literatura”, “aquello no es”, “esto se acerca”. En cambio, la escritura es lo opuesto, algo orgánico, vivo, anárquico, tumultuoso, imperfecto. Me interesa mucho la imperfección, recostarme sobre la escritura, porque es ahí donde se advierten las fallas, donde aparece el equívoco, donde respira un texto. La literatura es algo así como la idea, es un fósil, un organismo que estuvo vivo en algún momento y que ya es un organismo muerto. En cambio la escritura me parece lo erróneo, lo vivo». Y ahí ibas, adelante con tu escritura, esa vez me contaste que tenías «una novelita muy pequeña, de ochenta páginas», que habías empezado a publicar en internet. Dos capítulos ya estaban en tu blog, Corte y confección, y después subirías el tercero. «Es la historia de un chico que no puede hablar y que establece otras formas de comunicación, a través de las anotaciones, de códigos distintos, de señales, de alfabetos diferentes». Te pregunté si no tenías miedo de que, al estar allí en la web, te la robaran; me dijiste: «Hay gente que tiene sus temores, que se siente vulnerada. A mí me encanta que me roben. Si la quieren robar, que la roben. Yo ya tuve el placer de escribirla». Gracias por escribir, Gabriel. Así elegiste despedirte, precisamente, dando las gracias por escribir. Se las das a otro, pero es el mensaje que nos dejaste a todos, ahí arriba en letras verdes en la última entrada de Corte y confección, desde donde nos seguís mirando a todos, observándonos por encima del hombro, pero una mirada que no tiene nada de vanidad, sino que es puro misterio, sugerencia. Gracias por escribir, leemos sobre el fondo negro del blog, y al lado vemos las portadas de muchos de tus libros, y en ese último post, que subiste una semana antes de poner tu último punto y aparte, hay 37 comentarios, saludos de gente que te quería, algunos colegas más o menos famosos, exalumnos tuyos, incluso deseos de que el Pincha te rindiera un tributo desde Belho Horizonte —y así fue: unos días después Estudiantes de La Plata se consagró en Brasil campeón de América—, pero luego, es curioso, los saludos, los mensajes en ese muro que se va haciendo de lamentos y melancolía, se mezclan con algunos de esos textos breves de comentadores profesionales, bloggers que ven en sus comentarios en blogs ajenos sólo una manera de ganar visitas en sus páginas propias, hasta que al final aparece, descarado y brutal, el más burdo spam, un enlace a YouTube, alguien que ofrece poner publicidad en tu blog, links orientales (la extensión es .tw así que deben ser taiwaneses)… Alguien que firma como Cenzcéu se viste de Quijote y les responde, no abuses de ningún espacio, pide, pero mucho menos de uno que se ha consagrado a la memoria de uno de los tantos que se han ido, me cago en tus links japoneses —o lo que fueren— y me cago en tu falta de lectura, de criterio y de respeto. Cortala. Enseguida nomás, con indiferencia godzillesca, aparece el tal Anónimo, el mismo u otro, da igual, con sus enlaces asiáticos y yo me animo a imaginarte, Gabriel, en el lugar donde estés, viendo estos comentarios y sonriendo con tu sonrisa torcida y pícara y diciendo «mejor», como quien dice «no avivés giles». Porque fuiste vos el que me dijo: «El blog me entretiene, me gusta, es un intercambio distinto, y he descubierto algo: ahí hay un lenguaje mucho más espontáneo, con muchos más errores, más fallido, y a veces directo y confesional, como una bitácora, como un diario… Es una contaminación maravillosa, y es un elemento que se va nutriendo de voces que se incorporan, la escritura más provisional y más palpable». Es decir, esos comentarios también son el blog, lo que va quedando y lo nuevo que llega. Como configuraste el sistema para que no quede registrada la fecha en que se agrega un nuevo comentario, ahora, mientras apunto todo esto en un cuaderno, me veo tentado a meter yo mismo mi mensaje, que el próximo que entre no vea ya 37 sino 38, que alguien incluso detecte que hay un comentario más y que se meta a mirarlo, alguien que me lea, una (otra) botella al mar. Algún tiempo después publiqué en mi blog un artículo en el que me preguntaba adónde van los blogs cuando la gente ya no está. «¿Y ahora? ¿El blog de Gabriel quedará allí, inmóvil, intocable, hasta el fin de los tiempos? ¿Cuál es el destino final de un blog?». Un mes y medio antes que vos se había ido una chica conocida, de veintipoquitos años. La noticia me shockeó. La encontraron muerta en la bañera de su casa, un departamento al que se había mudado poco antes en el barrio de Almagro, parece que fue una pérdida de gas lo que la durmió para siempre. Ella no hacía un blog pero tenía su perfil en Facebook, y lo sigue teniendo y yo sigo siendo su amigo, la gente le sigue dejando su cariño y sus recuerdos en el muro como se pueden dejar cartas sobre una tumba, cartas abiertas, públicas, y ahora indago en su perfil y retrocedo en el tiempo y llego hasta el momento en que nos sumamos en esta red social, y recuerdo que el último contacto que tuvimos fue precisamente ahí, ella comentó una foto mía, yo estoy parado en la puerta de un hostel de Barcelona y encima de mí se ve el cartel que incluye la palabra Youth, y ella comentó: «¿Todavía calificás como “youth”?», se burlaba de mí porque yo le sacaba unos años de diferencia, y le sacaré más, porque seguiré cumpliendo y ella siempre será la jovencita que acababa de dejar la casa de sus viejos en Varela y que se definía a sí misma en (de nuevo) el Facebook con los Beatles: ¡Shine! ¡Shine! ¡Shine! ¿Cuál es el destino final de un blog?, me preguntaba, y comentaba que el tuyo, Gabriel, seguía allí como la luz de una estrella que ya se apagó. Pero ahora sé que no, que aquello fue un error. El blog no es nada apagado, sigue ahí, encendido, vivo. Como la escritura. Tu escritura, ahora, eso sí, es literatura. Si hasta te dieron un premio —la academia o el mercado o quien sea— por aquella «novelita muy pequeña» de la que me habías hablado, la primera edición del concurso Letra Sur, en 2008. Alcanzaste a presentarla, tanto en Buenos Aires (en diciembre) como en La Plata (en abril), y pasó algo muy raro, recordarás, yo había publicado en mi blog una entrada relacionada con el premio, y unos pocos días después alguien comentó: «Mirá en mi blog el último curro: ganar concursos con obras éditas delante de los ojos de todo el mundo. Una vergonia. Encima el tipo es funcionario del Estado». Entonces me fui a su blog. Había allí (y sigue habiendo) un único post, en cuyo título aparece tu nombre y el calificativo de «ladrón de premios literarios federales», y cuyo texto comienza diciendo: «Dudosa elección de una novela inédita (que ya era édita) en el Premio Letra Sur…» Y lo que hace después es transcribir completo un párrafo, precisamente, de mi entrevista, ese en el que me decís que habías empezado a publicar la novela en el blog… Después este hombre pega los links a las entradas con los tres capítulos publicados, y el texto completo de las bases del certamen, y acaba concluyendo que la condición de obra (según él) no inédita de la novela «le da al conjunto del premio (y a la publicación de dicha obra) una sombría versión del cumplimiento de las bases y condiciones que debían respetarse a rajatabla, y sin las cuales el concurso carecía de sustento legal y contractual, como queda en evidencia». De inmediato quise avisarte, te mandé un mail la misma mañana en que el tipo había publicado el texto en su blog y el comentario en el mío, creo que no se dio cuenta, te pongo en el mail, de que ambos, el autor del blog donde comentó y el entrevistador cuyo texto cita, éramos la misma persona, te aviso para que lo sepas, espero que esto no te traiga ningún inconveniente. Cualquier cosa, te agregaba, si te puedo ayudar en algo, incluso borrando este comentario de mi blog, no dudes en decírmelo. Y te decía que poco después, en diciembre, andaría por la patria, a ver si coincidimos por La Plata para tomar un café y conversar un rato. Me respondiste menos de dos horas después. Si hasta podía ver tu gesto torcido y pícaro. Escribiste: «Ja, qué boludez. Argentino resentido, seguro. Lo real: de la novela sólo publiqué tres capítulos y nada más. O sea: está inédita. Y precisamente dejé de publicarla cuando se me dio por enviarla a concurso. Hacé lo que se te ocurra con ese comentario. Te agradezco el dato. Y sí, funcionario que funciona. La nueva gestión borró a todos los directores. Quedó uno, el boludo que había editado 36 libros, sin amiguismos. En fin. El mejor comentario lo recibí de Marcos Mayer, crítico a quien no conocía y que hizo la preselección: “Estábamos seguros de que se trataba de un pendejo, por lo jugado del argumento”. Me lo hizo en Madryn, después de que me entregaran el premio. Él y Martín Kohan fueron quienes más defendieron el libro. Y bueno, qué decir. Apenas eso y el abrazo». Porque así te gustaba despedirte, lo recuerda también el tal Cenzcéu en uno de sus comentarios: «El abrazo, como gustabas decir, hermano», y no un abrazo, como suele ser más común, o simplemente abrazo, sino el abrazo, como si hablases de algún abrazo en particular, o como si te refirieras al abrazo de siempre, o mejor, como si aludieras a la idea platónica del abrazo. Te volví a escribir enseguida, y de nuevo un mail tuyo: «Querido Cristian, mirá lo que son las cosas. Después de contestar tu mail, como me había olvidado, fui al blog y busqué. De febrero de 2007, es eso. Casi dos años. Ni lo recordaba. Bueno, lo borré. En fin, justo a mí, eterno segundo en cuanto premio he concursado. Bueno, el abrazo». Ese diciembre y parte de enero estuve en la Argentina y al final no coincidimos. El último contacto fue en febrero de 2009. Te escribí para invitarte a que leyeras dos nuevas entrevistas mías que se acababan de publicar en Teína: Sergio Chejfec y Rodrigo Fresán. «Abrazo, Cristian», me contestaste, «bueno, voy a subir a leerlas. Ando con algunos problemas personales, en fin, espero se solucionen. No sé. Aquí la novela anda muy bien en ventas (raro que lo digan los mismos editores) y con críticas buenas, también. Gracias por escribir, abrazo y lo mejor. Voy a leerte». Eso fue lo último que me dijiste. Yo te envié un último correo, ese mismo día (yo ese día cumplía 31 años), torpemente apuntaba que esperaba que los problemas no fueran nada grave y que ojalá se solucionaran pronto, y que por cualquier cosa ya sabías dónde encontrarme. Pero por supuesto ni me imaginaba lo que iba a pasar, lo que ibas a decidir, la noticia que iba a darme María Noel unos meses después y que yo me pondría a buscar en las webs de los diarios platenses, para encontrarme con que Hoy lo cubría como un suceso policial, y aun ahora, dos años después, entrás en la página de ese periódico infame y ves que la foto que acompaña al texto («Un reconocido escritor platense se quitó la vida») es la de un patrullero estacionado en la puerta de una casa… Un par de meses después estrenaron la película basada en una de tus novelas y publicaron una antología de textos de tu blog, un librito titulado Posted by, editado por La Comuna, un homenaje en cuya presentación estuvieron, entre otros, Juan Sasturain y Martín Kohan, y este último dijo: «La pregunta del porqué es trivial, ajena e impropia. La verdadera compulsión es de los otros, de lo que quieren hallar razones». Desde luego, yo no busco razones. Me quedo con lo último que me escribiste, gracias por escribir, abrazo y lo mejor, voy a leerte. Con la generosidad de tus lecturas y tus comentarios, cuando elogiaste mis relatos y te pregunté si podía usar esos comentarios tuyos como «carta de presentación» y me respondiste: «De lo que te haya dicho, que ya no recuerdo, podés usar lo que quieras». Y cuando armé una pequeña edición de aquellos relatos, edición que circuló entre unas pocas manos amigas, incluí aquello como texto de contratapa, y ahora —es raro— escribo esto que no sé si es un relato o una carta abierta o una (otra más) botella al mar, para que aparezca publicada junto con aquellos cuentos que leíste. Por todo eso, soy yo el que te dice gracias, gracias a vos, Gabriel, amante del error, por escribir, por leer, por la buena onda. Lo mejor. El abrazo.

Mayo de 2011
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