31 de agosto de 2011

La obsesión por el monstruo




EL COCO O MICHAEL JACKSON

Agustín Fernández Mallo —en una charla en la Casa Encendida de Madrid, hace como dos años— se refirió al tema del «monstruo» en la literatura. Pero el monstruo entendido según la primera acepción del diccionario de la RAE: «Producción contra el orden regular de la naturaleza». En tal sentido, recuerdo que mencionó a Michael Jackson como ejemplo de monstruo; arriesgó que era eso (por estar en contra del orden regular de la naturaleza) por lo que costaba tanto entender/aceptar al llamado rey del pop.

Cada cultura crea sus propios monstruos. El miedo a lo desconocido nos hace pensar en cosas que van en contra del orden regular de la naturaleza, cuando en realidad son contrarias a lo que nosotros creemos que es el orden regular de la naturaleza. (En la escuela nos enseñaban que cultura es todo lo que no es naturaleza; nada de eso: la naturaleza es, también, una creación de la cultura.) Por ejemplo: el hombre de la bolsa, el cuco, las brujas… Quizá Fernández Mallo, al poner a Michael Jackson como ejemplo, recordó la antológica escena de Los Simpson en que Bart le dice a Milhouse:

—¡El alma, por favor! Eso del alma no existe. ¡Lo inventaron para asustar niños, como el Coco o Michael Jackson!

MONSTRUOSIDADES

Los estadounidenses son unos maestros en esto de crear monstruos. Crearlos e instalarlos en la cultura popular, sobre todo por medio del cine. Los rusos, los terroristas musulmanes y los extraterrestres han sido y son sus preferidos. El Mal siempre se encarna en ellos (el Bien, por supuesto, en unos cuantos yanquis rubios y guapísimos y que suelen votar a Morgan Freeman como presidente).

Ahí en los cines tenemos un ejemplo más: Super 8, dirigida por J. J. Abrams, el creador de Lost. La película llega con un aura especial, montada en torno a la figura de Steven Spielberg: no solo debido a que él es el productor, sino también —y principalmente— porque su ubicación temporal y sobre todo su estética terriblemente ochentosa (el título podría ser Super 80) remiten directamente a ET: los protagonistas preadolescentes, el pueblito perdido de EE. UU., las bicicletas…

En fin, todo bien, cada uno tiene derecho a homenajear a quien desee, e incluso de homenajearse a sí mismo. La cuestión es que, como el lector y la lectora atentos ya sospechan, en Super 8 aparece un monstruo. En la segunda acepción del diccionario: «Ser fantástico que causa espanto». Pero a ese monstruo… yo lo tengo visto de algún lado.

¡Sí, ya sé! El amigo J. J. Abrams tiene en su haber, además de Lost, la producción de una película que en la Argentina y España pasó más bien inadvertida. Se llamó Cloverfield y se estrenó en 2008. Ya hablé de ella aquí en el blog, en el post titulado «Más sobre Lost: cuatro libros y una ilusión final». Cuenta la historia del ataque a la ciudad de Nueva York (¿a qué otra ciudad va a ser?) por parte de… un monstruo. Un monstruo que se le parece mucho, mucho, muchísimo, al de Super 8.


¡Oh casualidad! ¿Cón qué título se distribuyó esta película en castellano? Monstruoso en España, Monstruo en América latina.

COMO HERMANOS GEMELOS

Cuando, después de ver Super 8, me pregunto por el parecido entre ambos bichos, voy a preguntarle al Sr. Google. Y descubro que no soy el primero:


También leo por ahí que Abrams lo desmiente, después se ve en la obligación de desmentirlo y luego lo vuelve a desmentir: no hay relación entre Super 8 y Cloverfield. De hecho, al momento en que escribo estas líneas, la IMDB anuncia para 2014 una aún sin título secuela de Cloverfield

ORIGINALIDAD CONTRA NATURA

Cuando todavía los personajes de Super 8 ignoran quién es el responsable de las anomalías que sufren en su pueblo, hacen la acusación obvia: «¡Son los soviéticos!». Esa escena, que vista desde hoy (además de que la Unión soviética ya no existe, sabemos que en los 80 era un gigante podrido por dentro, incapaz de perpetrar los daños que el paranoico imaginario norteamericano temía), podría verse como una parodia de los remanidos miedos estadounidenses, si no fuera por un hecho: el contexto.

Toda la película está tan llena de clichés y lugares comunes que la acusación a los rusos pasa como uno más. No solo repite fórmulas, sino que Abrams parece copiarse a sí mismo. De nuevo el recurso de una cámara que graba: Cloverfield vuelve a la idea alguna-vez-novedosa de que la película es el material original y sin editar de una cinta hallada en el lugar de los hechos…

Lost es grande gracias a que, sí, hay un monstruo —el Humo Negro—, pero hay muchísimo más que un monstruo. La gran pregunta es: ¿cómo puede ser que, después de tantos años de cine, de tantos avances tecnológicos, de tanto dinero, con una audiencia tan entrenada como ya somos todos, que tenemos miles de películas y series y videos a un click de distancia, cómo puede ser que, a pesar de todo eso, a la hora de gastarse millones para hacer una película, a esta gente no se le ocurra ni una sola idea original? Y pienso también en Avatar y en tantas otras…

Un verdadero monstruo va a ser la película para la que se destinen tantos esfuerzos, tanto dinero, tanta tecnología y tantos efectos visuales como estas de Hollywood, pero que además sea original e inteligente y nos entretenga. Monstruo en la tercera acepción del diccionario: «Cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea». Aunque también en la primera, porque sentiremos que atenta contra el orden regular de la pobre naturaleza que nos hemos sabido construir.

.

26 de agosto de 2011

Educación sentimental futbolera




Hoy se cumplen dos meses de uno de los días más tristes de mi vida. La aclaración de siempre: sé que el fútbol no es importante, si se tiene en cuenta que las cosas importantes de la vida son la salud, el trabajo, la familia, los amigos, etc.; pero de lo que no es importante, el fútbol es lo más importante. Para quienes lo vivimos de esa manera, y además somos hinchas de River, hoy se cumplen dos meses de uno de los días más tristes de nuestras vidas.

En los días previos al funesto domingo 26 de junio, la suerte parecía estar echada. Incluso nos quedó a todos la sensación de que si esos imbéciles no hubieran entrado al campo de juego a agredir a los jugadores, el triunfo de Belgrano en Córdoba pudo haber sido más amplio. Sin embargo, en la revancha obtuvimos la frutilla del postre de los castigos: la esperanza. El gol de Pavone en el arranque del partido nos hizo creer que podríamos, que el año en el Purgatorio tendría —como todos quisimos suponer— un final feliz. Pero no fue así.

El empate del Pirata y luego el penal errado por el propio Pavone fueron los dos golpes que el boxeador que llegaba al último round entero y en buena forma le dio al otro, el famoso, el que tenía al público de su lado pero llegaba maltrecho, dolorido, falto de confianza y sabiendo que el primer nocaut de su historia lo esperaba al final del camino, cuchillo y tenedor en las manos y servilleta al cuello, como el Coyote esperaba al Correcaminos.

EXORCISMO

Escribo este post para exorcizar un poco (otro poco, poco a poco) mi dolor personal. En realidad, tenía ganas de escribir un post sobre fútbol desde hace mucho, ya no recuerdo desde cuándo, ya no recuerdo por qué. No lo hacía porque la dinámica del campeonato me había llevado a esa situación de angustia, y esperé con la ilusión de poder escribirlo cuando el peligro por fin hubiera pasado. Obviamente, no pasó.

Solo ahora, dos meses después del descenso, después del Tano Pasman y de los españoles que todavía hoy siguen preguntándome si vi el video del Tano Pasman (respuesta: lo empecé a ver no bien comenzó a circular por internet, pero no pasé del minuto 2, no seguí viéndolo porque me sentía muy identificado, yo lo vi igual que él, solo que sin gritos, lo sufrí igual que él, yo a mi manera también soy el Tano Pasman), después del comienzo del campeonato de Primera sin River, después del estreno de River en el Nacional B (la voz del Monumental anunciando en el partido contra Chacarita: «Campeonato Nacional, primera fecha», porque esa letrita mejor no pronunciarla…), después de no poder empezar a armar el equipo de El Gran DT como siempre, o sea: viendo cuáles eran los tres jugadores de River que iba a poner… Solo ahora, decía, después de todo eso, puedo escribir este post.

PARA ENTENDER LA OBSESIÓN

Empecé a leer Fever Pitch, el libro sobre fútbol de Nick Hornby (publicado en español con el título de Fiebre en las gradas), que me recomendaba un amigo en uno de los comentarios del post anterior (un post sobre coincidencias en el que se producía la coincidencia de que un amigo me recomendara un libro que yo acababa de comprarme).

Hornby habla de su relación con el fútbol, y en particular con su equipo, el Arsenal. «Fever Pitch es un intento de entender mi obsesión —afirma, y luego se pregunta: —¿Por qué la relación [con el Arsenal] que empezó como un flechazo escolar me ha hecho sufrir durante casi un cuarto de siglo, más que cualquier otra relación que yo haya establecido por mi propia voluntad?» Es lo que nos pasa, lo que los argentinos resumimos en la frase: «Se puede cambiar de casa, de pareja, de país, de religión, de todo lo que quieras, pero de lo único que no se puede cambiar es de equipo de fútbol» (y si en este momento, lector o lectora, te viene a la mente alguien que conozcas que haya cambiado de equipo siendo mayor de 6 años de edad, te aseguro que esa persona no se merece ningún respeto).

El libro comienza con el relato de cómo el autor se hizo del Arsenal, de cómo fueron sus primeros pasos como hincha, sus primeros sentimientos, sensaciones, sufrimientos… Es decir, su educación sentimental futbolística. Por supuesto, lo que eso genera en un lector como yo es que evoque también esos tiempos iniciáticos, mis primeros recuerdos, el muñeco aquel de River junto al cual dormía siendo un bebé (que hoy veo en unas fotos cuadradas con las puntas redondeadas), mis tardes corriendo atrás de la pelota y fantaseando con Francescoli o Alzamendi, los tiempos en que empecé a seguir el fútbol de un modo más sistemático, allá por 1990, cuando River fue campeón con los goles del Mencho Medina Bello…

En Florencio Varela había y sigue habiendo un curioso sistema de publicidad, que yo no vi en ninguna otra parte: una avioneta que lleva unos parlantes apuntados hacia abajo y que va y viene por los cielos repitiendo su mensaje. «El Pájaro, el avión que mejor se escucha», se presenta. Cuando yo era un niño —cuando mi casa era mi país y Florencio Varela, el universo, y escuchar el fútbol por radio los domingos a la tarde, un ritual sagrado— me preguntaba (de verdad) cómo nadie había tenido la brillante idea de que el Pájaro recorriera los barrios emitiendo desde arriba el relato de los partidos.

Y recuerdo mi incredulidad ante un descubrimiento extraño, incomprensible: en segundo año de la secundaria (o sea, a mis 14 años) escuché a unos compañeros hablar de que el domingo habían visto Ritmo de la Noche. Pero ¿cómo podía ser posible? ¿Entonces esos chicos… no miraban Fútbol de Primera? Descubrir aquello fue todo un acontecimiento.

EL VERDADERO ACONTECIMIENTO

Un acontecimiento en serio fue el que se materializó hace justo dos meses. Sin dudas, hay un antes y un después de esa fecha, y sé que dentro de décadas me preguntarán cómo y dónde viví el descenso de River, igual que dentro de 16 días todos contaremos dónde estábamos y cómo nos enteramos, justo diez años atrás, que unos aviones estaban metiéndose en las Torres Gemelas de Nueva York.

Cuando me lo pregunten, dentro de décadas, responderé: estaba en un bar irlandés llamado Moore’s, en la calle de Barceló, justo enfrente de la estación de metro Tribunal. El televisor, en silencio; alguna musiquita sonaba sin sentido. Había otros parroquianos, pero yo estaba solo. Pedí una jarra de Paulaner, que me costó 5 euros. Aunque el mozo cada tanto me preguntaba cómo iba, nadie más miraba el partido. Nadie más que yo. Cuando terminó, me fui rápido y logré aguantar el llanto hasta llegar a mi casa.

.

17 de agosto de 2011

Coincidencias, canciones y Laura



«No confundas coincidencias con el destino», le aconseja Mr. Eko a John Locke en el capítulo 9 de la segunda temporada de Lost. Mi amigo Facundo (el primero que me habló y me insistió con que viera Lost) y yo, desde mucho antes de la existencia de esa serie, cada vez que una coincidencia se nos cruza en el camino, solemos decir algo como: «Es un signo. No sabemos de qué, pero es un signo».

¿Será que tiene sentido buscar interpretaciones a las coincidencias, a los sueños, a la forma de las nubes? Esta es la historia en tres capítulos de una de esas coincidencias.

UNO. En 2008, Libros del Asteroide publicó —por primera vez en nuestro idioma— la novela Postales de invierno, de la estadounidense Ann Beattie. Según los cronistas, este libro, aparecido originalmente en 1976, pintó mejor que ninguno el desencanto de una juventud que navegaba entre el desencanto y la sinrazón después del paraíso hippie de la década anterior.

Vi la novela al poco tiempo de que saliera; ojeé sus solapas, revisé sus textos de contratapa, espié el prólogo de Rodrigo Fresán. Y me dieron muchas ganas de leerla. Sin embargo, a pesar de haberla buscado y encontrado muchas veces en estos años en los estantes de las librerías, por algún motivo nunca me decidí a comprarla, siempre me dije a mí mismo que lo haría, pero más adelante.

DOS. Cuando me llegó el número 1 de la revista Orsai, en los primeros días de este año, la leí como si fuera un libro: de un tirón, en el orden en que aparecían los artículos, casi enterita (solo postergué —y lo sigo haciendo— el artículo sobre la serie Mad Men, para evitar los spoilers, ya que no la vi pero aspiro a hacerlo en algún momento). El texto que cierra la revista consistía en un cuento de un autor inglés a quien no había leído hasta entonces: Nick Hornby.

El relato, titulado «Mi hijo nunca será una estrella», cuenta la historia de una mujer de clase media londinense que descubre que su hijo trabaja como actor porno. Si tenemos en cuenta que el cuento me pareció excelente, y que Hernán Casciari escribió que cuando lo leyó lo sorprendió «la enorme cercanía entre los universos argentinos de provincia y los escenarios suburbanos de Inglaterra […] siento un parentesco brutal. Más incluso que con italianos o españoles. Un parentesco de raíz, no de entonación», me entraron, por supuesto, muchas ganas de leer más de Nick Hornby.

Y TRES. Como de mi último viaje a la Argentina me traje muchos libros, a los cuales se sumaron —por vía de adquisiciones, préstamos y regalos— otros aquí, todavía no había incursionado en las fabulosas bibliotecas públicas madrileñas en lo que va de 2011. Hasta hace un mes. Entonces fui a la de mi barrio con la idea de llevarme algo de Hornby.

¿Qué me llevo?, me pregunté. Fui a lo seguro: la más famosa de sus novelas se titula Alta fidelidad, con versión cinematográfica incluida. ¿Qué más? Como tantas otras veces, recordé: Ann Beattie, Postales de invierno. Busqué la letra B y allí estaba. Y me fui a casa con las anheladas novelas.

Primero leí (y disfruté mucho) Alta fidelidad. Coincidencia chiquita que funciona como apéndice de la grande: mientras leía esta novela, el blog Papeles perdidos, de El País, publicó un post titulado «Listas y libros», en la que el autor, Guillermo Altares, afirma: «la mejor novela (y película) de listas que recuerdo es Alta fidelidad», y hasta incluye el video de un fragmento de la película.

Después me puse con Postales de invierno. Y aquí empezó lo, llamémoslo así, raro: empecé a advertir ciertos parecidos y similitudes que, de antemano, ignoraba por completo. A saber: en ambas novelas la música tiene una presencia crucial y se mencionan decenas de canciones; en ambas el protagonista es un hombre joven, que vive en un barrio en una gran ciudad, que tiene al menos un amigo entrañable y que acaba de terminar una relación con una mujer de la que sigue enamorado, una mujer que se llama Laura…

No confundas coincidencias con el destino, me dije.

También disfruté muchísimo con la lectura de Postales de invierno. Terminada la obra, tal mi costumbre, fui a leer el prólogo. Y allí Rodrigo Fresán —en una nota al pie, cerca del final del texto, en la que habla de las influencias ejercidas por la novela de Beattie— apunta:

En lo literario, una de las descendientes más célebres y, para mí, reprochables y bastardas de Postales de invierno es (con un argumento bastante parecido, también muy musicalizada y reincidiendo con las figuras de omnipresente mejor amigo y ex novia difuminada) la muy sobrevalorada Alta fidelidad (1995), del inglés Nick Hornby.

Que una obra influya sobre otras, está claro, no es nada fuera de lo común. Tampoco que mis gustos coincidan o no con los del bueno de Fresán. Lo curioso, lo llamativo, es que dos libros que llegaron hasta mí por caminos tan distintos estén tan estrechamente vinculados entre sí. Como si todas las veces que en una librería tuve en mis manos un ejemplar de Postales de invierno, lo que me hubiera impedido comprarlo hubiese sido una fuerza superior que me impelía a esperar mi descubrimiento de Nick Hornby para poder, entonces, leer las dos obras al mismo tiempo. O como una mera casualidad.

Es un signo, Facu.

.