25 de noviembre de 2010

«En España creen que Charly García es un personaje que yo inventé»

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Entrevista a Martín Lombardo,
autor de
Locura circular

Martín Lombardo es argentino, tiene 32 años y lleva cuatro viviendo en Europa. Reside actualmente en Vienne, una coqueta y pequeña ciudad francesa cercana a Lyon, en cuya universidad da clases. Antes estuvo instalado un par de temporadas en Barcelona, ciudad que visita con frecuencia desde hace más de una década, cuando su hermano cambió el sur de América por la costa mediterránea.

Precisamente, la capital catalana es escenario —y protagonista— de su primera novela, Locura circular (Los Libros del Lince, 2010). Y es de allí de donde lo encuentro recién retornado cuando hablamos por teléfono. ¿Qué tal le fue? Como siempre, las vacaciones resultan demasiado breves, y sobre todo cuando se deja la calidez y el solcito del piadoso otoño español para volver al tradicional mal tiempo francés… Tras los comentarios meteorológicos de rigor, nos metemos de lleno en lo que más importa.

Enlace, por si lo querés leer antes de la entrevista (recomiendo hacerlo): 
Música de fondo para una novela animada (Charly dixit, o casi):
Algunos apuntes sobre Locura circular



—¿Qué evaluación hacés de la repercusión que tuvo la novela en cuanto a crítica y comentarios?
—Para ser una primera novela, estoy contento porque hubo críticas en lugares importantes; se leyó y se comentó, y las críticas fueron buenas. Lo que me parece interesante y curioso es ver formas diferentes en que se leyó la novela. La diferencia principal es entre los dos países: en España muchas veces creen que Charly García es un personaje que yo inventé.

—Me imagino leyendo la novela con la idea de que Charly es un personaje de ficción: es otra novela.
—Alguien me dijo: «Lo mejor de la novela, la verdad, es ese personaje que inventaste, Charly García».

—Ojalá uno pudiera inventar personajes así.
—Sí, pero de todos modos está buena esa extraña sensación de que te adjudiquen haber creado algo que ya existe, alguien a quien admirás (o, en mi caso, que admiraba mucho más cuando era más chico). Es interesante que piensen que creé algo que me interpela, que en algún punto me marcó. Es decir, que uno termine siendo casi el creador de quien lo influyó tanto.

—¿Y dentro de cada país también hubo lecturas distintas?
—Hubo muchas lecturas. Se habló de «la novela de una generación», o «una novela de inmigrantes», o también una «novela modernista». Eso es algo que a mí me gusta mucho: que no cierre el sentido, sino que abra diferentes sentidos, diferentes lecturas.

—Cuando la leía me daba la sensación de que quien no sea un argentino que se vino a vivir a España se pierde sentidos de la novela. ¿Vos lo ves así?
—En un principio me dije: «Si quiero publicar esto será en Argentina, porque no creo que en España a nadie le vaya a interesar…». Y al final en la Argentina hubo interés de un par de editoriales pero al final no se publicó, y en cambio en España sí. Creo que sí, que hay cuestiones idiomáticas y de otro tipo que son «argentinas» —si tal cosa existe— pero que muchas otras tienen que ver con la experiencia de emigrar. En este caso son de Argentina a España, pero pueden ser de cualquier lado a cualquier lado. De hecho, el personaje-narrador en ningún momento hace alusiones a Buenos Aires o Argentina, eso está como borrado.

—Sí, está como borrado, en realidad las referencias son de otra clase.
—Me interesaba mucho jugar con la idea del no-lugar al que te lleva mucho la inmigración. Esa sensación de estar a veces en el mejor lugar del mundo y otras veces en el peor: eso está potenciado cuando uno emigra, y es más universal. Creo que la vida es un poco así, sobre todo últimamente: hay en las ciudades en las que vivimos una cierta velocidad y un montón de lugares que podrían ser de cualquier ciudad, desde un shopping hasta un aeropuerto, pasando por las grandes avenidas o las tiendas, puede ser Barcelona o Madrid o Buenos Aires… Intenté, más allá de las referencias puntuales, trabajar con esa idea.

LOS LIBROS Y SUS CAMINOS

Alguien me recomendó leer Locura circular luego de que yo le dijera que tengo el proyecto de escribir una novela cuya base argumental es: argentino-que-se-muda-a-España. La busqué en una librería, la hojeé un poco, me di cuenta de que iba a gustarme; la compré y la leí y fue mejor aún de lo que me esperaba. Así de azaroso fue el recorrido de este libro hasta mí. Así de imprevistos suelen ser los caminos de los libros más allá de las campañas de marketing feroces como avalanchas.

«Es muy loco eso —dice Lombardo— porque hay un montón de gente que se mata y se rompe el bocho y se pasa la vida laburando de eso: cómo hacer llegar los libros a la gente. ¡Y los libros llegan como llegan!»

—Los libros van construyendo su propio camino…
—Sí. Pero además la literatura, o, mejor dicho, la parte comercial de la literatura, tiene que bailar al ritmo que imponen las librerías y las editoriales. Sale una cantidad de libros que ni Dios puede leer, en dos meses te cambian todas las novedades, y entonces hay una especie de desesperación, ya que en esos dos meses tenés que asomar la cabeza entre tantos libros porque si no desaparecés… Y me parece que los libros van por otro lado. Tienen vida propia.

—¿Qué leés? ¿Cuáles son tus influencias?
—Tengo «etapas de gusto». Trato de leer mucho… bah, no: leo mucho porque me gusta leer. Desde hace un tiempo, sobre todo en los últimos dos años, he vuelto a ciertos autores norteamericanos: Scott Fitzgerald, Faulkner, Richard Russo, Truman Capote. Los autores ingleses y los yanquis tienen una capacidad narrativa asombrosa. Me gusta mucho también la literatura alemana, como Thomas Bernard y Peter Handke. Obviamente también la literatura francesa, ya que vivo en Francia y hablo francés, así que leo mucho, desde los clásicos hasta lo más nuevo, como Michel Houellebecq, por ejemplo. Y también la literatura argentina, los clásicos que todo el mundo nombra y algunas cosas más… Siempre trato de estar atento a lo que va saliendo, cómo van apareciendo nuevas voces. Mi último «descubrimiento» es un autor mexicano que se llama Yuri Herrera: me gustó mucho.

—Hace poco la revista Granta publicó un listado de «los mejores escritores en español menores de 35 años». Vos, por edad, sos parte de esa generación, pero ¿te considerás parte? ¿O lo ves como algo que te pasa por al lado, por afuera?
—Ni una cosa ni la otra. La de Granta es una lista y, como toda lista, no es más que eso. De los autores que la integran, algunos me gustan, otros no tanto, y a otros no los leí. Al único que conozco personalmente es a Matías Néspolo, porque compartimos editorial. La suya es una muy buena novela, me gustó mucho. Entonces, por edad pertenezco a esa generación, sí, pero no me siento cercano... Normal, porque vivo en otro país, no me manejo en los círculos literarios, no me siento parte integrante de nada, ja ja ja…

—Uno de los escritores mencionados por Granta dijo que, más allá de los nombres, lo importante es que esta revista británica tan influyente haya publicado por primera vez un listado de autores en otro idioma y que ese idioma sea el español.
—Si esa lista sirve para que alguien descubra autores nuevos, me parece fantástico. Ahora, si alguien va a pensar que eso es la literatura, es probable que se equivoque. No porque los autores que la integran estén mal, sino porque la literatura no se compone de listas. La literatura es otra cosa. Mirá por ejemplo Andrés Rivera: publicó una novela de joven, después dejó de publicar y volvió a publicar muchos años después…

«LO QUE ME GUSTA ES ESCRIBIR»

Locura circular estuvo cerca de ver la luz con el sello de una editorial madrileña. De hecho, la persona que me la recomendó trabaja como lector esa editorial, accedió al original inédito y recomendó su publicación. Hasta llegaron a enviarle un contrato al autor. Sin embargo, cuando Lombardo les escribió para fijar una charla, no le volvieron a responder. O mejor dicho: respondieron demasiado tarde, meses después, cuando ya estaba todo arreglado con Los Libros del Lince.

Eso es parte, también, del azaroso camino de los libros, de la vida propia que éstos adquieren. Como si Locura circular hubiera decidido ser publicada en Barcelona, esa ciudad casi equidistante a Madrid, desde donde unabirome pregunta, y a Vienne, donde Martín Lombardo contesta.

—¿Qué perspectivas tenés para el futuro: seguir mudándote, quedarte definitivamente en Francia, volver a la Argentina…?
—Me encantaría poder convertirme finalmente en un pequeño burgués. Vivir en un lugar y dejar de moverme. Pero siempre termino mudándome y cambiando de país… Ahora en Francia estoy muy bien, me siento cómodo, mi novia es francesa. Pero también es cierto que, como casi todos, sobrevivo, soy mileurista. Dentro de lo que puedo elegir, voy yendo hacia los lugares, para decirlo sin vueltas, donde sale trabajo y donde puedo vivir de la forma que más o menos me gusta. No me quejo porque es lo que yo elegí. Voy hacia donde hay laburo que me permita vivir y seguir.

—¿Y con respecto a la literatura?
—Siempre tengo alguna idea para escribir y siempre estoy escribiendo. Y tengo muchas cosas escritas, sobre todo dos novelas, que me gustaría publicar. Pero lo que nunca se sabe es qué va a pasar, y qué forma va a tomar lo que uno escribe. Por lo demás, la palabra obra me asusta un poco. Lo que me gusta es escribir.

—¿Tenés obsesiones o temas a los que volvés al momento de escribir?
—La identidad puede ser un tema recurrente, y también la memoria, pero no podría decir si hay un hilo o una idea conductora o algo que caracteriza mis textos. Cuando escribo un relato, trato de ir explorando formas, historias y lugares. Lo que busco es desarrollar una idea nueva. Nueva para mí, no pretendo inventar nada. Busco eso y tratar de no repetirme. La literatura es un juego y un trabajo con la lengua y el lenguaje para tratar de contar una historia.

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19 de noviembre de 2010

El poeta, un actor que representa el papel de poeta

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UNO. El sábado pasado asistí a un recital de poesía realizado en la librería y «Centro Permanente de Poesía Crítica» Traficantes de Sueños (Embajadores, 35, Madrid). Los participantes fueron María Eloy-García, Julia López de Briñas y Antonio Rómar.


Al momento de ponerme a escribir este artículo, busco en la web el sitio de la librería y descubro allí un video del evento, de 1 hora y 13 minutos de duración, es decir: el recital completo. Todo grabado con una cámara fija que sólo registra el sonido que alcanza el micrófono que los poetas tienen frente a sí (y pierde las preguntas y comentarios posteriores realizados por el público). Aquí está el material, para quien quiera verlo (tal vez un fragmento de un par de minutos ayude a hacerse una composición de lugar). Si no, pasá al párrafo siguiente.


DOS. El primer turno fue de Rómar. El único varón de la tríada recitó, de pie tras una suerte de atril, algunos poemas. Lo siguió López de Briñas, quien leyó sus versos sentada a la mesa que los tres bardos compartían. Eloy-García, finalmente, se levantó y se adelantó; al igual que Rómar, de pie, se acercó al público para captar su atención.

No es azarosa la elección de los verbos en el párrafo anterior. Julia López de Briñas, en efecto, sólo leyó. Mientras sus dos colegas interpretaron sus poemas, ella se limitó a pronunciar en voz alta lo que en algún momento había escrito. La elocuencia y el histrionismo de sus ocasionales compañeros de recital le jugaron en contra, porque la diferencia fue muy notoria.

En la segunda (y última) ronda de lectura, Rómar «obligó» a López de Briñas a leer de pie, y en tal ocasión se la notó incómoda, vencida por la timidez.

TRES. Que por favor no se malinterprete el párrafo anterior: esto no es una crítica contra Julia López de Briñas, a quien de hecho no conozco de nada más que de haberla visto ese día, ese ratito. De lo que me interesa hablar es de las formas de afrontar un recital de poesía.

Fue tan evidente la diferencia que, luego del recital propiamente dicho, en el momento de conversación con la audiencia, alguien hizo mención a la importancia de la puesta en escena y a cuánto la poesía, en ese contexto, se aproxima al teatro. Rómar señaló que, desde el momento en que el poeta se para en un escenario y enfrenta a un auditorio, se convierte —lo quiera o no— en un actor.

Previsiblemente, López de Briñas se mostró contraria a esa idea. Sostuvo la idea de que la puesta en escena es algo ajeno a la poesía, y que un poema se puede disfrutar tanto escuchado en un recital como leído en el silencio del salón de tu casa.

Pido disculpas si mi reseña no reconstruye con exactitud los dichos manifestados durante el evento: cito de memoria y creo reproducir el espíritu de la charla.

CUATRO. Curiosamente, por esos mismos días yo leía un librito de aforismos de Joseph Joubert, un escritor francés (1754-1824) que no escribió más que su diario (eso sí: de unas 9 mil páginas). El volumen, editado por Periférica en 2007, se titula Sobre arte y literatura, y en uno de sus parágrafos dice:
Homero escribió para ser contado; Sófocles, para ser declamado; Herodoto para ser recitado; y Jenofonte para ser leído. De estas diferencias de propósitos en sus obras nace una multitud de diferencias en sus estilos.
Y cuenta:
Había un cantante callejero que tenía mala voz, pero que lograba cautivar a sus oyentes porque sabía expresarse, porque uno sentía en su canto la emoción y el placer que él mismo se causaba, y se los comunicaba a los demás.

CINCO. En los relatos esto queda aún más claro. Últimamente están «de moda» los cuentacuentos: gente que se dedica –como los Narradores de Historias fabulados por Alejandro Dolina– a ir de aquí para allá relatando peripecias y describiendo personajes. Por supuesto, su tarea no consiste en recitar de memoria («como un loro», nos decían en la escuela) textos escritos por otros. Muchos de los mejores cuentos de la literatura universal pueden resultar aburridos y/o excesivamente complejos de seguir si se los escucha y no se los lee. Cuando alguien habla y los demás escuchan, hay una serie de otros factores que entran en juego y que no se pueden dejar de lado: hay que ganar y sostener la atención del público, para lo cual es fundamental saber cómo manejar la utilización de los espacios físicos, el lenguaje corporal, las tonalidades de la voz, las pausas y los silencios, la música de fondo y los efectos sonoros, los objetos o instrumentos que puedan ayudar, etc., etc.

Un ejemplo excelente: los cuentos de terror narrados por Alberto Laiseca, en aquel ciclo emitido por el canal I-Sat. Aquí, el extraordinario «La pata de mono», de W. W. Jacobs.


SEIS. Un poema es un poema cuando lo leés a solas en la tranquilidad del salón de tu casa y es otro distinto cuando te lo lee otro en un espacio público compartido con mucha más gente. En el salón de casa, quizás los versos de López de Briñas me pueden gustar más que los de Eloy-García, pero ¿cómo compararlos en la presentación del sábado, cuando unos resultaban planos y monocordes y los otros parecían restallar en los gestos y las expresiones de quien lo encarnaba?

Porque de eso precisamente se trataba: el sábado pasado en Traficantes de Sueños, dos poetas le pusieron cuerpo y alma a los poemas; la tercera la puso solamente voz. Nada menos, nada más.

SIETE. El título de este post hace referencia a una frase de Jean Eugène Robert-Houdin, un ilusionista francés que vivió entre 1805 y 1871 y es considerado el padre de la magia moderna. Dijo, célebremente: «El mago es un actor que representa el papel de mago».

Y es que, quizás, y en esto me fui pensando el sábado cuando salimos de la librería, quizás se les pide demasiado a los poetas al exigírseles que, además de saber componer piezas de arte literario, también sepan representarlas. A los dramaturgos nadie les exige que sean buenos actores teatrales, ni a los compositores que sean buenos cantantes, ni a los guionistas de cine que sean buenos directores. Zapatero a tus zapatos. Esto fue dicho también durante la charla post-recital: quizás los poetas deban buscar a actores que interpreten sus obras. De ese modo, cuando fuéramos a un recital, sabríamos que vamos a ver a actores que representan el papel de poetas.

OCHO. Por supuesto, siempre les quedará a los poetas menos expresivos la posibilidad de entrenarse, practicar, ensayar mucho y, con el tiempo, convertirse en buenos intérpretes de poesía. En tal caso, habrán llegado a ser buenos actores y actrices, capaces de interpretar correctamente el papel de sí mismos. Pero claro, eso exige esfuerzo y sacrificio. Y nadie tiene la obligación de tener ganas de hacerlo.

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11 de noviembre de 2010

Música de fondo para una novela animada (Charly dixit, o casi)

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Algunos apuntes sobre Locura circular, de Martín Lombardo

UNO. Quizá Locura circular (Los Libros del Lince, 2010) sea la novela de una generación. ¿Perdida? “Todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán”, pensó y escribió Hemingway en un momento de furia contra Gertrude Stein, antes de usar la célebre frase de ella (“todos ustedes son una generación perdida”) como epígrafe de Fiesta, su primera novela. ¿Quién es capaz de afirmar que una generación se ha perdido? Yo sólo puedo decir que la de los jóvenes argentinos y argentinas venidos a España en los albores del siglo XXI tras la grave crisis económica del país constituye eso: una generación. Si se pierde o se gana o se empata, quién sabe.

DOS. “Lo único que me aferraba al suelo eran las ruedas del avión. Una vez que la máquina despegó, nada. Más tarde, aterricé en Europa y busqué dónde vivir”. Así comienza la novela de Martín Lombardo, un modo simple y práctico —y tal vez también descarnado y brutal— de graficar cómo el personaje deja atrás su pasado, su país, su historia, todo. De hecho, a lo largo de la novela no habrá historia anterior: todo lo que sucede, todo lo que el protagonista y los demás personajes son, ocurre allí, sin pasado, en esa Barcelona multiforme y poliédrica en el que cada uno obtiene mil reflejos, iguales y diferentes a la vez, de sí mismo. Esa Barcelona que inspiró una revista de humor cuyo eslogan, parodiando al de Clarín, la define como “una solución europea para los problemas de los argentinos”. El viejo chiste: los problemas del país tienen una salida: Ezeiza.

TRES. La novela está construida sobre tres grandes ejes. Uno, los personajes. Dos, Barcelona. Tres, las canciones de Charly García. Las letras de Charly aparecen todo el tiempo, en prácticamente todas las páginas, intercaladas en el relato. Y ejercen realmente el papel de música de fondo, porque están tan presentes que mientras uno lee siempre tiene sonando en un segundo plano mental la canción cuyo fragmento acaba de leer. Por ejemplo, cito a Lombardo:

Resignado, cumplo la triste misión que le corresponde a cualquiera que escucha, una y otra vez, la pena de amor de un amigo: lo escucho como quien oye llover y le digo que todo se resolverá. Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer, Charly dixit. No traicionaré al Estrecho. ¡Qué tristeza! Se está perdiendo la rebeldía del rock and roll. Rock and roll yo, Charly dixit. ¡Esta clara va a tu salud, Estrecho —y a tu (magra) cuenta bancaria—! Nunca entenderás todo lo que te respeto.
El protagonista central —que narra la novela en presente y en primera persona— dice que todo su equipaje fueron los CDs de García y una guitarra eléctrica. Y que los demás no entienden a Charly, que el único que lo entiende es él, que esquizofreniza con su música.

CUATRO. Además de la música de Charly: juegos de palabras, reutilización de eslóganes y frases hechas, leyendas urbanas, modismos de diferentes partes del mundo (argentinos, chilenos, castellanos, catalanes), neologismos… La novela es muy pop; recuerda a Rodrigo Fresán, pero sobre todo al primer Fresán, mucho más al de Historia argentina y Esperanto que al de Jardines de Kensington y El fondo del cielo. Curiosamente, a los libros que escribió en la Argentina y no en Europa.

CINCO. El segundo de los cuatro capítulos, en el que se describe una larga fiesta, se titula “Los asesinos de la lengua”. La lengua es, sin dudas, uno de los leit motivs de la novela. Dice el narrador: “La gente habla en diferentes idiomas. La mayoría habla en español. O al menos lo intenta. Somos los asesinos de la lengua. Creo que ellos no lo saben. En cualquier caso, no les importa. Yo soy el principal asesino de la lengua. La idea me gusta”.

Por eso, en varios pasajes le dicen al personaje: “Hablas raro”. Y él supone que a las mujeres les gusta “el híbrido” de su forma de hablar: “Viens avec moi, mulher. Come with me, rapaza. Capicce? Undestand me?”.

Y no por nada, uno de los momentos de quiebre de la novela, a partir del cual nada es igual, se da cuando el personaje hace algo que no describe como dar un beso, sino: “… me doy cuenta de que mi lengua está dentro de su garganta”. La cursiva es mía.

SEIS. El narrador finge que no le importan los nombres, y afirma que “en esta ciudad nadie tiene nombre, sólo apodos”. Pero ¿qué otra cosa son los apodos que otros nombres? Y así sucede que:
-El narrador empieza la novela explicando los apodos de sus amigos, Neurus y el Estrecho.
-Se lamenta de la separación de la banda porque les “quedaron nombres sin usar”.
-Los demás personajes pronuncian varias veces el nombre del protagonista, o se lo preguntan y él responde, pero nunca nos enteramos de cuál es. Es decir: deliberadamente no se lo enuncia.
-La Mujer Que No Hace Preguntas, obviamente, es un personaje definido por su propio nombre, al igual —aunque en menor medida— que Lady G.
-El narrador se pasa gran parte de la novela tratando de averiguar el nombre de “la chica de las rastas”.
Etcétera.

SIETE. Alguna vez escuché que se había propuesto a Bob Dylan para el premio Nobel de Literatura, pero que se lo descartó porque sus letras, consideradas sin su música, no eran tan buenas como parecían —como sonaban— en las canciones. No sé si es verdad. Leyendo esta novela, tuve la sensación contraria: que las letras de Charly García ganan leídas como poesía, que adquieren un valor agregado cuando se las escinde de la melodía.

OCHO. ¿Una generación encontrada? Todas las etiquetas tienden a ser erróneas. ¿Quién podría encontrarla? ¿Cómo? Pues una de las formas, me imagino, es escribiendo una novela que la describa, la represente, la retrate, le dé forma. Una generación de personas que, como dice el narrador, siempre se sienten “recién llegadas” a todas partes. Que están en constante movimiento, como dice Juan Martini en otra reseña del mismo libro: personajes “que dan vueltas y vueltas alrededor de las mismas cosas como si estuviesen empeñados en demostrar (sin proponérselo) que no hay nada alrededor de lo cual dar vueltas”. Que se ven atravesadas constantemente por la herida de los amigos y familiares que se vuelven a su país.

Quizás, me temo, sea una novela con sentidos y significaciones que —por cuestiones idiomáticas, formales y argumentales— se le escapen a quien no sea un argentino joven que haya emigrado a España en los albores del siglo XXI (que además conozca bastante las canciones de Charly, por supuesto). Argentinos que hayan seguido su propia ruta del tentempié, en busca de su propio éxtasis.





NUEVE. Alguna vez leí una frase atribuida a García Márquez, según la cual “todos escribimos, a lo largo de nuestra vida, un solo libro; lo difícil es saber cuál es ese libro”. Tampoco sé si es verdad que Gabo opine eso. El narrador de Locura circular sostiene:

Todo sucede en la infancia. […] Cada una de las melodías que, poco a poco, nos vienen a la cabeza, en realidad, las inventamos en la infancia. Charly inventó una sola canción. Los discos de él son fragmentos de esa canción. Y las canciones de sus discos, fragmentos de los fragmentos.
En tal caso, habrá que estar atentos al próximo fragmento de Martín Lombardo. Si sigue la línea de este, será un placer.


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4 de noviembre de 2010

Hemingway, Shakespeare and Company, Ulises y yo

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Post un poco (muy) personal

UNO. La historia se remonta al turbulento año argentino de 2001. Yo cursaba en la Facultad de Periodismo una materia que era en realidad un taller de escritura (periodística, pero con mucho de literaria). Al profesor, un personaje al que quizá podría calificarse de inefable, le caben los adjetivos que Rodolfo Walsh usó para referirse a la Revolución Cubana: “contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”. Tal profesor es un fanático de Hemingway, y prácticamente desde la primera clase nos habló de un libro, una de las lecturas básicas para aquella asignatura: París era una fiesta. Nos adelantaba algunos de los pasajes que él más admiraba, aquello de que una chica “tenía la cara fresca como una moneda recién acuñada”, o la descripción de la comida en ese capítulo titulado “El hambre era una buena disciplina”.

Algunas semanas después de comenzar la cursada, nos pidió que leyéramos no el libro completo sino algunos capítulos. Leíamos fotocopias, por supuesto, porque los libros son muy caros y, además, este título estaba descatalogado y era muy difícil de encontrar. Los capítulos que debíamos leer eran el mencionado del hambre como medida disciplinar y otros titulados: “Un buen café en la Place Saint-Michel”, “Shakespeare and Company” y “Los gavilanes no comparten nada”. Si no recuerdo mal, esos fueron los primeros. Y, la verdad, no me parecieron gran cosa.

En una de ésas haya sido que llegaba con demasiadas expectativas a aquellos textos simples, llanos, sin artificios retóricos ni peripecias deslumbrantes. Pero precisamente de eso se trataba. Fue una lectura-siembra: apenas terminada, uno echaba la vista atrás y sólo veía líneas de tierra removida. Pero a poco que pasó el tiempo empezaron a verse resultados, y de la tierra surgió el verde, los brotes y las flores y los frutos. Después leí el libro entero y me enamoré de él como uno sólo puede enamorarse de un libro, desde la maravillosa frase que lo abre (“Para colmo, el mal tiempo”) hasta ese final en que el viejo Hem afirma que París no se acaba nunca, al menos aquel París de “los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices”.

DOS. Recuerdo claramente el momento en que decidí comprar el Ulises de Joyce. Era el año 2006, y lo compré en la Feria del Libro de Buenos Aires, aprovechando el 10% de descuento que aplican allí. Si no recuerdo mal, el precio de tapa era de 40 pesos, que se quedaron en 36.

Por qué uno decide comprar un libro en un determinado momento, es algo que desconozco. Me refiero a cuando uno se compra un libro sabiendo que no lo va a leer de inmediato; es más, que no tiene idea de cuándo lo va a leer. Pero uno siente que es el momento de comprarlo, así como en ocasiones siente que es el momento de leer un libro, y luego de varios intentos fallidos lo lee de un tirón.

Así fue como me compré el Ulises en la preciosa edición de Tusquets y lo guardé a la espera del momento. Sabía que ese momento llegaría; no sabía cuándo, pero llegaría. No por nada, fue uno de los poquitos libros que me traje de la Argentina cuando me vine a instalar en Madrid.

TRES. Distinto fue cuando me compré otra edición de la novela de Joyce. La encontré de casualidad, hace un par de años, revolviendo libros viejos en una galería de la calle Montera, en pleno centro de Madrid. Es una edición en inglés, de la Oxford World’s Classics, que se presenta como “The 1922 Text”. Es decir, el texto tal como se publicó originalmente, facsímil de la primera edición, sin las enmiendas de las ediciones posteriores.

Esa primera edición del Ulises constó de mil ejemplares, numerados: la que compré en la calle Montera se basaba en el ejemplar Nº 785. Costaba 2 euros, al igual que todos los demás del montón del que formaba parte, aunque me llevé tres por 5 euros, así que el precio real fue de 1,66.

En la apertura de aquel original se leía:

ULYSSES
by
JAMES JOYCE

SHAKESPEARE AND COMPANY
12, Rue de l’Odéon, 12
PARIS

1922


CUATRO. El momento de leer el Ulises me llegó este año, de una manera tan imprevista como arbitraria. Llegó porque sí. Y allí fui, y tardé un mes, y lo leí de un tirón, porque era el momento. Acerca de la novela escribiré en otra oportunidad; lo que aquí diré es que me sorprendió mucho enterarme —leyendo el extenso prólogo de la edición de Tusquets— de la importancia trascendental que tuvieron para la publicación Shakespeare and Company y, en particular, Sylvia Beach, la dueña y responsable de la librería. Esta mujer se tomó como un compromiso personal y una misión lograr que ese cliente y amigo llamado James Joyce pudiera publicar la obra que estaba llamada a cambiar la historia de las letras.


Fue el debut y despedida de Sylvia Beach y la Shakespeare and Company como editora. Seguramente, el caso de mayor éxito —al menos en la relación libros relevantes/total de libros publicados— de la historia editorial.

CINCO. Hace un par de años, un amigo argentino que estuvo unos meses viviendo en Madrid me contaba su viaje a París.

—¿Conocés una librería que se llama Shakespeare and Company? —me preguntó.

Le dije que sí, que era famosa por Hemingway y París era un fiesta y aquella “generación perdida” y por haber publicado el Ulises. Entonces él me contó que había estado allí. Así me enteré de que todavía existe, y desde entonces supe que, cuando conociera París, visitar esa librería sería una de mis prioridades.

(En realidad, decir que Shakespeare and Company “todavía existe” no es del todo exacto. La librería de Sylvia Beach, en la rue de l’Odéon, cerró sus puertas en 1941, en la París ocupada por los nazis. Una década más tarde, George Whitman abrió en la capital francesa otra librería, llamada Le Mistral, que recuperaba el espíritu de aquella. Cuando Sylvia Beach murió, en 1962, Le Mistral cambió su nombre por Shakespeare and Company. Y allí sigue, desde hace medio siglo, esa verdadera reencarnación, en el 37 de la calle de Bûcherie.)

SEIS. Hace un mes, recorría los stands de la Feria de Otoño del Libro Viejo y Antiguo de Madrid, y un volumen se puso a dar saltitos entre los demás libros y a gritarme: “¡Mirame! ¡Mirame! ¡Estoy acá! ¡Te estoy esperando!”. Era un libro cuya existencia yo desconocía. Su autora, Sylvia Beach. Su título, Shakespeare and Company. Por supuesto le hice caso y lo compré, y ahí sí que no tuve dudas de que el momento de leer era de inmediato. Sobre todo porque en ese momento ya tenía comprados mis pasajes para conocer París.

SIETE. Los pasajes son para este fin de semana. Así que en un par de días me llegaré allí, a la librería, y me sentiré un poco dentro de todas las historias que, como una espiral, se fueron dibujando en torno a mi relación con ella. Incluso sin que yo lo supiera. La película Antes del atardecer —que vi por recomendación y en compañía de mi amigo Facundo, poco antes de mi mudanza a España, y que me gustó mucho y en aquel momento fue muy significativa para mí y mis proyectos españoles— comienza con una escena en la librería.




OCHO. París era una fiesta está agotado en las librerías de Madrid, pero la encontré, cuando ya había perdido casi todas las esperanzas, en el último de los puestos de la Cuesta de Moyano. Necesitaba releerla una vez más. Terminé de hacerlo minutos antes de sentarme a escribir este artículo. Es uno de los libros más maravillosos que leí en mi vida, y cuanto más lo leo más me gusta.

Por eso, cuando tenga la fortuna de andar por allí, me tomaré un vino a la salud de Hemingway y de Scott Fitzgerald y de Joyce y de Sylvia Beach. Y en París pensaré en mi París personal, o en mis Parises, esas cosas que no tienen que ver con la capital francesa —en la que hasta ahora no he puesto mis pies— sino con eso que, en palabras del viejo Hem, me acompañará, vaya donde vaya, el resto de mi vida, porque París es una fiesta que nos sigue, porque París siempre vale la pena, y uno siempre recibe algo a trueque de lo que allí deja, porque París no se acaba nunca.

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23 de octubre de 2010

Una pequeña vía de escape para el laberinto del precio de los libros

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UNO. Hace unos días coincidí con un escritor argentino de visita en Madrid. Contaba, asombrado, que compró aquí un libro de la editorial Acantilado por 9 euros, es decir, unos 50 pesos en la moneda de nuestra patria. Se trataba de Antón Chéjov, de Natalia Guinzburg, un pequeño volumen de 88 páginas que él había visto en la Argentina… por la friolera de 200 pesos.

—¿Literalmente doscientos pesos? —pregunté, creyendo que aquello podía ser una forma de decir, una exageración.
—Sí, doscientos —me respondió.

¿Cómo es posible que un libro cueste cuatro veces más en un país donde el poder adquisitivo promedio debe andar por la mitad que aquí?

Los motivos —me explicaron en esa misma charla— son básicamente dos.

DOS. El primero es que la mayoría de las editoriales españolas, si quieren que sus libros lleguen a la Argentina, deben exportar ejemplares: no pueden imprimirlos allá. ¿Por qué? Porque la legislación de nuestro país establece un proceso harto dificultoso para otorgar licencias a editoriales extranjeras para que puedan imprimir en la Argentina.

El segundo, que el precio final con el que el libro llega a los estantes de las librerías argentinas depende pura y exclusivamente del capricho de los distribuidores. Ni la editorial ni los libreros (ni mucho menos el autor, desde luego) tienen ninguna injerencia en esta cuestión.

Así, los distribuidores son amos y señores de la importación de libros. Y se aprovechan de la gran ventaja que poseen: la exclusividad. O les comprás a ellos, o no accedés al material.

—¿Dónde? ¿En (la librería) Guadalquivir? —le preguntó alguien al escritor.
—Sí.
—Claro, es el único lugar donde lo tienen…

Seguramente no será esa la única librería donde lo tengan, pero sí una de las (muy) pocas.

TRES. Para sostener la primera de las causas citadas (la dificultad de las editoriales extranjeras para imprimir allá) seguramente muchos enarbolarán la bandera de la defensa de la industria nacional. Sobre este particular en concreto no emitiré opinión, ya que doy por hecho que intervienen en el asunto muchísimos otros factores que desconozco. Pero sí opino sobre el resultado de este tipo de medidas: que los lectores argentinos no accedan a los libros. Porque ¿quién comprará un librito de 88 páginas por 200 pesos?

—Mirá que para que no lo compre yo… —dijo el escritor, gran lector de Chéjov y de Guinzburg, durante la charla.

Y que los lectores argentinos no accedan a los libros que desean seguro, pero segurísimo, que no le hace ningún bien ni a la industria nacional, ni a la cultura nacional, ni a ningún otro aspecto relacionado con este tan maltratado adjetivo.

CUATRO. Las editoriales grandes son multinacionales y tienen filiales locales —como Planeta o Alfaguara— o bien imprimen sus libros allá con licencias a nombre de otras empresas —por ejemplo, Anagrama—. Eso permite que, por ejemplo, Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, se comercialice en España a 19 euros y en Argentina a 59 pesos (unos 10,70 euros). Es decir, algo más razonable.

CINCO. La tendencia actual es la de que editoriales más pequeñas establezcan alianzas con el fin de saltarse la trampa de la distribución. Uno de los ejemplos más visibles últimamente es el de Páginas de Espuma (España) y La Compañía (Argentina).

En tándem, acaban de publicar Unos días en el Brasil, un diario de viaje de Adolfo Bioy Casares que permanecía inédito hasta ahora. El resultado es un volumen que en España cuesta 9,90 euros y en la Argentina, 52 pesos (unos 9,40 euros).

En este caso puntual, la casa argentina hizo gran parte del trabajo: contratación, corrección, maquetación, y además consiguió las fotos hasta ahora inéditas de Bioy que integran el libro y encargó el postfacio a Michel Lafon parte del etc. Luego envió los documentos a su socia española, que «nada más» debía imprimirla (aunque realizó mucho más que eso: se ocupó de la tarea de difusión y marketing en España, organizó una presentación de la novela, una muestra de las fotos en la Casa de América...).

El acuerdo entre ambas editoriales persigue dos fines: a) publicar y distribuir algunos de los libros de Páginas de Espuma en la Argentina (ya salieron El último minuto, de Andrés Neuman, y Tres por cinco, de Luisa Valenzuela); y b) hacer lo mismo en España con algunos de los libros de La Compañía (entre ellos, Unos días en el Brasil). De este modo, todos salen ganando: las editoriales, porque sus libros pueden llegar a un público masivo —entiéndase este término con las lógicas reservas del caso— al otro lado del Atlántico, y los lectores, que tienen la posibilidad de acceder a los textos sin someterse a precios prohibitivos.

SEIS. Nada de esto es lo ideal, lógicamente. Ojalá la Argentina tuviera una industria editorial fuerte, con muchas editoriales que tuvieran la posibilidad de competir internacionalmente en el mercado de la lengua española, que produjera sus propias traducciones y de ese modo pudiera evitar los argots madrileños o catalanes con que tantas veces tenemos que leer a autores llegados de las más diversas latitudes… Pero, por el momento, parece una salida para el dédalo, un hilo de Ariadna para evitar que el Minotauro de los distribuidores siga obligándonos a pagar el tributo que, insaciable, exige.

SIETE. Y lo que nos queda —y ojalá nos quede siempre— es revolver en los puestos de las librerías de usados y de viejo, donde suelen esperarnos grandes obras y grandes alegrías. En el Parque Rivadavia, en la Cuesta de Moyano o en cualquier vereda en que alguien decida extender un trapo y apoyar encima unos cuantos ejemplares. Nunca se sabe cuál de esos trapitos callejeros puede convertirse, de modo efímero pero innegable, en una pequeña puerta del Cielo.

ACTUALIZACIÓN IMPORTANTE. He corregido algunos datos erróneos que aparecían en la versión original de este post, tras recibir un e-mail de Santiago Biedma, asistente editorial de La Compañía, que con enorme amabilidad me los señalaba. Esa información se halla en el apartado "Cinco" de mi texto. En el primer comentario al artículo se pueden leer lo que decían los párrafos publicados originalmente. Santiago: muchas gracias.

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12 de octubre de 2010

Hansel y Gretel como maestros del crimen

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Algunos apuntes sobre Blanco nocturno, de Ricardo Piglia

UNO. —¿La novela en la que trabaja ahora es Blanco nocturno? —le pregunté a Ricardo Piglia cuando lo entrevisté, en julio de 2007, en su casa de Palermo Viejo, en Buenos Aires.
—Sí. Tengo una primera versión…

—Esa novela ya la menciona en entrevistas de hace tiempo, como 15 años, más o menos.
—Más o menos, sí. Ya no me acuerdo bien, pero es un libro que empecé antes de Plata quemada, creo. Tiene que ver con esa idea de «le voy a dedicar un tiempo a este libro», que es lo que va a suceder ahora. Voy a trabajar en este libro un año, a ver qué pasa. Pero estas son circunstancias menores, lo único que importa es el libro cuando sale, eso es lo que vale.

—¿Cómo es la fase previa, la construcción de un libro?
—Lo que tengo es siempre una suerte de nudo previo, y después el sistema consiste en incorporar más historias, más relatos… y eso también lleva tiempo. Pero es así como trabajo. La de Blanco nocturno es una historia muy sencilla: Emilio Renzi se va, durante la época de la guerra de las Malvinas, se encierra en la casa de un amigo, con su diario, y hay una vecina y él tiene una historia con la vecina. Eso sería el asunto. Y van a un lado. Hacen un viaje juntos. Pero esa historia, la línea, se va a modificar en el sentido de que, espero, lo que está pasando, es que empiezan a intercalarse otras historias ahí adentro…

DOS. Sin embargo, la versión final de Blanco nocturno (la publicada por Anagrama hace unas pocas semanas) no tiene nada que ver con Renzi espiando a una vecina. El propio autor lo explica en una entrevista más reciente, publicada por el diario español La Vanguardia:

Siempre había querido escribir sobre un primo mío (Luca) que se había esforzado por mantener una fábrica de objetos imposibles y que de chico me construía juguetes fantásticos. Una vez me hizo un Nautilus de Julio Verne. En este sentido era una artista, porque no tenía en cuenta su utilidad. En una segunda versión, Renzi espiaba a su vecina (la pelirroja Sofía) y esta le conducía a Luca, en la época de la guerra de las Malvinas. Todo era muy cerrado. Después la novela se fue abriendo, con Luca como eje central y el resto girando a su alrededor...

TRES. Blanco nocturno es un poco de muchas cosas diferentes. Entre ellas, es un policial, y como en todo policial hay un detective y hay pistas e indicios diseminados aquí y allá. Veamos algunos: el comisario Croce es una derivación (lo cuenta Piglia, en la misma entrevista citada más arriba) de Cruz, el sargento que deserta para irse con Martín Fierro. Es amigo del comisario Laurenzi, el investigador de los cuentos policiales de Rodolfo Walsh; de Treviranus, a quien «habían cesanteado como si él hubiera sido el culpable de la muerte de ese imbécil pesquisa amateur que se dedicó a buscar solo al asesino de Yarmolinski»: la alusión corresponde a «La muerte y la brújula», de Borges; y del comisario Leoni, personaje de Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005).

«Gente de la vieja época, todos peronistas que habían andado metidos en toda clase de líos.» Es muy curioso pensar al Treviranus borgeano como peronista, pero ¿por qué no? Piglia, una vez más, se enlaza en la tradición argentina, prolífera en el género policial, ahora a través de sus protagonistas. «Treviranus, Leoni, Laurenzi, Croce, a veces se juntaban en La Plata y se ponían a recordar los viejos tiempos —dice la novela—. ¿Pero existían los viejos tiempos?»

CUATRO. Unos días atrás, un cable de la agencia AFP se titulaba: El problema de escribir novelas policiales en la Argentina es la misma policía. Así, sin comillas; es decir, la periodista que lo firma no citaba a sus entrevistados sino que asumía esa afirmación como propia. (Se lo puede leer menos como un error que como un acto fallido.)

Uno de los autores mencionados por el artículo es Carlos Gamerro, quien hace unos años publicó un texto muy interesante hablando del mismo tema. En el decálogo que establece para escribir policiales en la Argentina, afirma: «Los detectives privados son indefectiblemente ex-policías o ex-servicios. La investigación, por lo tanto, sólo puede llevarla a cabo un periodista o un particular».

En Blanco nocturno, Piglia parece asumir tal verdad, aunque los hechos que relata sean previos a la última dictadura militar (la que establece el aparato de terror más horroroso y cuyas bases persisten aún, treinta y tantos años después). Croce es reemplazado en la investigación por un periodista, Emilio Renzi (el mismo periodista que, en plena dictadura, irá a investigar su propia historia, como ya lo sabemos desde hace tres décadas: Respiración artificial), y a Croce lo encierran… en el manicomio del pueblo.

«Voy a descansar unos días acá —dice el comisario—. De vez en cuando hay que estar en un loquero, o hay que estar preso, para entender cómo son las cosas en este país. Preso ya estuve hace años, prefiero descansar aquí.»

CINCO. Entonces Croce se aleja de la tradición de Laurenzi o Treviranus para acercarse a la de Isidro Parodi, el preso de Borges y Bioy que resolvía casos policiales. El periodista Renzi investiga, pero —como dice Gamerro— «el propósito de esta investigación puede ser el de llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca el de obtener justicia». La forma argentina de la novela policial, que debe seguir los mismos pasos que la mecánica nacional (según el narrador de Blanco nocturno): copiar-adaptar-injertar-inventar.

Y así la trama de la novela se va alejando del policial y pasa a ser otra cosa: un texto sobre las falsas percepciones, sobre las cosas que parecen ser unas y en realidad son otras. (Quizá para hablar de la propia novela, que parece un policial y no lo es.)

SEIS. En la entrevista de La Vanguardia citada antes, Piglia dice que usa el género policial como «una máquina de narrar: supone una investigación de algo que el investigador no acaba de entender y que averigua a medida que va narrando. No impone su visión del mundo, sino que vacila ante lo incierto y plantea hipótesis que le permiten descifrar la realidad».

—Si cambiamos investigador por escritor, le estamos definiendo —le dice el periodista.
—Pero eso está en la tradición argentina: Borges, Onetti, Felisberto Hernández…

(Para hablar de la tradición argentina, el escritor apela a la tradición argentina de apropiarnos de los autores uruguayos y, en su listado de tres, incluye a dos.)

El periodista comete un error que puede ser crucial para entender a Piglia: confunde narrador con autor, como si fuese este último el que «no acaba de entender y averigua a medida que va narrando». En realidad es todo lo contrario, como lo ha señalado Piglia en numerosas oportunidades: el autor tiene todo clarísimo y va dejando pistas como Hansel y Gretel. El autor es el criminal, el lector es el detective que debe desentrañar las pistas y esclarecer el caso. De eso se trata.

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8 de septiembre de 2010

Que se rompa, pero que no se doble

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UNO. Caso 1: «Vos al menos vivís en Madrid –me dice una chica argentina que vive en Pamplona–, donde hay un montón de cines que pasan las películas en versión original». Claro, yo no lo había pensado antes: Madrid y Barcelona son las únicas ciudades españolas que cuentan con varias salas donde se pueden escuchar las voces de Robert De Niro, Jodie Foster o Jim Carrey. En casi todas las salas del país lo que se escucha son las voces de actores y actrices de doblaje.

Caso 2: otra chica argentina, residente en Salamanca, se vino a Madrid (a 212 kilómetros de distancia) de visita, pero sobre todo para poder escuchar en un cine la voz de Christian Bale y Heather Ledger en El caballero oscuro

DOS. Hace rato que venía proyectando mentalmente este post, y hace unas semanas encontré un texto de Borges que no conocía, publicado originalmente en la revista Sur (Nº 128, junio de 1945), y luego en el libro Discusión. Su título: «Sobre el doblaje».

Anota Borges:

Las posibilidades del arte de combinar no son infinitas, pero suelen ser espantosas. Los griegos engendraron la quimera, monstruo con cabeza de león, con cabeza de dragón, con cabeza de cabra; los teólogos del siglo II, la Trinidad, en la que inextricablemente se articulan el Padre, el Hijo y el Espíritu; los zoólogos chinos, el ti-yiang, pájaro sobrenatural y bermejo, provisto de seis patas y cuatro alas, pero sin cara ni ojos; los geómetras del siglo XIX, el hipercubo, figura de cuatro dimensiones, que encierra un número infinito de cubos y que está limitada por ocho cubos y por veinticuatro cuadrados. Hollywood acaba de enriquecer ese vano museo teratológico; por obra de un maligno artificio que se llama doblaje, propone monstruos que combinan las ilustres facciones de Greta Garbo con la voz de Aldonza Lorenzo. ¿Cómo no publicar nuestra admiración ante ese prodigio penoso, ante esas industriosas anomalías fonéticovisuales?

TRES. El de los doblajes cinematográficos es uno de los peores asuntos de vivir en España. La costumbre de ver las películas dobladas al castellano ha hecho estragos en la cultura de este país; para el que llegaba de afuera pudo constituir casi una tortura. De verdad: no salía de mi asombro cuando descubría que una persona de más de 30 años que había visto mucho cine a lo largo de su vida… nunca había escuchado voces tan características como las de Al Pacino y Woody Allen.

Por fortuna, los tiempos cambian. El DVD representó una primera diferencia sustancial: la posibilidad de elegir si ver una película doblada o en versión original. Ahora, la TDT (Televisión Digital Terrestre) permite elegir entre ver la televisión en castellano o en el idioma original, lo cual –sumado a la sanísima decisión de la emisora estatal (TVE) de eliminar la publicidad y de no realizar cortes durante las películas– hace que ver cine por televisión se parezca mucho a lo que siempre debió ser.

CUATRO. Más allá de lo perniciosas que puedan resultar y de las polémicas inacabables que generan, las traducciones son imprescindibles. No así los doblajes (al menos en nuestro mundo actual, con muy bajas tasas de analfabetismo). En tal sentido, prosigue Borges:


Quienes defienden el doblaje, razonarán (tal vez) que las objeciones que pueden oponérsele pueden oponerse, también, a cualquier otro ejemplo de traducción. Ese argumento desconoce, o elude, el defecto central: el arbitrario injerto de otra voz y de otro lenguaje. La voz de Hepburn o de Garbo no es contingente; es, para el mundo, uno de los atributos que las definen.

En este punto, el escritor añade una nota al pie: «Más de un espectador se pregunta: Ya que hay usurpación de voces ¿por qué no también de figuras? ¿Cuándo será perfecto el sistema? ¿Cuándo veremos directamente a Juana González, en el papel de Greta Garbo, en el papel de la Reina Cristina de Suecia?».

CINCO. Una de las principales consecuencias del doblaje consiste en que el léxico de los españoles tenga mucha menos movilidad que el de los hablantes de otras lenguas. Esto no es –creo– ni bueno ni malo en sí mismo, pero sí un dato notorio. Uno ve un programa de televisión español de la década del 80 y percibe que, en general, la gente hablaba igual a como habla ahora: con las mismas expresiones, similares modismos, latiguillos, etc. Es un círculo (¿vicioso?): el habla coloquial alimenta los doblajes y los doblajes instituyen y modelan el habla coloquial.

¿Qué pasa en otras partes? En la Argentina, los doblajes –mucho menos presentes, desde luego– ejercen un papel parecido al léxico de las telenovelas: es otra lengua, otro idioma, una manera en la que se habla, precisamente, sólo en las películas o los programas extranjeros. Cualquier argentino es capaz de entender las frases construidas con el pronombre de segunda persona “tú”, su variante “ti” y sus respectivas conjugaciones, aunque no las use y tenga problemas para emplearlas correctamente si debe construir frases utilizándolas. Cualquier argentino sabe el significado de términos que nunca diría en una conversación, como “nevera”, “columpio” o “elevador”. Expresiones que para los mexicanos deben ser comunes y corrientes, frases de la calle, como “de pelos”, “matanga” o “me quiero volver chango”, para mí son expresiones (sólo) de Los Simpson.


Al cabo, todo es cuestión de costumbres. Como no existe una tradición de doblaje local, los productos doblados al argentino no nos gustan. Que en una película de Hollywood un personaje le diga a otro “ven aquí, maldito bastardo” –tanto con subtítulos como con la voz de un actor de doblaje centroamericano– es, para nosotros, lo más normal del mundo, porque en las películas de Hollywood se habla así. Si lo escucháramos decir “vení para acá, la concha de tu madre” nos parecería un chiste, una parodia. De hecho, la traducción al argentino se trata de un recurso humorístico muy utilizado en la radio y la TV.


SEIS. En varias ocasiones me tocó hablar aquí con personas que no sabían que en la Argentina (y en casi todo el resto del mundo) las películas se proyectan en versión original. La reacción inmediata fue: “Entonces debes hablar muy bien en inglés”. La respuesta es que no. Pero sí que nuestros oídos están más acostumbrados a escuchar el inglés, y que, mal que mal, algunas palabras y expresiones suenan, al menos, conocidas. La costumbre del doblaje es uno de los principales motivos que alegan los españoles al explicar su histórico bajo nivel de inglés.

Borges enfatiza:


Oigo decir que el doblaje es deleitable, o tolerable, para los que no saben inglés. Mi conocimiento del inglés es menos perfecto que mi desconocimiento del ruso; con todo, yo no me resignaría a rever Alexander Nevsky en otro idioma que el primitivo y lo vería con fervor, por novena o décima vez, si dieran la versión original, o una que yo creyera la original. Esto último es importante; peor que el doblaje, peor que la sustitución que importa el doblaje, es la conciencia general de una sustitución, de un engaño.

SIETE. Y lo mejor, siempre, es que no nos engañen. Así que habrá que seguir abogando por un cine sin doblajes…

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4 de agosto de 2010

Novelas-río, novelas-arroyo, novelas-hilito de agua (II)

Segunda parte del artículo. Para leer la primera parte, click aquí.

CINCO. ¿Cuánto se tarda en escribir obras tan extensas? Depende, por supuesto. Laiseca tardó diez años en concluir Los sorias (luego de aniquilar dos o tres versiones previas). Balzac, en veinte años, desarrolló su Comedia humana, compuesta de 95 libros completos (85 novelas y 10 volúmenes de relatos y ensayos analíticos) y 48 obras inacabadas. Truman Capote firmó, en enero de 1966, un contrato para escribir una novela que se titularía Plegarias atendidas; nunca la terminó; se murió en 1984 y tres años más tarde se publicaron los cuatro capítulos de la obra que se conservaron, gracias a que habían sido publicados previamente en la revista Esquire. Macedonio Fernández se pasó la vida entera escribiendo su fragmentaria, inasible y quizá inabarcable Museo de la novela de la Eterna. Etcétera.

SEIS. Cuando entrevisté a Fresán le pregunté por qué en los comienzos de su carrera como escritor publicaba mucho y ahora no. La respuesta, en realidad, es bastante fácil de imaginar: al principio tenés necesidad de aparecer, de estar presente, porque eso equivale a existir; con el tiempo y cuando ya lograste ciertas metas, te achanchás, y si a eso le sumás la vida familiar, tener un hijo...

Textualmente:

En un principio hay una necesidad de reafirmarse: publicar significa existir. Es decir, la publicación equivale a hacer lo que soñaste durante muchísimos años. Concretado ese sueño y esa fantasía, después lo que yo más disfruto es escribir. Publicar es una consecuencia de la escritura. También es cierto que en los últimos años, bueno, tuve un hijo, y eso también te genera una cantidad de cuestiones…

Yo me divierto más escribiendo que publicando. No tengo ningún tipo de apuro. No tengo nada que probar o probarme. Soy conciente también del tipo de escritor que soy, del tipo de escritor al que aspiraba ser y del tipo de lector que tengo, y me muevo dentro de esas coordenadas. Tengo un editor al que respeto y me respeta muchísimo, tengo editores internacionales que me aprecian. Sería un poco irresponsable de mi parte estar escribiendo un libro al año, je je. No tendría mucho sentido.

Para el próximo libro me he prometido escribir una página al día para tener 365 al fin del año, que probablemente sea lo más sano, pero no creo que vaya a poder. No creo que pueda.

SIETE. Cada tanto entonces me meto a leer novelas extensas. Por lo general, entre una y otra obra de largo aliento leo varios libros más bien breves, sean novelas, cuentos, poesía, ensayos o algún otro género. Hasta diría que para encarar un libro muy largo necesito ir haciéndome a la idea desde antes y pensar las circunstancias en que lo leeré: para Los sorias, de Laiseca, aproveché unas semanas en que estuve en casa, sin trabajar.

Laiseca, por cierto, está un poco obsesionado por el tamaño de su novela más famosa. En varias ocasiones ha dicho que es la más larga que se haya escrito; más larga que el Ulises de Joyce; que él mismo las ha medido. Y debe ser así, nomás. Está muy bien que si a Laiseca lo hace feliz crea que su novela es la más larga del mundo. A mí, al menos, ese tipo de cosas me divierten mucho. Pero ¿es más extensa Los sorias que El hombre sin atributos, de Robert Musil? ¿O que el Quijote, sin ir más lejos? ¿O que Gengi Monogatari (La historia de Gengi), de la escritora japonesa Murasaki Shikibu, que vivió allá por el año 1000 y dejó a la posteridad una novela de 4.200 paginitas?

OCHO. Más aún: ¿cuenta como una novela En busca del tiempo perdido, de Proust, o como siete diferentes? ¿Es lo que habitualmente se llamaba una novela-río (es decir, una obra de larguísimo aliento que cuenta con detalles las entrelazadas vidas y obras de muchos personajes)? ¿Y El señor de los Anillos? ¿Y El cuarteto de Alejandría, y un largo y variado etcétera?

OCHO Y MEDIO. El post ya estaba escrito desde hace unos días, pero justo hoy, horas antes de ir a publicarlo, me crucé con esta página de Borges:


Cinco años de convivencia fueron transformando a Flaubert en Pécuchet y Bouvard o (más precisamente) a Pécuchet y Bouvard en Flaubert. Aquellos, al principio, son dos idiotas, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: «Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla». [...] Flaubert, en este punto, se reconcilia con Bouvard y Pécuchet, Dios con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón, Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él.

NUEVE. Stephen King dice, en su libro Mientras escribo, que un escritor o aspirante a serlo debe leer mucho, y él considera como una buena cantidad unos 80 libros al año. Pero claro, surge la duda: ¿80 libros de qué tamaño? Algunos libros los leés en un mes y otros en una hora. En realidad no habría que hablar de un número de libros sino de páginas, o más aún: de palabras o caracteres. Sí, hay que estar un poco loco —como Laiseca— para hacer estas cuentas, pero a este blog le gustan esa clase de locos lindos.
Una pequeña anécdota. Una vez, hace muchos años, tenía que comprar unas fotocopias para una materia de la facultad. Estaba junto a unos compañeros en el centro de copiado de la esquina y todos nos quejábamos de lo mucho que aquel profesor nos mandaba a leer. Como la empleada de la fotocopiadora había puesto los papeles sobre el mostrador, los hojeé y lancé un lamento: «Encima de letra chiquitita...». La empleada hizo un comentario: «¿Y eso qué tiene que ver, qué diferencia hay?». Lo dijo casi en tono de burla, y creo recordar que agregó algo relacionado con que el tamaño de la tipografía sólo generaba un efecto psicológico... Me limité a mirarla mal. Evidentemente aquella chica no leía.

DIEZ. Hay novelas-río, y también novelas-arroyo, y novelas-hilito de agua... En realidad debería decir relatos y no novelas. Cada historia tiene el agua que debe tener. Y se nota cuando esa agua está turbia, contaminada, cuando ocupa una superficie amplia pero no nos llega a las rodillas en ninguna parte, cuando es un lago o un mar que oculta en su lecho los más fascinantes secretos...
 
Para cerrar, una cita más de Leopoldo Brizuela. Esta vez, de cuando yo lo entrevisté, allá por el año 2003, en la que por entonces era su casa, en Villa Elisa.
Cuento historias para entenderlas. Escribir es una experiencia y, como con toda experiencia, uno cambia después de escribir. Por eso también me cuesta tanto o soy reticente a definirme. Después que gané el Premio Clarín me hicieron muchas entrevistas. Vos tenés que ir y empezar a contestar todo lo que te preguntan. Y me doy cuenta de que las preguntas, sobre todo las que vienen a definirte en términos de literatura, son contraproducentes. Por lo siguiente: si yo empiezo a escribir una novela es porque quiero cambiar; entonces la propia experiencia de escribir me vuelve otro.

Cuando yo termino de escribir una novela no soy el mismo que la empezó. Pero cuando la publicás te preguntan como si fueras el mismo que la escribió, que la empezó a escribir. Es como si durante mucho tiempo yo hubiera contestado como si fuera el mismo que escribió Inglaterra, como si pensara lo mismo. Hasta que en un momento me di cuenta y dije: no, no soy el mismo. Es como si uno estuviera cambiando todo el tiempo y las preguntas, de los periodistas y sobre todo de la crítica, si no te cuidás te inmovilizan. Y eso es muy peligroso.

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