31 de diciembre de 2011

El hincha le gana al periodista




Una lectura muy personal de Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo

UNO. Avisé en el Facebook que una de las primeras cosas que haría al llegar a la Argentina sería comprar el libro Ser de River en las buenas y en las malas, de Andrés Burgo. Lo decidí desde que me enteré de su existencia, a través de un artículo (titulado «El hincha», nada menos) de Ezequiel Fernández Moores en CanchaLlena.com del que me informó mi querida Guadalupe Diego. Tres días antes de mi viaje, volvieron a Madrid, tras visitar la patria, mis amiguísimos Feliciano y Milagros (con Manuel, el bebé más lindo del mundo), y me llevaron de regalo un libro. Me contaron que estuvieron a punto de llevarme este libro, y que no lo hicieron debido a que yo había puesto que «me lo compraría».  Me daba igual, por supuesto, comprármelo o que me lo regalaran o robarlo: el caso es que quería hacerme con un ejemplar y leerlo.

Llegué a la patria el sábado 24 a la mañana y no salí de la casa de mis padres durante todo el fin de semana. El lunes fui con Ezequiel, mi hermano, al centro comercial que está en Quilmes, sobre la avenida Calchaquí, y dejé que me lo regalara.

DOS. No sabía cuándo lo iba a leer. Estoy a medio camino con una novela bastante larga sobre la que tengo que escribir una reseña y no quería interrumpirla. Pero el martes puse en el Facebook que Ezequiel me había regalado el libro y Yanina, gran hincha de River, me conminó: «Contá qué tal está». Me di cuenta entonces de que no podía postergar esa lectura.

Me devoré el libro en tres ratos. Primero, el martes a la noche; segundo, el miércoles a la tarde; tercero, la noche del viernes. Y ahora, ya en trasnoche del viernes al sábado (la compu me marca que son las 6 de la mañana, pero me lo dice en horario español: aquí son apenas las 2), escribo estas líneas. Urgentes. Me lo pide el cuerpo.

TRES. Me reí y lloré casi por partes iguales a lo largo de la lectura de Ser de River. Me reí porque está muy bien escrito, y Burgo sabe relatar la locura de ser hincha de fútbol (hincha como solo lo somos los argentinos y ciertos especímenes raros de otros lugares del mundo) con la calidad de ser un gran cronista. Lloré (es literal: se me hacía un nudo en la garganta y las lágrimas se me caían por la cara) porque el relato recorre una historia —la propia como hincha, su acompañamiento a River a lo largo de toda la última temporada en Primera, la agonía y la tristeza infinita— que también es la mía. Cuando describe su estupor y su incomprensión ante las decisiones absurdas de la conducción de una nave que no podía naufragar, son mi propio estupor y mi propia incomprensión; al detallar sus luchas desaforadas ante la calculadora y el fixture, su atención a los partidos de los equipos que peleaban el descenso con River, su sabiduría acerca de la conveniencia de que Quilmes ganara porque de esa forma llegaría con posibilidades de salvarse a la última fecha y entonces jugaría por los porotos ante Olimpo y quizás esa era la tabla de salvación de un River que no podía depender de sí mismo, esas eran mis luchas, mis cálculos, mi desesperación.

Reviví mientras leía aquellos días horrorosos en que dedicaba gran parte de mi tiempo y de mis pensamientos a imaginar lo que pasaría, enojándome con los hinchas de River que afirmaban que no podíamos descender, que me conectaba a internet a cada rato para saber si había alguna novedad, qué día y a qué hora jugaba River y cuándo sus rivales, mirando por enésima vez la tabla, dividiendo los puntos que tenía ahora All Boys u Olimpo por el total de partidos que tendrían al final del campeonato, para saber que si pierden todo lo que les queda hasta ahora, sí, todavía pueden terminar abajo de nosotros.

Las tapas de Olé de aquellos días me parecen alucinantes, en particular la del sábado nefasto en que se jugaron a la vez los cinco partidos que definían los descensos y los que jugarían la Promoción: el rostro de Jesucristo y la frase «Cambiate que entrás». Resume de una manera tan extraordinaria la angustia con la que convivimos los hinchas de River aquellos días (los hinchas de otros equipos también vivieron sus propios viacrucis, pero no puedo ni quiero decir nada sobre ellos, solo puedo hablar de nosotros, de mí). Y también la del fatídico domingo 26 de junio, el día del descenso. «Es demasiado grande», decía, con una foto que, ayudada de un efecto óptico, permitía ver el enorme Monumental que, unas horas después, quedaría devastado como en el sueño de Oesterheld.

CUATRO. Y yo estaba lejos, claro, ya lo conté, en eso mi historia es muy distinta de la de Burgo, que fue a la cancha en casi todos los partidos de la temporada. Pero la de cada hincha de River es distinta: cada uno lo vivió a su manera, cada cual procesó esa angustia y esa agonía y esa desesperación como pudo y como le salió. Como resistió.

Por eso no está mal que Burgo hable tanto durante el libro del propio libro, de sus charlas con amigos acerca del libro (por eso me permito yo hablar en este post de mi historia personal en relación con el libro que deriva en la redacción de este post), de cómo era el proyecto y cuáles eran sus objetivos al principio, de cómo eso se fue modificando, de sus dudas en el final, con la caída consumada, acerca de escribirlo o no.

Dice el autor, cerca del final, que Ezequiel Fernández Moores lo aconsejó al respecto: «No dejes que el hincha le gane al periodista. Escribí con sinceridad y tratá de emocionarme. No hay amor sin pasión y no hay pasión sin dolor. Contalo todo. Si no, no te creo. El libro tiene que ser un sentimiento».

Este post, escrito a las apuradas en la última madrugada de este horrible, horroroso, indeleble 2011, no quiere ser una reseña del libro de Andrés Burgo. Intenta ser, también, un sentimiento. Seguramente no lo consigue, pero está escrito bajo ese influjo.

CINCO. Me llevó varios meses procesar, de alguna manera, el dolor. Mi imagen de perfil en el Facebook era el escudo de River porque no podía ser otra cosa. Toleré ver el video del Tano Pasman recién en noviembre. Todos los hinchas de River somos, cada cual a su modo, el Tano Pasman. Varios días después del descenso, un amigo me preguntó cómo estaba, en general, en la vida; le respondí «ahora un poco mejor, pero estuve muy mal, muy mal»; un poco alarmado me preguntó por qué y le dije el porqué; me retó: «Boludo, es fútbol…» En ese momento no dije nada, pero ahora sé lo que tendría que haberle respondido: no es fútbol, es River. Ni más ni menos.

Ahora, seis meses después, 18 fechas del Nacional B después, segundos abajo de Instituto, habiendo perdido contra Boca Unidos, contra Aldosivi, empatado contra Defensa y Justicia, Deportivo Merlo, recuerdo de un tirón aquellos partidos que no eran partidos sino sesiones de tortura, frente a la pantalla de mi computadora en Madrid, deseando que se vea bien, que no se corte la conexión, que Marcelo Araujo por Dios pare de decir pelotudeces, y me parecen parte de una historia muy fea, muy fea, muy fea de la que fui protagonista, como una ruptura con una novia, el papelón del que te seguís avergonzando décadas después, ese dolor lacerante como un rayo que no cesa.

En mi caso, a mí que no tengo un contrato con la Editorial Sudamericana ni una charla con Ezequiel Fernández Moores, al menos en este post, el hincha le gana al periodista. Por goleada. Y muy bien que hace. En el fondo, todo este post no es más que una respuesta a ese pedido de Yanina, cuando me dijo «contá qué tal está» el libro. Así está. Leételo.


25 de diciembre de 2011

Crónica de un viaje a casa




UNO. Los sigo viendo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos: los argentinos que viven en España. Basta escucharlos hablar para reconocerlos. Su acento es argentino pero mechan palabras del léxico español, entonces los chicos son chavalitos, los colectivos son autobuses, las valijas son maletas. Sobre todo si tienen hijos, chavalitos que han nacido y vivido sus por ahora cortas vidas en España, moviéndose casi siempre en esa especie de territorio argentino en España, como una embajada, que constituye la casa de cada uno de los nuestros que vive allá. Y digo allá porque estoy acá, de este lado, en el patio de la casa de mis viejos, en Florencio Varela, en un día fresco del verano austral, un poco resfriado por el frío que habré tomado en algún día del poco frío invierno boreal que abandoné hace unas cuarenta horas, más o menos.

DOS. Y si una casa en la que viven compatriotas se transforma en una embajada a nivel privado, los mismo ocurre, pero en el ámbito de lo público, con un avión de Aerolíneas Argentinas. Basta que entrés en él —el vuelo AR1133, un Boeing 747-400 que parte de la T1 de Barajas a las 22.05 y llega a Ezeiza a las 6.30 (hora local) del día siguiente: así es casi siempre que vengo— para que se sientas en casa: toda la tripulación te habla en argentino puro, de verdad, no ese que hablan los argentinos en la cola del check-in (ventanillas 161 a 165 en Barajas) entre maletas, chavalitos y cosas así.

TRES. Mi asiento es el 37-C. Pasillo. A mi lado viene una pareja alemana (o austríaca, vaya a saber: germanoparlantes), cuarenta y pico, ella en el 37-A (ventanilla), el brazo tatuado desde el hombro hasta la muñeca, él en el 37-B (el del medio), piercing en la nariz, libro que abrirá y cerrará y guardará en el bolsillo del asiento de adelante y volverá a sacar de allí unas 67 veces a lo largo del viaje. Cuando nos ofrecen la cena («¿carne o pollo?»), ella dice: «Only drink. Beer», y la azafata les planta dos latas de Isenbeck. ¿Qué opinarán estos viajeros de la tierra de la cerveza de este brebaje autóctono? No lo sabremos, pero tenemos un indicio: cuando la azafata vuelve a pasar, retirando los restos de la comida y ofreciendo café o té, la alemana tiene claro lo que quiere: «Other beer». Y el segundo par de latas se los bajan con el mismo fervor patriótico.

Yo pedí una bebida que en España escasea debido a su poco éxito: Sprite. La Sprite española, por cierto, al igual que la Fanta, son más feas que las argentinas. O al menos mi gusto en cuanto a gaseosas (refrescos, dirían los argentinos que viven en España) está formado con los sabores argentinos. Así que pedí Sprite cuando la azafata me preguntó qué quería para tomar. Para tomar, no para beber, porque la azafata habla en argentino del puro. Las cosas como son.

CUATRO. Los asientos del 37-D al 37-G corresponden a las cuatro hileras del medio, las que están entre los dos pasillos. En el otro flanco están el 37-H (pasillo), el 37-I (el del medio) y el 37-J (ventanilla). Como estamos al lado del compartimento de los baños, quienes viajan en los lugares del D al G no tienen otros asientos delante, sino una pared, preparada para colgar allí unas cunitas para los bebés. Es decir, allí van los chavalitos, argentinitos nacidos en España o españolitos de sangre argentina, a que los conozcan sus familias, a que los infecten virus y bacterias y pólenes nuevos, a probar los sistemas sanitarios de la patria. Lo que no mata engorda.

En los asientos de delante de mí (36-B y 36-C) viene un matrimonio de sesenta y tantos. Justo delante de ellos está la salida de emergencia y el asiento de una de las azafatas. En los prolegómenos del viaje, el matrimonio y la azafata se hacen amigos. Hablan de la salida de emergencia. La azafata dice que, si fuera necesario, sería ella quien debería abrirla, pero el matrimonio le pide que les explique cómo se hace, por si ella no pudiera. La chica se lo explica, y después les pide que, si son ellos quienes deben abrir la puerta, que después de hacerlo la saquen a ella por ahí. «Si no puedo abrir no sé cómo estaré —dice— pero sáquenme.» 

En las postrimerías del viaje, cuando estamos a punto de salir, la mujer del matrimonio le habla a la azafata.

—Veo a las chicas con bebé y pienso que mi primer viaje, hace treinta años, lo hice con cinco y embarazada. —¡Con cinco y embarazada! —exclama la azafata—. ¿Ibas con alguien?
—Con él —la mujer señala a su marido.
—¿Adónde fueron?
—Chile, Perú, México, Disney y Nueva York. Estaba tan grande embarazada que a la vuelta no me querían dejar viajar.
—Ufff… Y ahora, decime la verdad, ahora que ya pasaron treinta años, ¿la pasaste bien viajando así?
—La pasé horrible. 

CINCO. El cuerpo me pide dormir, y duermo. Me sorprendo de poder dormir en las posturas tan incómodas que asumo, con los auriculares y la música puestos. Duermo. Mientras, ese vehículo inmenso y pesadísimo cumple una vez más el milagro de mantenerse en el aire durante doce horas, de atravesar el Atlántico, de pasarse un buen rato fuera del alcance de todos los radares del mundo, de depositarnos a todos sanos y salvos a once mil kilómetros de donde nos levantó, en otro hemisferio, en otra estación. Amanece, el sol se cuela por las ventanillas, nos despertamos, nos ofrecen el desayuno (la manteca —¿mantequilla?— es de Central Lechera Asturiana), nos avisan que en pocos minutos aterrizaremos en el aeropuerto Ministro Pistarini de Buenos Aires, donde la temperatura actual es de 14 grados. Y aterrizamos, y los pasajeros —a los que veo como una cosa ajena, extraña a mí, aunque sé que soy, no sé en qué medida pero soy, parte de ellos— aplauden, porque somos argentinos y los argentinos hacemos esas cosas.
 
SEIS. Aeropuertos Argentina 2000. Once años pasado de moda. Doce, desde la semana que viene. Quiero salir lo antes posible del, por antonomasia, no-lugar. Me sellan el pasaporte, espero mis valijas (que ya no se llaman, por Dios, de ninguna otra forma), las paso por el último escáner, ese donde el año pasado me tiraron a la basura el queso manchego y el jamón ibérico que traía de regalo, y donde esta vez al tipo que viene detrás de mí lo paran para preguntarle por todos esos relojes… y aunque me gustaría saber cómo sigue esa historia, la dejo ahí, porque lo que más quiero es caminar la treintena de metros que me faltan y atravesar la última valla y salir y abrazar a mis viejos, y sentirme, otra vez, en casa.



5 de diciembre de 2011

Filias y fobias




Una lectura de Era el cielo, de Sergio Bizzio (Interzona, Buenos Aires, 2007, y Caballo de Troya, Madrid, 2009)

El comienzo de Era el cielo encierra la violencia de un cross a la mandíbula: «Cuando llegué, dos hombres violaban a mi mujer». Dice la contratapa de la edición española que «una novela que empieza con esta frase está condenada a ser una birria comercial o a ser una obra maestra»; el texto del editor no lo afirma, pero permite entender que le cabe con mucha mayor justeza la segunda calificación que la primera. Aquí lo diremos de este modo: lo difícil, tras esa frase que atrapa y sacude por la sencillez de la prosa y la brutalidad de lo narrado, es lograr que lo que venga después esté a la altura de las expectativas generadas. Y Bizzio lo logra.

El personaje central y narrador de la novela, ese que al volver a casa se encuentra con dos tipos vejando a su esposa, es un hombre que tiene miedo. O mejor dicho, miedos, en plural: miedo a la muerte, a los aviones, a la locura, a las enfermedades, a las amputaciones… y a otras treinta y tantas cosas, según la lista que él mismo redacta en un pasaje de la novela (y hay más, claro, que se descubren a lo largo de la historia). Uno de esos miedos (o una de las formas de su Miedo) es el que le impide intervenir en la desgarradora escena central. Y la novela no es otra cosa que el camino del innominado personaje-narrador en busca de derrotar esos miedos, de dejarlos atrás.

Tres relaciones determinan la historia: dos de ellas se excluyen y la otra es su hilo conductor. Las primeras son relaciones de pareja: por eso se excluyen; la tercera es la del personaje con Julián, su hijo, el niño que lo ve todo con la ingenuidad y la lucidez que sólo tienen los ojos de un niño, y que es capaz de preocuparse porque su papá «no tiene nada», que no quiere un hermanito porque éste se comería lo que le gusta a él, que pregunta de pronto si todas las personas que hay ahora en el mundo se van a morir y que se enoja cuando su papá lo llama por teléfono, porque no le gusta hablar con su papá cuando está mirando los dibujitos.

MALDITA TV

En esta novela —al igual que en Realidad, la otra novela de Bizzio que se publica por estos días en España— el autor habla de un mundillo que conoce muy bien por propia experiencia: la televisión. Él mismo afirmó que Era el cielo está basada en ciertos sucesos de su vida personal. No cuesta mucho ver o imaginar elementos autobiográficos en el personaje del narrador, un guionista de telenovelas y series de TV que, cuando reseña las estadísticas de su producción, apunta: «En los últimos 15 años, como guionista, yo había escrito, directa o indirectamente, a razón de 20 libros semanales de 40 páginas cada uno durante 10 meses del año, un total de 120.000 páginas».

En otro pasaje, cuando alguien le pregunta a qué se dedica, el protagonista responde: «Soy guionista de televisión», a lo que el otro replica: «Lo siento». Entrevistado por Teína en 2006, poco antes de la publicación original de la novela en la Argentina, Bizzio soltaba un lamento parecido: «El año pasado, que escribía un programa diario, hasta soñaba con la televisión. Y no es lindo soñar con Osvaldo Laport. No es lo que quiero para mis sueños».

MANUAL DE FUNCIONAMIENTO DE UNA NOVELA

Y ya que hablamos de su publicación en la Argentina: ésta suscitó una suerte de mini polémica en los blogs argentinos, luego de que Mariana Enríquez lo criticara en Página/12 acusándola de «novela a medio terminar, con un narrador perezoso que olvida personajes por el camino y carece de herramientas técnicas o emocionales para profundizar». Más allá del elogio de Maximiliano Tomas en su blog (ya offline), la respuesta más fuerte al comentario de Enríquez fue la respetada palabra de Quintín, quien —sin haber leído Era el cielohabló en contra de los criterios y preceptos de los que partía la lectura de Enríquez.

Dice Quintín:

A mí, la idea de que un escritor tenga o deba tener «herramientas técnicas» y «herramientas emocionales» para «profundizar» me causa un poco de gracia. […] Los escritores escriben, no arman heladeras cuyo funcionamiento se puede controlar con un manual. […] En todo caso, puede ser una idea para el propio trabajo, una elección derivada de la psicología de cada uno, pero tiene algo de policial cuando se le exige a los demás, sobre todo desde la crítica. Aunque me temo que la crítica evoluciona cada vez más hacia ese tipo de medición brutal de una calidad previamente pautada. Lo que lleva a la simplificación y a la ceguera. Olvidarse un personaje, por ejemplo, puede ser un error grave, una omisión sin importancia o un postulado literario. Depende del caso. Ser errático, a su vez, es maravilloso en Sterne y penoso en Sabato.

Un comentario en el post de Quintín plantea: «La eterna discusión Aira-Piglia se reproduce a través de sus descendientes, ¿no?». En tal dicotomía, Aira representa la literatura de la soltura y la poca corrección, versus el trabajo arduo de hipercorrección simbolizado por los textos de Piglia. Si ese fuera el caso, Bizzio formaría parte del bando de Aira. Pero hay mucho más, claro. Si la discusión pudiera reducirse a eso, todo este texto no tendría sentido.

Para cerrar esta digresión quizá injustificada: Enríquez lee mal la novela de Bizzio. Al menos desde un punto de vista claramente objetivo, ya que se equivoca al glosar el argumento de la novela: ésta se divide en tres partes, la segunda de las cuales se ubica cronológicamente antes que la primera. Y de eso la comentarista no se dio cuenta. Quizá por eso —entre otras cosas— le parece tan malo lo que a nosotros nos parece tan bueno.

HORAS DE VUELO

Uno de los personajes de la novela, hablando a través del portero eléctrico, dice:

—Che… —pausa—. Che… —pausa—. Dale, che… —pausa—. Che, atendé… —pausa larga—. Che, ¿me oís?

Es una muestra, una de las más claras, de la capacidad de Bizzio para retratar diálogos y pequeños comportamientos cotidianos de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires de comienzos del siglo XXI. Entenderla no es difícil; quizá sí lo es captar su exacto sentido para quien no tenga en el oído el habla de Buenos Aires. En cualquier caso, Caballo de Troya está haciendo mucho por acercar a los escritores de aquel lado a estas tierras (Era el cielo y Realidad, de Bizzio, Las primas, de Aurora Venturini, y Opendoor, de Iosi Havilio, todos argentinos, son sus publicaciones más recientes).

El personaje de la novela tiene que superar el miedo a volar para hacer un viaje, por trabajo, a Madrid. Dos años después de su publicación en Buenos Aires, como si ella misma hubiera debido hacer un curso para animarse a surcar los aires, la novela se publica en Madrid. Quien pueda, que se embarque en ella y sume horas de vuelo.


Este texto, al igual que la reseña de la otra novela de Sergio Bizzio mencionada aquí, Realidad, se iba a publicar en el Nº 21 de la revista Teína, allá por abril de 2009. De ahí que algunos datos resulten hoy anacrónicos o no se correspondan con la realidad. Hasta ahora permanecía inédito.