19 de noviembre de 2012

Apuntes para un ensayo sobre Mad Men

Después de que mucho me la recomendaran, vi Mad Men. Cinco temporadas —65 capítulos— en unos tres meses. Me gustó mucho. A continuación, algunas ideas.

LOS PERSONAJES

Lo mejor de Mad Men es la construcción de los personajes y las relaciones entre ellos. Los personajes son seres complejísimos. Me dijo una amiga hace poco: no son buenos o malos, al que en un capítulo lo querés, en el siguiente lo odiás. Y es bastante así, creo. No son «buena gente», al menos no la clase de gente que se me viene a la cabeza cuando yo pienso en «buena gente», porque esa gente no ocupa los cargos más importantes de una empresa de publicidad en Nueva York. Ninguno es entrañable, todos intentan todo el tiempo mostrarse fuertes y ocultar sus debilidades y miserias. Para mantenerse allí necesitan un grado de competitividad, de ambición y de cinismo que los hacen muy buenos en lo suyo… y los alejan de mi concepto de «buena gente» (que no tiene por qué importarle a nadie más que a mí, desde luego).


Las tensiones entre los personajes hacen que cada interacción muchas veces parezca una burbuja de jabón, que mantiene un fino equilibrio entre las presiones internas y externas y que, en cualquier momento, revienta. ¿Cuáles son las relaciones más tirantes? Enumeremos algunas: Draper-Campbell, Campbell-Olson, Draper-Sterling, Campbell-Sterling, Olson-Holloway, Sterling-Holloway… y podríamos seguir. O sea, casi todos con todos.

SUPERHÉROES


Don Draper es una especie de superhéroe, del típico superhéroe estadounidense. Un tipo que empieza desde bien abajo (un self-made man) y acumula muchísimo poder (y dinero, mujeres, etc.). El mejor ejemplo del american dream hecho realidad. Pero, además, como todo buen superhéroe, tiene una identidad secreta y un punto débil, que en su caso son lo mismo: el pasado condena a Don Draper. O, mejor dicho, estuvo varias veces a punto de hacerlo.

En uno de los primeros capítulos de la serie, Betty le pregunta a su esposo: Who are you, Don Draper? Enterarse de su otra identidad representa el fin del ya desgastado matrimonio que arrastran por los suelos, algunas temporadas después. Por mucho que Don intente borrar las huellas de Dick Whitman, no puede hacerlo, como una metáfora de la imposibilidad del crimen perfecto. En todo caso, intenta dejar su antigua identidad al otro lado del país (que para los yanquis equivale al otro lado del mundo): California. Allí firma en una pared como «Dick».

Hasta tienen nombre de superhéroes: Mad Men, como Superman o Batman o Spiderman o, en plural, los X-Men. Mad men es como fueron llamados los ejecutivos de las agencias de publicidad neoyorkinas en aquella época, en un múltiple juego de palabras. La palabra inglesa para «publicidad» es advertising, y de forma coloquial se apocopa ad. De ad men (publicitarios, hombres de publicidad) a mad men (locos, hombres alocados) no había más que un paso, abreviado incluso por el hecho todas aquellas grandes empresas estaban en Madison Avenue.

Pero además, pensando en estas cosas, se me ocurrió una comparación: ¿Don Draper no es igual a Clark Kent? La diferencia radica en que, mientras que el Clark Kent trajeado de gris subiendo ascensores en edificios de NY es la pantalla de Superman (y, según la ya célebre afirmación que suelta David Carradine en Kill Bill, Clark Kent es tonto porque así es como nos ve Superman a los simples mortales), esa es la ropa de faena del superhéroe Draper. A este se le mueve la estantería cuando no va vestido así. Y mucho más cuando, como Superman, deja a la vista sus calzoncillos.


Christopher Reeve en la piel de Clark Kent y John Hamm como Don Draper

Pongo en Google «don draper superman» y me encuentro con rumores, de 2010, de que John Hamm, el actor que interpreta a Draper, haría de Superman en una nueva saga de películas del american superhero por excelencia. O sea, no soy el primero a quien se le ocurrió. Normal. Somos mucho menos originales de lo que solemos creernos. Y de lo que nos gustaría.

HISTORIAS DE AMOR

¿Cuál es la gran historia de amor de Mad Men? Seguro, ninguna de las de Don Draper. Creo que las grandes historias de amor son dos: Pete Campbell-Peggy Olson, por un lado, y Joan Holloway-Roger Sterling, por el otro. Curiosamente —o no— ambas presentan algunos palelismos: desde el principio son una infidelidad por parte del hombre, ambas parejas tienen un hijo pese a que en ningún momento la relación se «blanquea».

Seguramente las tres temporadas que quedan tienen reservados más capítulos relacionados con ambas historias.

CIENCIA-FICCIÓN AL REVÉS

Los años 50 y 60 —los de Mad Men— fueron los de los primeros viajes espaciales y del apogeo de la ciencia-ficción (de hecho, Ken Cosgrove cultiva este género). Estos relatos se esforzaban por imaginar los adelantos tecnológicos del año 2000 y cómo estos modificarían los hábitos de vida de las personas. Medio siglo después, podemos ver que sus aciertos fueron escasos y sus errores, multitudinarios: soñaron con computadoras gigantescas, autos voladores y robots sirvientes, y no previeron los teléfonos móviles, las tablets o internet.

Mad Men, en cambio, nos muestra los cambios culturales acontecidos desde su época hasta ahora. Las secretarias se sientan en las rodillas de los ejecutivos, los negros son solo ascensoristas o niñeras, los homosexuales son objeto de la burla y el desprecio, todos fuman en todas partes, salen de camping y para volver sacuden la manta y dejan toda la basura sobre el pasto, los padres no besan a sus hijos, sino que solo les dan la mano, cualquier adulto reprende y golpea a cualquier niño…

Si aquellas gentes hubieran tenido que hacer un inventario de las cosas de su época que creían que más sorprenderían a las gentes del futuro (del año 2000), seguramente habrían acertado tan poco y habrían fallado tanto como al escribir ciencia-ficción. Por eso, se me ocurre que Mad Men es como ciencia-ficción al revés: en lugar de mirar hacia el futuro tratando de adivinar, nos muestran el pasado para que nos sorprendamos de él.

¿Qué expresiones que en nuestro tiempo nos parecen lo más normal del mundo retratarán las series de «ciencia-ficción al revés» de dentro de medio siglo?



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5 de noviembre de 2012

Los diarios, esos cuadernos llenos de lo que fuimos

1

La última vez que estuve en la Argentina, se me dio por buscar unos cuadernos y echarles un vistazo. Me sorprendió leer lo que leí. No podía ser de otra manera. Esos cuadernos eran mis diarios. Comencé a escribirlos a mediados de 2004, hace más de ocho años, y sigo haciéndolo: me parece increíble pensar que cinco de esos años los llevo viviendo en Madrid. Y los seguiré escribiendo, seguramente. ¿Por qué?

2

Un diario es, entre otras cosas, una conversación con uno mismo. Así como a menudo hablar sirve para aclarar la mente, ordenar las ideas, organizar sentimientos, con la escritura pasa lo mismo. De un modo incluso más intenso. Porque lo escrito en tinta queda ahí, no como las palabras que uno pronuncia, a las cuales, muchas veces, se las lleva el viento. Escribir un diario sirve como catarsis. Libera tensiones y permite entender mejor lo que vivimos.

Me acuerdo de algunos ejemplos: la película The Woodsman, que retrata la lucha de un hombre —que acaba de salir de prisión tras cumplir una pena por pederastia— por no volver a abusar de menores. El psiquiatra le recomienda al protagonista (interpretado por el poliédrico Kevin Bacon) que escriba un diario. Era una manera de canalizar pulsiones y libidos.

Otra referencia (de las miles que se podrían citar) es el libro Una mujer en Berlín, de autora anónima. Anónima por propia voluntad: el texto es el diario de una habitante de la capital alemana entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945, es decir, durante el derrumbe final del Tercer Reich. La autora describe el día a día en los refugios antibombas y en las ruinas de los edificios donde ella y sus vecinos vivían.

Una presencia constante en sus páginas es uno de los horrores más silenciados de todas las guerras: las violaciones masivas de las mujeres del bando vencido por parte de los soldados del bando vencedor. Se estima que más de 100 mil mujeres alemanas fueron violadas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Nuestra autora anónima encontró los huecos entre los escombros —literales y metafóricos— para escribir con lápiz, en tres cuadernos que rescató de alguna parte en aquel infierno, a la luz de las velas, un relato macabro, descarnado, salpicado de humor negro y de una lucidez a prueba del fuego y de las vejaciones, un relato que la ayudó a conservar la cordura.


3

Un diario es, también, una cápsula del tiempo. Otro de nuestros vanos intentos por vencer al olvido, a la muerte. La búsqueda de dejar testimonio de lo que somos (lo que hacemos, lo que pensamos, lo que deseamos, lo que sentimos, lo que interpretamos de lo que hacemos, pensamos, deseamos y sentimos: todo eso es lo que somos) para que en el futuro alguien tenga, de primera mano, nuestra propia versión. Ese alguien puede ser el propio autor en el futuro (es decir, la persona en la que el paso del tiempo haya convertido al propio autor) u otro intruso que se asome a sus páginas (en mis sueños más megalómanos imagino a investigadores del futuro indagando en mis diarios las claves de mi obra).

4

Ricardo Piglia —quien afamó su diario a fuerza de mencionarlo una y otra vez en entrevistas y en textos ensayísticos y relatos autobiográficos (es decir, relatos autobiográficos que hablan de otro relato autobiográfico) dice que el diario es su «laboratorio de escritura». Es una linda manera de definirlo.

En su libro El escritor y la tradición, un estudio de la obra de Piglia, el cubano Jorge Fornet se permite dudar de la existencia real del diario. Cuando entrevisté a Piglia, en su casa de Palermo, en julio de 2007, me mostró uno de los innumerables cuadernos que lo componen. Era un volumen de tapas negras, parecido a un Moleskine pero de cubiertas flexibles. Según el escritor, antes se conseguían en cualquier parte y ahora solo los encuentra en una librería de La Boca…

En enero de 2011, los suplementos culturales Ñ (Clarín, Argentina) y Babelia (El País, España) anunciaron «uno de los acontecimientos literarios del año»: la publicación de fragmentos de los legendarios diarios de Ricardo Piglia. Leí algunos fragmentos y, la verdad, me aburrieron. Lo que Piglia había publicado antes eran micro-ensayos, párrafos que se presentan al lector (como alguna vez se habrían presentado al escritor) como una ráfaga de lucidez, un relámpago que ilumina el camino en mitad de la tormenta.

Estos trozos publicados en suplementos culturales, en cambio, sonaban a poca cosa, como el sueño descontextualizado de un desconocido. Los sueños ajenos solo nos interesan cuando nosotros formamos parte de ellos o dentro de un contexto que es, en realidad, lo que nos interesa, y gracias al cual el sueño adquiere sentido. Por eso, por ejemplo, Errata Naturae puede publicar una antología de los sueños de Kafka, titulada, con buen tino y sentido común, Sueños. ¿De dónde extrajeron los editores esos sueños? Elemental: de sus diarios.


5

Un diario, digamos, finalmente (o casi), es también un desafío. Es hacerle frente al miedo de que alguien ahora, en cualquier momento, se pueda introducir en nuestra más honda intimidad. Un modo de decir «me la banco»… Pero ¿es eso «nuestra más honda intimidad»? ¿Escribimos todo, sin reservas, en el diario? ¿Somos absolutamente sinceros con él? ¿Cuánto le mentimos? ¿Cuántas veces le contamos una historia no como fue sino como nos gustaría que fuera, que hubiera sido? ¿Cuántas de esas kafkianas historias fueron en efecto sueños, y cuántas habrán sido fantasías de la vigilia del escritor?

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—Me gustaría dedicarme al diario, ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable —me dijo Piglia en aquella entrevista, cuando le pregunté por sus proyectos futuros—. El diario tiene la virtud y el peligro de sustituir a la literatura, hay que tener cuidado con eso, pero es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Entonces me imagino que pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos. La cuestión para mí va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir ahí, ver cómo darles un eje.

—¿Pero saldría como un libro de ficción? —pregunté.

—No. Bueno, espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito, y ni siquiera reescribiría. Sencillamente me parece que lo que hay que hacer es un montaje, un experimento con una escritura que tiene muchísimos años y que intenta… El problema es ése: ¿que intenta qué? Esa es la pregunta que yo tengo que contestar. ¿Intenta mostrar una época? ¿Intenta mostrar la historia de un pensamiento que se va desarrollando, o una serie de experiencias, mi relación con las mujeres…? No sé, habría que ver cómo. Varias veces intenté sentarme a hacerlo, y siempre salí corriendo. Entonces la idea que tengo es «me voy a algún lado con los cuadernos y me voy a encerrar a trabajar en eso durante seis meses». Y algo saldrá, ¿no?



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29 de octubre de 2012

Constantino Bértolo: «Las multinacionales seguirán decidiendo qué “hay que leer”»

El editor español afirma que «un mercado electrónico global, por mucho que la red permita el acceso a más libros, pondrá de nuevo el futuro editorial y cultural en manos de las grandes multinacionales»

El viernes pasado estuve en la presentación de #Despacio, de Remedios Zafra, realizada en la librería Tipos Infames. La charla estuvo a cargo de los filósofos Fernando Broncano y Javier Ordóñez, además de la autora, pero quien ofició como «maestro de ceremonias» fue Constantino Bértolo, director literario de la editorial, Caballo de Troya (un sello del grupo Random House Mondadori).

Ver a Bértolo me recordó una mini-entrevista que le realicé hace tiempo, el año pasado, con motivo de un artículo en el que estaba trabajando pero que finalmente no escribí, sobre las vinculaciones entre editoriales españolas y argentinas. La consulta que le realicé puede resumirse en una pregunta central:

Hace años hubo una oleada de compras de editoriales argentinas por parte de editoriales españolas. Ahora la tendencia parece ser la de que editoriales medianas y pequeñas de aquí y allí se asocien. ¿Cómo definirías el momento actual de las relaciones entre las editoriales de ambas orillas?

Lo que sigue es su extensa respuesta.



Datos básicos:

-La potencia industrial del sector editorial español requería ampliar su mercado, entrando en los mercados latinoamericanos. Para eso era necesario: que ese mercado tuviera capacidad de pagar las importaciones, que se ampliara y estabilizara, que la relación dólar-euro se equilibrase (cosa que ha sucedido últimamente).

-Frente a la debilidad de los mercados latinoaméricanos y aprovechando el costo más bajo de la producción en esos países, el sector editorial español «desembarcó» de manera directa con sucursales y la compra de editoriales en esos mercados. Ese es el momento que corresponde a la oleada de que hablas en tu pregunta.

Actualmente, la mejora en el tipo de cambio, el dinamismo de las nuevas editoriales española (las llamadas nuevas independientes: Periférica, Impedimenta, Libros del Asteroide, Errata Naturae) y las facilidades en la información, comunicación e intercambio de conocimiento que produce la red han dado fluidez a un mejor y más actual conocimiento de lo que, a nivel editorial y literario, se está fraguando culturalmente a uno y otro lado del océano.

Esta nueva situación está originando nuevas formas de intercambio, desde la cooperación hasta la integración. Las pequeñas editoriales independientes ven en algunos mercados, como Argentina, Chile, Uruguay, México y Colombia, oportunidades para rentabilizar su trabajo. Para hacerlo, hay tres posibles estrategias que ya se han puesto en marcha:

1) Crear sellos binarios, que editen en España y en esos mercados, aprovechando sinergias. Es el caso de Lengua de Trapo o Katz.

2) Mejorar la distribución de los libros en esos mercados. Esta estrategia es la que están desarrollando tanto las pequeñas editoriales españolas —Periférica, Alpha Decay, Gadir— como algunas independientes latinoamericanas —Eterna Cadencia, Estruendo, Alfabía—. Cuanto más se estabilicen esos mercados (mejor distribución, mejores garantías de pago), esta estrategia se mostrará más favorable.

3) Acuerdos de cooperación e intercambio entre las pequeñas editoriales de uno y otro lado: estudiar la posibilidad de compartir autores. Esto antes lo llevaban a cabo algunos sellos de las grandes multinacionales, pero esa política siempre estaba determinada por los altos costos y la poca expectativa de recuperar las inversiones. En ese campo, las pequeñas editoriales actúan mejor, porque viajan «menos cargadas de equipaje».

Es decir: en la actualidad (y más si el tipo de cambio mantiene su actual tendencia) las condiciones son muy favorables para que cualquiera de esas estrategias dé lugar a un mayor y mejor intercambio de títulos y autores.

La única sombra que veo es, sin embargo, muy relevante: la edición electrónica se saltará fronteras y peculiaridades nacionales. Un mercado electrónico global para la edición en castellano, por mucho que la red permita el acceso a más libros, pondría seguramente de nuevo el futuro editorial y cultural en manos de las grandes multinacionales. El problema es que, en ese caso, serán las multinacionales y los medios de comunicación que las acompañan las que seguirán  decidiendo la jerarquía de la visibilidad, es decir, determinando qué libros o autores «hay que leer».

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22 de octubre de 2012

Encuentro Literario Sinécdoque,
diez años después

1

Los pormenores del diálogo los olvidé. Sé que en algún momento Octavio me dijo: «No, no hay escritores de Varela», y que yo, después de una pausa, le respondí: «Nosotros».

Días o semanas más tarde, Octavio me propuso que formáramos un grupo. Un grupo de escritores. Gente como nosotros, que escribiera y tuviera ganas de compartir lo que escribía con otras personas que no fueran sus parejas o sus amigos más cercanos, que en general no pueden decirte más que «está lindo» y darte una palmadita en la espalda. Le dije que sí, claro, entusiasmado. Hicimos unos cartelitos de esos con las tiritas abajo que se pueden recortar, con algún número de teléfono (creo recordar que era el fijo de Octavio) y con una dirección de e-mail. Recuerdo que dijimos que no podíamos poner solo un mail, porque de ese modo estaríamos dejando fuera a mucha gente que todavía no usaba el correo electrónico. Cómo cambiaron las cosas en diez años. Porque ya diez años pasaron de todo aquello. Que para algunas cosas no es nada (según el tango, la mitad de nada), pero para otras es mucho tiempo.

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Así fue como convocamos gente y enseguida fuimos cinco: Sergio, Sabina, Elisa, Octavio y yo. Y poco después llegó Patricia, un poco más tarde pero a tiempo, y así quedó conformado el equipo.

Primero pensamos en reunirnos cada quince días, para no agobiar a nadie, pero cuando nos quisimos dar cuenta nos veíamos todas las semanas. Siempre alrededor de un par de mesas del bar Los Angelitos. (Para quienes no conocen nuestro terruño: en la esquina de Monteagudo —que todavía no era peatonal— y Juan Vásquez, calle a la que le cambiaron el nombre hace años, hacía ya años, le pusieron Presidente Perón, o Teniente General Perón, o algo así, pero para todos sigue siendo Juan Vásquez, hasta para Google Maps).

Había que buscar un nombre. No recuerdo cómo fue, pero creo que propusimos varios y yo propuse Sinécdoque, una figura retórica que consiste en decir la parte por el todo, o el todo por la parte, o la especie por el género, o viceversa, y etcétera. Y gustó, y quedó. Es curioso: recién ahora, diez años después, mientras redacto estas líneas, se me da por googlear la palabra «sinécdoque». El primer resultado es la entrada de la Wikipedia, y lo primero que aclara es su significado etimológico: «comprensión simultánea». Y pienso en cuánto de comprensión simultánea hubo en aquellas seis personas en aquel momento de sus vidas, de nuestras vidas.

Después siempre fantaseábamos con la idea de que algún día, junto a alguna de las mesas a las que solíamos sentarnos, pongan un cartel que diga: «MESA SINÉCDOQUE».

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Esta clase de encuentros se producen de forma muy azarosa. Es estar en el lugar oportuno en el momento justo. Como en el amor. Aquella época, en aquel Florencio Varela de finales de 2002, nos encontró a los seis —Elisa, Patricia, Sabina, Sergio, Octavio y yo— en situaciones un poco raras, sin o con poco trabajo, en momentos que eran o parecían de cambios en la vida de cada uno. Ese hecho, creo, fue fundamental, no solo para que tuviéramos más tiempo para reunirnos, sino, fundamentalmente, porque teníamos energía disponible y lista para ser invertida en un proyecto como este. Un proyecto que empezó sin que tuviéramos claro hacia dónde iría, y que fue hacia todas partes y hacia ninguna.

4

Y entonces escribíamos. Y cada encuentro era una fiesta. Leíamos lo nuestro en voz alta, leíamos y escuchábamos lo que habían escrito los demás, nos criticábamos, aprendíamos unos de otros, nos reíamos, disfrutábamos. Eran eso: encuentros. De hecho, ese fue el nombre que elegimos: no éramos un «grupo» ni un «círculo literario» ni un «taller». Éramos el Encuentro Literario Sinécdoque.

(Busco en el diccionario «encontrar».  La quinta acepción es la que refiere ese sentido: «Dicho de dos o más personas: Hallarse y concurrir juntas al mismo lugar». Pero también me llaman la atención las dos primeras acepciones. La primera: «Dar con alguien o algo que se busca». La segunda: «Dar con alguien o algo sin buscarlo». Entonces, si es dar con algo o alguien tanto si se busca como si no, ¿para qué la aclaración? ¿Por qué no decir directamente «Dar con algo o alguien», y nos ahorramos una acepción? Pues quizá por gente como nosotros, que dimos con gente que buscábamos pero sin buscarla. Como la famosa cita de Cortázar en Rayuela: andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.)

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En aquella época en que nos parecía elitista poner solamente una dirección de e-mail, nunca habíamos escuchado, por supuesto, hablar de los blogs. Así que, cuando nos picó el bichito de crear una publicación (como a todo grupo de personas que se precie de reunirse en nombre de la literatura) la hicimos en papel. Dos hojitas tamaño office plegadas, que daban lugar a ocho paginitas con espacio suficiente para todos. La llamamos Caos, en homenaje a un libro de Adolfo Bioy Casares publicado en 1935. Fue uno de los primeros libros de Bioy, de los que luego él se avergonzaba. Una crítica de la época en La Nación era despiadada:

Un desaforado afán de notoriedad mantiene desde hace largo tiempo en los alrededores de la literatura a personas que seguramente tendrían honesta ocupación en cualquiera otra actividad (…) Muchas reflexiones semejantes podrían expresarse a propósito de la publicación de Caos, si algún mérito de este libro lo justificase. No puede ser más lastimosa la lectura de sus páginas, en las que sólo es dable advertir un acierto, consistente en la propiedad del uso de un vocablo, el del título: caos.

Nos divertíamos mucho leyendo ese tipo de cosas, y entonces nuestra revistita se llamó Caos y llevaba como eslogan: «No puede ser más lastimosa la lectura de sus páginas». El eslogan también aplicable, desde luego, a este blog.

Editamos tres números y se nos quedó en las gateras el cuarto. Tuvimos alguna pequeña satisfacción al enterarnos de que alguien la había leído y le había gustado, o de que no sé quién había preguntado cuándo saldría el siguiente número. Imagino que en algún lugar de la casa de mis padres, en Florencio Varela, sobreviven mis ejemplares. Una amiga varelense que vive en España desde hace años (desde aquella época) y se muda mucho, cada vez que se muda ve aparecer sus ejemplares de Caos. Entonces los mete en una caja, y al desarmar la caja los vuelve a ver aparecer, y los saluda y se despide de ellos hasta la siguiente mudanza. Pero siempre que eso ocurre me lo cuenta. Y eso, de alguna manera, mantiene con vida a Caos.

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Nos reunimos semanalmente, si no recuerdo mal, durante un año y medio, desde septiembre u octubre de 2002 hasta marzo o abril de 2004. Casi al mismo tiempo varios de nosotros conseguimos nuevos trabajos, y eso nos dejó menos tiempo, y supongo que aquello —como todo— duró lo que tenía que durar. Nos dejó excelentes momentos, el recuerdo de unos encuentros divertidísimos, el cariño hacia aquellos compañeros de ruta y un manojo de cuentos y poemas. Varios de los cuentos que escribí en aquella época forman parte de un libro que lleva mi firma y está por ver la luz. De alguna manera, este libro también es un retoño del Encuentro Literario Sinécdoque. Y esa publicación, y nuestros recuerdos, y este post, de alguna manera, lo mantienen con vida. Aunque, parafraseando una frase de Woody Allen que recuerdo haber citado en más de uno de aquellos encuentros, seguro que Sinécdoque preferiría no seguir viviendo en los libros ni en los blogs ni en los recuerdos de nadie, sino allá, una vez a la semana, alrededor de un par de mesas del bar Los Angelitos.

15 de octubre de 2012

La Torre de Joyce

1

En su extenso prólogo al Ulises, escrito en 1975, José María Valverde señala que en agosto de 1904 James Joyce

con su amigo el estudiante de medicina y alevín literario Oliver St. John Gogarty (en Ulises, Buck Mulligan) y un estudiante inglés interesado en la lengua y las tradiciones irlandesas (Trench: Haines en el libro), se instaló, cerca de Dublín, en una de las torres llamadas «Martello», fortificaciones cilíndricas construidas en 1804, en número de varios centenares, por las cosas británicas, contra posibles desembarcos napoleónicos, y entonces, un siglo después, cedidas en barato alquiler a quien tuviera la humorada de meterse en tales construcciones. Por lo que se puede ver en [el capítulo 1], la idea de los jóvenes era establecer en esa redonda morada el ómphalos, el ombligo de una gestación cultural, una helenización de Irlanda con signo anticasticista. Pero la convivencia no duró más que una semana y, según se alude en el libro, terminó literalmente a tiros, dirigidos contra unas cacerolas que colgaban sobre la cabecera de Joyce.

En la misma edición de Lumen, después del prólogo, aparece un resumen del contenido de cada capítulo. Allí se señala que el primer pasaje de la novela transcurre «en la plataforma superior de una vieja torre redonda de fortificación, en Sandycove, afueras de Dublín».

Desde Napoléon hasta Joyce había pasado un siglo, y desde Joyce hasta nosotros, otro, pero la torre, me dije, debía seguir ahí, nadie la habría derrumbado. Así que cuando estuve en Dublín, busqué Sandycove. El mejor lugar para buscar un sitio de «las afueras» es el plano del ferrocarril. Ahí lo encontré. Está claro que podría haber buscado esta información antes de viajar a Dublín, pero no lo hice. Así que, una vez en la propia capital irlandesa, compré un billete de ida y vuelta hasta la estación llamada Sandycove & Glasthule, sin saber qué encontraría allí.




2
 

Bajé del tren y no quise preguntar nada a nadie. Me lancé a la aventura para que lo que encontrara por ahí me sorprendiera. Sabía que debía tener cerca el mar, pero no tenía muy claro dónde. Caminé un poco por las callecitas de un barrio de casitas bajas y, al llegar a una esquina, vi el mar. Caminé hasta el parque situado en la costanera, donde algunas personas caminaban y otras hacían footing.

Al poco de andar, un cartel me hizo saber que mi búsqueda no sería en vano: como epígrafe de una foto aparecían las palabras «Vista de la Torre de Joyce».




Poco después tuve en persona la vista de la llamada —como acababa de enterarme— Torre de Joyce y saqué una foto similar a la que ilustraba el cartel.




3

Caminé por el sinuoso asfalto que sube hacia la Torre. (Aquí el plano en Google Maps de la zona.) Me sorprendí (pero no mucho) de ver cómo algunas personas se bañaban en el mar, mientras yo andaba con zapatillas, vaqueros y una campera bastante abrigada.



Finalmente, llegué a la Torre. En ese momento momento me enteré de que hay allí un James Joyce Museum. La puerta estaba cerrada.



Al lado, el cartel de la foto, que informa:

Aviso a los visitantes: Hasta nuevo aviso, el museo solo abrirá para visitas concertadas. Hace falta avisar con antelación (…) Pedimos disculpas por los inconvenientes ocasionados.

El papel manuscrito añade los siguientes datos:

Museo abierto el jueves 21 de junio de 9.30 a 11 horas.

Yo estuve allí el lunes 18 de junio (dos días después del Bloomsday). El añadido con birome a la izquierda se indigna:

Closed on Bloom’s Weekend?? WTF??? FOR SHAME!

que en español sería algo así como:

¿Cerrado el fin de semana del Bloomsday? ¿Cómo mierda puede ser? ¡UNA VERGÜENZA!

El último añadido, con birome celeste, dice «I agree», o sea, «Estoy de acuerdo». Yo también lo estuve.


4
 

Pero bueno, yo estaba allí, en la mismísima Torre de Joyce, y que el museo estuviera cerrado no iba a impedirme sacarme la correspondiente foto de recuerdo.


Ni grabar un video para tener una panorámica de 360 grados de aquel lugar.


5

Cuando escribí uno de los anteriores posts sobre mi visita a Dublín, me enteré de la existencia de la Orden del Finnegans, una agrupación compuesta por escritores españoles que «tiene como único propósito la veneración por la novela Ulises de James Joyce». Entre las excentricidades —por llamarlas de algún modo— que forman parte de la rutina de este grupo se encuentra la de terminar cada Bloomsday en la Torre Martello de Sandycove «donde leen unos fragmentos», según explica su sitio web. «En ese mismo acto se nombra a un nuevo caballero. Tras la ceremonia caminan hasta el pub Finnegans en la vecina población de Dalkey donde dan fin a su acto anual». Esto lo supe yo al escribir el citado post, y por eso no cumplí con tal rutina al visitar la torre. La próxima vez será.

Posdata a este parágrafo: tras escribir ese post, escribí tuits mencionando a los Caballeros de la Orden del Finnegans presentes en Twitter para darles a conocer que había hablado de ellos aquí en unabirome. Uno de ellos, Malcolm Otero Barral, me respondió: «Yo sí creo que la traducción de Salas Subirat es superior a la de Valverde». Es coherente con el hecho de que en el Bloomsday de este año hayan leído un fragmento de la traducción de Subirat.




6

Cumplida mi visita a la torre de Joyce, retorné a la estación Sandycove & Glasthule para tomarme el tren a Dublín. Como tantas veces pasa en la vida, en el camino de vuelta descubrí indicaciones que me hubieran sido valiosas a la ida, y que entonces ya no me aportaban más que una anécdota. Como el peine que te dan cuando te quedás pelado, Ringo Bonavena dixit.






Así que quien quiera ir, ya sabe: la Torre está a 1,1 km desde la estación de tren, 14 minutos a pie. Por supuesto, solo para frikis y fanáticos. Gente normal, abstenerse (y espere mi siguiente post sobre Dublín, que se titulará «Dublineses encantos (2)», será la segunda parte del primer artículo y cerrará mi serie de textos sobre la capital irlandesa).

8 de octubre de 2012

Tesoro encontrado: The Medium is the Massage, de Marshall McLuhan

El medio es el mensaje es uno de los libros de no ficción más famosos publicados durante el siglo XX. Marshall McLuhan logró lo que muy pocas personas pueden lograr: convertir una frase propia, el título de la obra, en una auténtica frase popular, un cliché, casi un proverbio. Y es, por supuesto, un clásico entre los clásicos para los periodistas y estudiosos de la comunicación. La edición original de The Medium is the Massage: An Inventory of Effects tiene 160 páginas, se publicó en 1967 y vendió cientos de miles de ejemplares, de modo que no es tan difícil hallar uno de aquellos originales editados por Bantam Books en Estados Unidos. Pero siempre tiene su emoción dar con un volumen con tanta historia…

Lo encontré en la librería Arrebato Libros. En la tapa dice que 45 años atrás costaba un dólar con 45 centavos, pero a mí me costó un poco más, je.

Encontrar este libro me llevó a conocer una historia curiosa. El título, como puede verse en la foto, es The Medium is the Massage. ¿«Massage»? Yo sabía que «mensaje» en inglés se dice message, y que massage era «masaje». Por eso, después de llevarme el libro, el título me hizo dudar. ¿Acaso había sido presa de un engaño? ¿Había pisado el palito comprando una especie de parodia?

En cuanto estuve frente a la compu, busqué la información. En efecto, mis conocimientos de inglés, pese a su escasez, esta vez no me traicionaban. Pero entonces… ¿«El medio es el masaje»? El artículo sobre McLuhan de la Wikipedia en español no hace la menor mención del asunto. La entrada en inglés sí aporta algunos datos.

Dice que el autor optó por el término «masaje» por iniciativa de Quentin Fiore, co-autor del libro, responsable de su original diseño gráfico, ya que la obra explica cómo los medios de comunicación «masajean» los sentidos de las personas. Entonces está bien, es una metáfora, pero ¿por qué la frase que se hizo célebre habla de mensaje y no de masaje?

La explicación, por fin, la encontramos en la web oficial de Marshall McLuhan. En la sección de «Preguntas frecuentes (y respuestas)», Eric, el hijo mayor del académico muerto el último día de 1980, explica:

En realidad, el título fue un error. Cuando el libro volvió de la imprenta, en la tapa aparecía la palabra «Masaje», tal como todavía ocurre. Se suponía que el título era «El medio es el mensaje», pero el tipógrafo se había equivocado. Cuando Marshall lo vio, dijo: «¡Déjenlo así! Es genial, y además ¡da justo en el blanco!». Ahora hay cuatro lecturas posibles para la última palabra del título, todas ellas precisas: «mensaje» (message), «masaje» (massage), «la era de la confusión» (mess age) y «la era de las masas» (mass age).

Me parece una historia extraordinaria. Tan extraordinaria como la escena de Annie Hall, de Woody Allen, en que hace un cameo el propio McLuhan. 


«Hasta mis falacias usted las explica al revés», dice McLuhan. Maravilloso.

30 de septiembre de 2012

Pan y queso

Cuento publicado hace unos meses en la revista 054.
 

Pan. Todo pasa de repente: el Dani, los dos pies alineados hacia mí, el taco derecho apoyado en el puntín del izquierdo, me mira con ansiedad. Queso, pronuncio al tiempo que imito su gesto, mi pie derecho se acopla al izquierdo en línea recta hacia él. Todos nos miran con ansiedad.

Pan.                                                                                                                                     Queso.

Es curioso: la estamos pisando el Dani y yo para disputarnos quién elegirá tercero y quién cuarto, porque ya sabemos quién va a ser el primero que elija cada uno. El de él, el Negro Flores, el que mejor mueve la bocha en todo el barrio. El mío, Ramiro, que es mi amigo.

Pan.                                                                                                              Queso.

Pan y queso, vamos diciendo. Él da un pasito, un paso del tamaño exacto de su pie, y después yo hago lo mismo, una vez cada uno, nos vamos acercando como dos trenes que van a chocar de frente, y cuando estemos muy cerca uno de los dos dará un paso que dejará la punta de su pie demasiado cerca de la punta del pie del otro, y entonces ese otro, con su siguiente paso, lo pisará. Y elegirá primero.

Pan.                                                                                       Queso.

Ramiro no es muy bueno al fóbal, pero es mi amigo. Al Dani esas cosas no le importan: solo quiere ganar. Por eso sabemos que va a elegir primero al Negro Flores, que es un engreído, un morfón insoportable, un sorete.

Pan.                                                                Queso.

Estoy nervioso. No pensé que me pondría así la otra vez, cuando para que me dejara de joder le dije que sí, que estaba bien, que lo definíamos con un picadito acá en el potrero.

Pan.                                         Queso.

¿A quién se le habrá ocurrido, cómo habrá nacido esa forma de decidir quién elige primero a la hora de armar los equipos? ¿Cuándo y dónde un chico habrá sido el primero en sentir la satisfacción de pisar el pie de su rival?

Pan.                  Queso.

Siento bajo mis pies los pozos que dejaron los caballos que pasaron por acá después de la lluvia de anteayer.

Pan, queso
PAN.

Mierda.

Ramiro, dice el Dani. ¿Eh? Desconcierto. Desconcierto total en la cara de Ramiro, en la mía, en la de todos. Me toca. ¿A quién elijo? Al Negro Flores, ni en pedo. Más desconcierto. El Polaquito, digo. El Negro, señala el Dani al Negro Flores, la sonrisa enorme en sus caras. Elijo al Flaco Meza…

Me ganó cuando me ganó el pan y queso, que en realidad está definido desde el principio: el orden es invariable, el tamaño de cada pie también. Una vez que empieza, solo queda esperar que la suma de los pasos revele al inevitable ganador. Yo no quería jugar en contra de Ramiro. Tiene la malicia del diablo, el Dani, el hijo de puta. ¿Cuánto salimos? Ni me acuerdo. Creo que ellos metieron algún gol más que nosotros…



10 de septiembre de 2012

El show de los muertos

Una lectura de Los Living, de Martín Caparrós (Anagrama, Premio Herralde 2011)

1

En 1999 el músico argentino Charly García anunció que, durante un recital multitudinario que brindaría en Buenos Aires, realizaría una performance impactante: varios helicópteros arrojarían maniquíes al Río de la Plata, como una representación de los llamados «vuelos de la muerte», operaciones realizadas durante la última dictadura militar argentina (1976-1983) en las que prisioneros políticos eran arrojados con vida a las aguas del río. La idea del rockero —cuyas posturas de denuncia y resistencia contra la dictadura han estado siempre fuera de discusión— suscitó el rechazo masivo de la opinión pública, y en particular fue la oposición de las Madres de Plaza de Mayo la que lo llevó a descartar la idea.

Es posible que el de García haya sido el único intento serio de tratar la cuestión de las víctimas de ese genocidio desde el arte sin la solemnidad con la que siempre es abordada. El mismo músico, un cuarto de siglo antes, compuso la canción «El show de los muertos», que dice:

Tengo los muertos todos aquí,
¿quién quiere que se los muestre?
Unos hincados, otros de pie,
todos muertos para siempre.
Elija usted en cuál
de todos ellos se puso a pensar (…)
¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?


2


La novela Los Living, de Martín Caparrós, se ubica en una línea familiar: nuestra relación con los muertos. La manera de vincularse con ellos ha definido y define a todas las culturas. Nada acumula más ritos ni mitos que la muerte, o, mejor dicho, lo que viene después de la muerte: lo desconocido. Los Living imagina una operación artística que toma como eje la muerte, la despoja de todo bagaje religioso («la religión son las metáforas que significan una sola cosa; el arte son las que pueden decirte lo que quieras», afirma uno de los personajes) y enseguida deriva en campaña de marketing, acción comercial. El show de los muertos. Y esto cambia de manera radical la relación entre vivos y muertos en la Argentina del cambio de milenio, un país que implosionaba tras diez años de un gobierno que había indultado a los responsables del genocidio. Un país con —en palabras de Rodolfo Walsh, asesinado por la dictadura— sus muertos bien muertos y los asesinos probados, pero sueltos.

Como operación literaria, en cambio, Los Living fracasa. Le sobran, para decirlo en términos coloquiales, más de la mitad de las páginas. En el comienzo, la novela otorga una clave: empieza con el nacimiento del protagonista, Nito, el 1 de julio de 1974, el día de la muerte de Juan Domingo Perón. La fecha se lee como un punto de inflexión: una de las muertes más célebres de la Argentina del siglo XX, que representó la liberación de la espiral de violencia que había de saldarse con 30 mil desaparecidos, da lugar al nacimiento de quien cambiará la relación entre vivos y muertos. Pero la mejor referencia hay que buscarla, como suele ocurrir, en sentido oblicuo. ¿O es casual el nombre del protagonista, tocayo de Nito Mestre, compañero de Charly García en el dúo Sui Generis, que publicó precisamente en 1974 el disco Pequeñas anécdotas sobre las instituciones… que incluye, sí, «El show de los muertos»?

3

Después de ese comienzo en clave, la novela desbarranca. Muy bien habría hecho el Nito-narrador de la mayor parte del libro en hacer caso a Holden Caulfield cuando en el comienzo de The Catcher in the Rye habla de lo aburrido que sería si se pusiera a hablar de dónde nació y de cuán difícil fue su niñez y de qué se ocupaban sus padres antes de tenerlo y «de toda esa mierda estilo David Copperfield». Caparrós no le ahorra al lector ninguno de esos detalles ni un ápice de ese aburrimiento. Tras andar a los tumbos durante ¡300! páginas, llega un momento en que Nito describe su actividad: «Le decía [a la gente] que buenos días, cómo está, tengo una historia que contarle». Y poco más adelante: «El don no es nada sin trabajo». Pues de eso se trata. El don de contar historias exige el trabajo de pulirlas, de quitar lo que sobra. Y esas primeras 300 paginitas podrían haberse quedado en casa. En el final llega la Movida Living y el lector, si aún sigue ahí y el cansancio se lo permite, quizá puede disfrutar un poco.

Caparrós es un excelente cronista a quien, además, no se le da mal esto de los galardones literarios: ya en 2004 recibió el Premio Planeta de América Latina, gracias a su novela Valfierno. En sus textos narrativos se respira la intensidad de sus crónicas, la ebullición de las ideas, la búsqueda de exprimir la sintaxis para extraer de ella un poco más que lo de siempre… Y, sin embargo, su literatura no termina de cuajar. Como si, desde dentro, las desmesuradas ambiciones forzaran demasiado la piel cuarteada del texto y las costuras saltaran a la vista. Con menos, Caparrós habría logrado mucho más. Como Nito y compañía, que no anuncian que arrojarán maniquíes al río sino que los plantan en plena calle, a ver qué sale. Como quien dice: tengo los muertos todos aquí, ¿quién quiere que se los muestre?

3 de septiembre de 2012

La vida en los tiempos de internet

Facebook, Twitter y la web en general están cambiando para siempre el mundo en el que vivimos. Ventajas, riesgos e incertidumbres de lo que se viene.
 

(Artículo publicado en la revista Peces de Ciudad, Nº 4, agosto de 2012)


GANAR DINERO CON FACEBOOK 

«¿Querés ganar dinero con Facebook?», anuncia un mensaje leído en algún muro del propio Facebook. ¡Claro! Si nos pasamos horas y horas metidos allí gratis, ¿qué no haríamos por dinero? Entonces vienen las instrucciones:

1) Andá a la configuración de tu cuenta.
2) Pulsá «desactivar cuenta».
3) ¡A trabajar!

Y es que, sí: hay personas que dedican mucho tiempo no solo a Facebook, sino también a Twitter, YouTube, Instagram, Whatsapp, etc. Términos que hasta hace poco no significaban nada y ahora concentran gran parte de la vida social de millones de personas en casi todo el mundo. Y nuestro tiempo no es infinito: para hacer algo nuevo, tenemos que dejar de hacer cosas que hacíamos antes. Vos, ¿qué dejaste de hacer para estar ahí?


¡ETIQUETAME!

Sobre este tema se dicen y se escriben infinidad de cosas. Desde los más apocalípticos, los que creen que todo tiempo pasado fue mejor y que ningún contacto que no sea cara a cara puede ser bueno, hasta los más integrados, quienes dan gracias por haber nacido en el momento adecuado y se preguntan —sin hallar respuestas— cómo hacía la gente para vivir antes de que existiera internet.


El artículo tal como se publicó en Peces de Ciudad

Todos los extremos son malos, se suele decir. Así que mejor ni tan allá ni tan acá. Un reciente artículo publicado por el diario español El País habla de la «Humanidad 2.0». Se refiere al hecho de cómo en muy poco tiempo pasamos a estar increíblemente conectados y pone el ejemplo de las fotos: hasta hace unos años, teníamos que sacarlas con un rollo que limitaba la capacidad a 24 o 36 imágenes, no había forma de saber cómo habían salido hasta que las revelábamos, cosa que en promedio hacíamos dos o tres semanas después y que costaba bastante dinero. Y si queríamos mostrárselas a los amigos, había que organizar una reunión, encontrar el momento oportuno…

«Aquello tenía su encanto», dirá alguien. Y sí, sin duda, lo tenía. Y podemos seguir haciéndolo así. Pero ¿es comparable eso con la posibilidad de sacar cientos de fotos cada día, ver cómo salen en el mismo momento, compartirlas de inmediato con los amigos de cualquier lugar del mundo, gastar dinero en imprimir solo las que valen la pena?


ANTES Y DESPUÉS

Los especialistas señalan que estamos viviendo una época de transición, que marcará un antes y un después más notable que el generado por la creación de la imprenta, a finales del siglo XV. Por eso, dicen, en estos momentos conviven tres generaciones:

1) Los mayores, digamos los que tienen más de 65 años, que no usan las nuevas tecnologías. Son los últimos «analfabetos digitales».


2) Los niños, que han nacido y crecen en un mundo donde las computadoras y los teléfonos celulares forman parte del paisaje cotidiano. Ellos son los primeros «nativos digitales».


3) Los que están en esa franja de entre 15 y 65 años, que somos la mayoría y a quienes nos toca el duro y fascinante reto de haber nacido en un mundo y tener que aprender a vivir en otro.

Los cambios generados por internet y las nuevas tecnologías alcanzan todas las esferas, desde la creación artística hasta la ciencia, desde las formas de relacionarnos con los demás hasta las de educarnos y trabajar. Incluso cambian nuestra forma de ser. Muchos estudios llegan a conclusiones alarmistas: dicen que internet nos vuelve superficiales, desmemoriados, que nos hace perder creatividad y capacidad de concentración. Otros, en cambio, señalan que las estructuras y capacidades cerebrales se favorecen y que los «nativos digitales» tienen más materia gris en la parte inferior de la corteza cerebral parietal. O sea: que su cerebro está más desarrollado que el nuestro. ¿Cuál será el resultado de todo esto? Quién sabe…


LO QUE HACEMOS CON LA TECNOLOGÍA

 
Tapa de Peces de Ciudad, Nº 4
Como siempre, lo más importante no es la herramienta sino lo que las personas hacemos con ella. Un cuchillo puede servir para matar pero también para cortar y compartir la comida. Si lo hipervinculado y fragmentario y multimediático de internet nos hace perder concentración, tendremos que aprender a dedicar momentos para ciertas lectura «a la antigua», aunque haya que desconectar el módem o el router para lograrlo. Si Facebook o Twitter o lo que sea en internet son causa de nuestra procrastinación (es decir, dejar todo el tiempo para mañana lo que debemos hacer hoy), no hace falta desactivar la cuenta, como pedía el chiste del principio: bastará con aprender a imponernos determinadas reglas de autodisciplina.

Pero eso no es nuevo, siempre estuvo ahí. La diferencia es que antes los estímulos eran otros. Así que no se trata de sentirse culpables por usar las redes sociales en internet, sino de aprender a usarlas bien, y que la tecnología no sea sinónimo de perder el tiempo sino de lo contrario: de ganarlo.

18 de agosto de 2012

«Happy Bloomsday» (2)

Para leer la primera parte de este artículo, click aquí.

5

Después de pasar por el James Joyce Centre, me desentendí por un rato del Bloomsday. Fui a comer algo por el centro. Cuando me propuse retomar el camino joyceano, me dije que era una buena oportunidad para sacarme una foto con la estatua de Joyce erigida en pleno centro de Dublín. Lo curioso fue que, por casualidad, coincidí allí con un doble del escritor, a quien había visto en el Centre y que en ese momento pasaba por allí de camino hacia el St. Stephen’s Green, el parque donde se desarrollarían los actos principales del día. Así que no solo me saqué una foto con la estatua de Joyce, sino también con su «doble»: un actor muy parecido al escritor y preparado para la ocasión. Parafraseando el título de cierta película: Cristian, Joyce y otro Joyce.


6

Me propongo ahora un acto de justicia histórica. Muchísimo se habla del valor del gesto del Dante, que escribió la Divina Comedia en honor de su amada Beatriz, a la que vio apenas una o dos veces. ¿Cuánto más valioso no resulta escribir una obra maestra como el Ulises en honor de tu amada, a la que no podés idealizar después de haber visto apenas un par de veces, sino que se trata de la mujer con la que te casaste, tuviste hijos y compartiste cada día de tu entera vida, desde los 22 años y hasta el fin?

Joyce conoció a Nora Barnacle, una criada de hotel, caminando por la calle. Según José María Valverde, «resulta muy joyceano que barnacle sea “lapa” y “percebe”, buenos símbolos de la adhesión fidelísima y paciente con que aquella inculta e importante mujer supo siempre aguantar y ayudar a su difícil compañero, cuya obra no leyó jamás». El primer paseo nocturno juntos lo dieron el 16 de junio de 1904. Para homenajear esa fecha Joyce escribió un libro gigantesco, como quien, con tal de no bajarse del caballo, conquista el Asia.

Pero no fue solo eso. Así como la fecha en que transcurren los hechos del Ulises se basan en un hecho real de la vida de Joyce, lo mismo ocurre con 7 Eccles St., la dirección de la casa de Leopold Bloom en la ficción. Allí vivía un amigo de Joyce, John Francis Byrne. El escritor lo fue a visitar el 4 de agosto de 1909, durante un viaje a Dublín cuando él ya residía en Trieste (Italia). Poco después, aún en la capital irlandesa, Joyce se encontró con otro viejo amigo, un tal Vincent Cosgrave. Y este se jactó de que, durante el verano de 1904, época en la que Joyce empezó su relación con Nora, también él, Cosgrave, había salido con ella. Dicen los biógrafos que el escritor se sintió devastado por la noticia y le envió varias cartas recriminatorias a su mujer por aquella supuesta infidelidad.

La amargura, por suerte, duró poco. El domingo 8 de agosto, cuatro días después de su primera visita, Joyce volvió a acercarse al número 7 de Eccles St. y allí su amigo Byrne lo puso al tanto de la falsedad de las versiones de Cosgrave. Tan bien se sintió el escritor con esta noticia que se quedó a cenar con su amigo, pasó toda la noche allí y se fue recién después de desayunar el día siguiente.

Así funcionan los escritores: lo que tienen que decir, lo dicen en sus libros. Por gratitud con Byrne, Joyce inmortalizó su casa convirtiéndola en la casa de Leopold Bloom, y a su manera también eternizó al propio Byrne: Leopold Bloom tiene su mismo peso y su misma estatura. Además, según José María Valverde, Joyce atribuyó a instigaciones de otro viejo conocido, Oliver St. John Gogarty, las versiones de la infidelidad de Nora. Por tal motivo, como venganza, lo caricaturizó para siempre como el traidor Buck Mulligan, que se pelea con Stephen Dedalus en el primer capítulo de la novela.

7

Camino al St. Stephen's Green, además de ver a la gente por la calle vestida como si fuera el 16 de junio de 108 años antes, también es posible comer lo que Leopold Bloom comió aquel día: un emparedado de queso gorgonzola y un vaso de vino de Borgoña, tal como indica el cartel. Doce euros con cincuenta por un sánguche y un vaso de vino es una auténtica barrabasada.






8

Llego a la puerta principal del St. Stephen’s Green justo cuando un grupo de mujeres personificadas como Molly Bloom, la esposa de Leopold, se disponían a recitar la última parte del célebre capítulo final de la novela: el monólogo interior en la duermevela de la esposa del protagonista. Tuve tiempo de sacar mi teléfono y grabar un video.



Al final, la infaltable foto de las Mollys Bloom con Joyce.


Esta otra chica, por su parte, ya dentro de los jardines, también recitó un fragmento del monólogo de Molly.


9

Finalmente llegamos todos al lugar del evento mayor, en el parque St. Stephen’s Green. Hay allí una especie de glorieta, que alojó los actos centrales. Estos consistieron en lecturas de fragmentos del Ulises e interpretación de canciones relacionadas con la novela.




El siguiente video muestra a un cantante interpretando una obra que incluye los versos «I am the boy / that can enjoy /invisibility», citados en el primer capítulo de la novela (el texto dice que es parte de «the pantomime of Turko the Terrible», es decir, un espectáculo navideño, que al parecer se estrenó en Dublín en 1873 pero luego estos mismos versos se hicieron famosos al ser incluidos en una puesta en escena de Simbad el Marino en 1892... todo esto según el libro Allusions in Ulysses: An Annotated List, de Weldon Thornton, pero bueno, no es más que otra de las infinitas alusiones y referencias de la novela).


El toque hispánico (que no está de más, por cierto: Molly Bloom es hija de una española) estuvo dado por la presencia de los Caballeros de la Orden del Finnegans. Son estos unos escritores españoles lo suficientemente locos como para fundar una Orden que «tiene como único propósito la veneración por la novela Ulises de James Joyce». Tienen una serie de rutinas, como la obligación de estar presentes cada año en Dublín en el Bloomsday (bueno, pueden faltar una vez por década), nombrar un nuevo miembro de la orden mientras celebran la fecha, etc. En esta ocasión, estuvieron presentes seis de ellos: Eduardo Lago, Antonio Soler, José Antonio Garriga Vela, Jordi Soler, Malcolm Otero Barral y Marcos Giralt Torrente. El ausente fue el más famoso de ellos: Enrique Vila-Matas.



Después de presentarse, los Caballeros leen en castellano los dos primeros párrafos del capítulo 8:

Roca de ananá, limón confitado, mantecado escocés. Una chica azucarpegajosa sirviendo paladas de cremas para un hermano cristiano. Linda fiesta escolar. Malo para sus barriguitas. Fabricantes de pastillas y confituras para Su Majestad el Rey. Dios. Salve. Al. Sentado en su trono, chupando azufaifas rojas hasta el blanco.

Un sombrío joven de la Y. M. C. A., vigilante entre los cálidos vapores dulces de Graham Lemon, puso un volante en la mano del señor Bloom.

Me parece interesante destacar que, pese a su origen peninsular, no leen la traducción de José María Valverde sino la del argentino José Salas Subirat, quien volcó la novela al español por puro placer, en sus ratos libres. Esta versión se publicó en Buenos Aires en 1945 y hasta la aparición del texto de Valverde, en 1976, fue la única traducción a nuestro idioma. (Para más datos sobre esta historia y este traductor, este artículo del gran Juan José Saer.)

Los Caballeros de la Orden del Finnegans se despiden con su lema, la frase final del capítulo 6:

Gracias. ¡Qué grandes estamos esta mañana!

(En el original: «Thank you. How grand we are this morning!»)

Muchos de los artistas que pasaron por el escenario saludaron al comenzar y al terminar con una frase que es, a la vez que una expresión de deseos, una señal de identidad: «Happy Bloomsday».

Fue muy divertido estar allí, pese a lo poco agradable del clima irlandés al aire libre, aunque fuera junio.

10

Como destaca este artículo, el Bloomsday 2012 tuvo una particularidad: fue el primero desde que la obra de Joyce pasó al dominio público, ya que en enero de 2011 se cumplieron 70 años de su muerte (los textos entran en dominio público el primer día del año siguiente a cuando se cumple ese lapso). Esto quiere decir que desde ahora y para siempre se puede explotar comercialmente la obra de Joyce sin pagar por los derechos de autor (siempre y cuando se respete su autoría, claro).

Dedido a eso, este año hubo multitud de actividades, más de las ya numerosas que normalmente se celebraban: obras de teatro, películas experimentales, lecturas públicas, conferencias, charlas, conciertos y hasta aplicaciones para teléfonos móviles.

Lo malo es que uno es un ser limitado y no puede estar en todas partes. Es más, no puede estar en casi ninguna. Apenas en una. Precisamente por eso, me siento muy afortunado de haber podido estar este 16 de junio en Dublín. Happy Bloomsday para todos.