23 de octubre de 2010

Una pequeña vía de escape para el laberinto del precio de los libros

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UNO. Hace unos días coincidí con un escritor argentino de visita en Madrid. Contaba, asombrado, que compró aquí un libro de la editorial Acantilado por 9 euros, es decir, unos 50 pesos en la moneda de nuestra patria. Se trataba de Antón Chéjov, de Natalia Guinzburg, un pequeño volumen de 88 páginas que él había visto en la Argentina… por la friolera de 200 pesos.

—¿Literalmente doscientos pesos? —pregunté, creyendo que aquello podía ser una forma de decir, una exageración.
—Sí, doscientos —me respondió.

¿Cómo es posible que un libro cueste cuatro veces más en un país donde el poder adquisitivo promedio debe andar por la mitad que aquí?

Los motivos —me explicaron en esa misma charla— son básicamente dos.

DOS. El primero es que la mayoría de las editoriales españolas, si quieren que sus libros lleguen a la Argentina, deben exportar ejemplares: no pueden imprimirlos allá. ¿Por qué? Porque la legislación de nuestro país establece un proceso harto dificultoso para otorgar licencias a editoriales extranjeras para que puedan imprimir en la Argentina.

El segundo, que el precio final con el que el libro llega a los estantes de las librerías argentinas depende pura y exclusivamente del capricho de los distribuidores. Ni la editorial ni los libreros (ni mucho menos el autor, desde luego) tienen ninguna injerencia en esta cuestión.

Así, los distribuidores son amos y señores de la importación de libros. Y se aprovechan de la gran ventaja que poseen: la exclusividad. O les comprás a ellos, o no accedés al material.

—¿Dónde? ¿En (la librería) Guadalquivir? —le preguntó alguien al escritor.
—Sí.
—Claro, es el único lugar donde lo tienen…

Seguramente no será esa la única librería donde lo tengan, pero sí una de las (muy) pocas.

TRES. Para sostener la primera de las causas citadas (la dificultad de las editoriales extranjeras para imprimir allá) seguramente muchos enarbolarán la bandera de la defensa de la industria nacional. Sobre este particular en concreto no emitiré opinión, ya que doy por hecho que intervienen en el asunto muchísimos otros factores que desconozco. Pero sí opino sobre el resultado de este tipo de medidas: que los lectores argentinos no accedan a los libros. Porque ¿quién comprará un librito de 88 páginas por 200 pesos?

—Mirá que para que no lo compre yo… —dijo el escritor, gran lector de Chéjov y de Guinzburg, durante la charla.

Y que los lectores argentinos no accedan a los libros que desean seguro, pero segurísimo, que no le hace ningún bien ni a la industria nacional, ni a la cultura nacional, ni a ningún otro aspecto relacionado con este tan maltratado adjetivo.

CUATRO. Las editoriales grandes son multinacionales y tienen filiales locales —como Planeta o Alfaguara— o bien imprimen sus libros allá con licencias a nombre de otras empresas —por ejemplo, Anagrama—. Eso permite que, por ejemplo, Blanco nocturno, de Ricardo Piglia, se comercialice en España a 19 euros y en Argentina a 59 pesos (unos 10,70 euros). Es decir, algo más razonable.

CINCO. La tendencia actual es la de que editoriales más pequeñas establezcan alianzas con el fin de saltarse la trampa de la distribución. Uno de los ejemplos más visibles últimamente es el de Páginas de Espuma (España) y La Compañía (Argentina).

En tándem, acaban de publicar Unos días en el Brasil, un diario de viaje de Adolfo Bioy Casares que permanecía inédito hasta ahora. El resultado es un volumen que en España cuesta 9,90 euros y en la Argentina, 52 pesos (unos 9,40 euros).

En este caso puntual, la casa argentina hizo gran parte del trabajo: contratación, corrección, maquetación, y además consiguió las fotos hasta ahora inéditas de Bioy que integran el libro y encargó el postfacio a Michel Lafon parte del etc. Luego envió los documentos a su socia española, que «nada más» debía imprimirla (aunque realizó mucho más que eso: se ocupó de la tarea de difusión y marketing en España, organizó una presentación de la novela, una muestra de las fotos en la Casa de América...).

El acuerdo entre ambas editoriales persigue dos fines: a) publicar y distribuir algunos de los libros de Páginas de Espuma en la Argentina (ya salieron El último minuto, de Andrés Neuman, y Tres por cinco, de Luisa Valenzuela); y b) hacer lo mismo en España con algunos de los libros de La Compañía (entre ellos, Unos días en el Brasil). De este modo, todos salen ganando: las editoriales, porque sus libros pueden llegar a un público masivo —entiéndase este término con las lógicas reservas del caso— al otro lado del Atlántico, y los lectores, que tienen la posibilidad de acceder a los textos sin someterse a precios prohibitivos.

SEIS. Nada de esto es lo ideal, lógicamente. Ojalá la Argentina tuviera una industria editorial fuerte, con muchas editoriales que tuvieran la posibilidad de competir internacionalmente en el mercado de la lengua española, que produjera sus propias traducciones y de ese modo pudiera evitar los argots madrileños o catalanes con que tantas veces tenemos que leer a autores llegados de las más diversas latitudes… Pero, por el momento, parece una salida para el dédalo, un hilo de Ariadna para evitar que el Minotauro de los distribuidores siga obligándonos a pagar el tributo que, insaciable, exige.

SIETE. Y lo que nos queda —y ojalá nos quede siempre— es revolver en los puestos de las librerías de usados y de viejo, donde suelen esperarnos grandes obras y grandes alegrías. En el Parque Rivadavia, en la Cuesta de Moyano o en cualquier vereda en que alguien decida extender un trapo y apoyar encima unos cuantos ejemplares. Nunca se sabe cuál de esos trapitos callejeros puede convertirse, de modo efímero pero innegable, en una pequeña puerta del Cielo.

ACTUALIZACIÓN IMPORTANTE. He corregido algunos datos erróneos que aparecían en la versión original de este post, tras recibir un e-mail de Santiago Biedma, asistente editorial de La Compañía, que con enorme amabilidad me los señalaba. Esa información se halla en el apartado "Cinco" de mi texto. En el primer comentario al artículo se pueden leer lo que decían los párrafos publicados originalmente. Santiago: muchas gracias.

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12 de octubre de 2010

Hansel y Gretel como maestros del crimen

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Algunos apuntes sobre Blanco nocturno, de Ricardo Piglia

UNO. —¿La novela en la que trabaja ahora es Blanco nocturno? —le pregunté a Ricardo Piglia cuando lo entrevisté, en julio de 2007, en su casa de Palermo Viejo, en Buenos Aires.
—Sí. Tengo una primera versión…

—Esa novela ya la menciona en entrevistas de hace tiempo, como 15 años, más o menos.
—Más o menos, sí. Ya no me acuerdo bien, pero es un libro que empecé antes de Plata quemada, creo. Tiene que ver con esa idea de «le voy a dedicar un tiempo a este libro», que es lo que va a suceder ahora. Voy a trabajar en este libro un año, a ver qué pasa. Pero estas son circunstancias menores, lo único que importa es el libro cuando sale, eso es lo que vale.

—¿Cómo es la fase previa, la construcción de un libro?
—Lo que tengo es siempre una suerte de nudo previo, y después el sistema consiste en incorporar más historias, más relatos… y eso también lleva tiempo. Pero es así como trabajo. La de Blanco nocturno es una historia muy sencilla: Emilio Renzi se va, durante la época de la guerra de las Malvinas, se encierra en la casa de un amigo, con su diario, y hay una vecina y él tiene una historia con la vecina. Eso sería el asunto. Y van a un lado. Hacen un viaje juntos. Pero esa historia, la línea, se va a modificar en el sentido de que, espero, lo que está pasando, es que empiezan a intercalarse otras historias ahí adentro…

DOS. Sin embargo, la versión final de Blanco nocturno (la publicada por Anagrama hace unas pocas semanas) no tiene nada que ver con Renzi espiando a una vecina. El propio autor lo explica en una entrevista más reciente, publicada por el diario español La Vanguardia:

Siempre había querido escribir sobre un primo mío (Luca) que se había esforzado por mantener una fábrica de objetos imposibles y que de chico me construía juguetes fantásticos. Una vez me hizo un Nautilus de Julio Verne. En este sentido era una artista, porque no tenía en cuenta su utilidad. En una segunda versión, Renzi espiaba a su vecina (la pelirroja Sofía) y esta le conducía a Luca, en la época de la guerra de las Malvinas. Todo era muy cerrado. Después la novela se fue abriendo, con Luca como eje central y el resto girando a su alrededor...

TRES. Blanco nocturno es un poco de muchas cosas diferentes. Entre ellas, es un policial, y como en todo policial hay un detective y hay pistas e indicios diseminados aquí y allá. Veamos algunos: el comisario Croce es una derivación (lo cuenta Piglia, en la misma entrevista citada más arriba) de Cruz, el sargento que deserta para irse con Martín Fierro. Es amigo del comisario Laurenzi, el investigador de los cuentos policiales de Rodolfo Walsh; de Treviranus, a quien «habían cesanteado como si él hubiera sido el culpable de la muerte de ese imbécil pesquisa amateur que se dedicó a buscar solo al asesino de Yarmolinski»: la alusión corresponde a «La muerte y la brújula», de Borges; y del comisario Leoni, personaje de Adolfo Pérez Zelaschi (1920-2005).

«Gente de la vieja época, todos peronistas que habían andado metidos en toda clase de líos.» Es muy curioso pensar al Treviranus borgeano como peronista, pero ¿por qué no? Piglia, una vez más, se enlaza en la tradición argentina, prolífera en el género policial, ahora a través de sus protagonistas. «Treviranus, Leoni, Laurenzi, Croce, a veces se juntaban en La Plata y se ponían a recordar los viejos tiempos —dice la novela—. ¿Pero existían los viejos tiempos?»

CUATRO. Unos días atrás, un cable de la agencia AFP se titulaba: El problema de escribir novelas policiales en la Argentina es la misma policía. Así, sin comillas; es decir, la periodista que lo firma no citaba a sus entrevistados sino que asumía esa afirmación como propia. (Se lo puede leer menos como un error que como un acto fallido.)

Uno de los autores mencionados por el artículo es Carlos Gamerro, quien hace unos años publicó un texto muy interesante hablando del mismo tema. En el decálogo que establece para escribir policiales en la Argentina, afirma: «Los detectives privados son indefectiblemente ex-policías o ex-servicios. La investigación, por lo tanto, sólo puede llevarla a cabo un periodista o un particular».

En Blanco nocturno, Piglia parece asumir tal verdad, aunque los hechos que relata sean previos a la última dictadura militar (la que establece el aparato de terror más horroroso y cuyas bases persisten aún, treinta y tantos años después). Croce es reemplazado en la investigación por un periodista, Emilio Renzi (el mismo periodista que, en plena dictadura, irá a investigar su propia historia, como ya lo sabemos desde hace tres décadas: Respiración artificial), y a Croce lo encierran… en el manicomio del pueblo.

«Voy a descansar unos días acá —dice el comisario—. De vez en cuando hay que estar en un loquero, o hay que estar preso, para entender cómo son las cosas en este país. Preso ya estuve hace años, prefiero descansar aquí.»

CINCO. Entonces Croce se aleja de la tradición de Laurenzi o Treviranus para acercarse a la de Isidro Parodi, el preso de Borges y Bioy que resolvía casos policiales. El periodista Renzi investiga, pero —como dice Gamerro— «el propósito de esta investigación puede ser el de llegar a la verdad y, en el mejor de los casos, hacerla pública; nunca el de obtener justicia». La forma argentina de la novela policial, que debe seguir los mismos pasos que la mecánica nacional (según el narrador de Blanco nocturno): copiar-adaptar-injertar-inventar.

Y así la trama de la novela se va alejando del policial y pasa a ser otra cosa: un texto sobre las falsas percepciones, sobre las cosas que parecen ser unas y en realidad son otras. (Quizá para hablar de la propia novela, que parece un policial y no lo es.)

SEIS. En la entrevista de La Vanguardia citada antes, Piglia dice que usa el género policial como «una máquina de narrar: supone una investigación de algo que el investigador no acaba de entender y que averigua a medida que va narrando. No impone su visión del mundo, sino que vacila ante lo incierto y plantea hipótesis que le permiten descifrar la realidad».

—Si cambiamos investigador por escritor, le estamos definiendo —le dice el periodista.
—Pero eso está en la tradición argentina: Borges, Onetti, Felisberto Hernández…

(Para hablar de la tradición argentina, el escritor apela a la tradición argentina de apropiarnos de los autores uruguayos y, en su listado de tres, incluye a dos.)

El periodista comete un error que puede ser crucial para entender a Piglia: confunde narrador con autor, como si fuese este último el que «no acaba de entender y averigua a medida que va narrando». En realidad es todo lo contrario, como lo ha señalado Piglia en numerosas oportunidades: el autor tiene todo clarísimo y va dejando pistas como Hansel y Gretel. El autor es el criminal, el lector es el detective que debe desentrañar las pistas y esclarecer el caso. De eso se trata.

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