29 de octubre de 2012

Constantino Bértolo: «Las multinacionales seguirán decidiendo qué “hay que leer”»

El editor español afirma que «un mercado electrónico global, por mucho que la red permita el acceso a más libros, pondrá de nuevo el futuro editorial y cultural en manos de las grandes multinacionales»

El viernes pasado estuve en la presentación de #Despacio, de Remedios Zafra, realizada en la librería Tipos Infames. La charla estuvo a cargo de los filósofos Fernando Broncano y Javier Ordóñez, además de la autora, pero quien ofició como «maestro de ceremonias» fue Constantino Bértolo, director literario de la editorial, Caballo de Troya (un sello del grupo Random House Mondadori).

Ver a Bértolo me recordó una mini-entrevista que le realicé hace tiempo, el año pasado, con motivo de un artículo en el que estaba trabajando pero que finalmente no escribí, sobre las vinculaciones entre editoriales españolas y argentinas. La consulta que le realicé puede resumirse en una pregunta central:

Hace años hubo una oleada de compras de editoriales argentinas por parte de editoriales españolas. Ahora la tendencia parece ser la de que editoriales medianas y pequeñas de aquí y allí se asocien. ¿Cómo definirías el momento actual de las relaciones entre las editoriales de ambas orillas?

Lo que sigue es su extensa respuesta.



Datos básicos:

-La potencia industrial del sector editorial español requería ampliar su mercado, entrando en los mercados latinoamericanos. Para eso era necesario: que ese mercado tuviera capacidad de pagar las importaciones, que se ampliara y estabilizara, que la relación dólar-euro se equilibrase (cosa que ha sucedido últimamente).

-Frente a la debilidad de los mercados latinoaméricanos y aprovechando el costo más bajo de la producción en esos países, el sector editorial español «desembarcó» de manera directa con sucursales y la compra de editoriales en esos mercados. Ese es el momento que corresponde a la oleada de que hablas en tu pregunta.

Actualmente, la mejora en el tipo de cambio, el dinamismo de las nuevas editoriales española (las llamadas nuevas independientes: Periférica, Impedimenta, Libros del Asteroide, Errata Naturae) y las facilidades en la información, comunicación e intercambio de conocimiento que produce la red han dado fluidez a un mejor y más actual conocimiento de lo que, a nivel editorial y literario, se está fraguando culturalmente a uno y otro lado del océano.

Esta nueva situación está originando nuevas formas de intercambio, desde la cooperación hasta la integración. Las pequeñas editoriales independientes ven en algunos mercados, como Argentina, Chile, Uruguay, México y Colombia, oportunidades para rentabilizar su trabajo. Para hacerlo, hay tres posibles estrategias que ya se han puesto en marcha:

1) Crear sellos binarios, que editen en España y en esos mercados, aprovechando sinergias. Es el caso de Lengua de Trapo o Katz.

2) Mejorar la distribución de los libros en esos mercados. Esta estrategia es la que están desarrollando tanto las pequeñas editoriales españolas —Periférica, Alpha Decay, Gadir— como algunas independientes latinoamericanas —Eterna Cadencia, Estruendo, Alfabía—. Cuanto más se estabilicen esos mercados (mejor distribución, mejores garantías de pago), esta estrategia se mostrará más favorable.

3) Acuerdos de cooperación e intercambio entre las pequeñas editoriales de uno y otro lado: estudiar la posibilidad de compartir autores. Esto antes lo llevaban a cabo algunos sellos de las grandes multinacionales, pero esa política siempre estaba determinada por los altos costos y la poca expectativa de recuperar las inversiones. En ese campo, las pequeñas editoriales actúan mejor, porque viajan «menos cargadas de equipaje».

Es decir: en la actualidad (y más si el tipo de cambio mantiene su actual tendencia) las condiciones son muy favorables para que cualquiera de esas estrategias dé lugar a un mayor y mejor intercambio de títulos y autores.

La única sombra que veo es, sin embargo, muy relevante: la edición electrónica se saltará fronteras y peculiaridades nacionales. Un mercado electrónico global para la edición en castellano, por mucho que la red permita el acceso a más libros, pondría seguramente de nuevo el futuro editorial y cultural en manos de las grandes multinacionales. El problema es que, en ese caso, serán las multinacionales y los medios de comunicación que las acompañan las que seguirán  decidiendo la jerarquía de la visibilidad, es decir, determinando qué libros o autores «hay que leer».

Post relacionado: Mario Muchnik o la imperiosa necesidad de editar libros

22 de octubre de 2012

Encuentro Literario Sinécdoque,
diez años después

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Los pormenores del diálogo los olvidé. Sé que en algún momento Octavio me dijo: «No, no hay escritores de Varela», y que yo, después de una pausa, le respondí: «Nosotros».

Días o semanas más tarde, Octavio me propuso que formáramos un grupo. Un grupo de escritores. Gente como nosotros, que escribiera y tuviera ganas de compartir lo que escribía con otras personas que no fueran sus parejas o sus amigos más cercanos, que en general no pueden decirte más que «está lindo» y darte una palmadita en la espalda. Le dije que sí, claro, entusiasmado. Hicimos unos cartelitos de esos con las tiritas abajo que se pueden recortar, con algún número de teléfono (creo recordar que era el fijo de Octavio) y con una dirección de e-mail. Recuerdo que dijimos que no podíamos poner solo un mail, porque de ese modo estaríamos dejando fuera a mucha gente que todavía no usaba el correo electrónico. Cómo cambiaron las cosas en diez años. Porque ya diez años pasaron de todo aquello. Que para algunas cosas no es nada (según el tango, la mitad de nada), pero para otras es mucho tiempo.

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Así fue como convocamos gente y enseguida fuimos cinco: Sergio, Sabina, Elisa, Octavio y yo. Y poco después llegó Patricia, un poco más tarde pero a tiempo, y así quedó conformado el equipo.

Primero pensamos en reunirnos cada quince días, para no agobiar a nadie, pero cuando nos quisimos dar cuenta nos veíamos todas las semanas. Siempre alrededor de un par de mesas del bar Los Angelitos. (Para quienes no conocen nuestro terruño: en la esquina de Monteagudo —que todavía no era peatonal— y Juan Vásquez, calle a la que le cambiaron el nombre hace años, hacía ya años, le pusieron Presidente Perón, o Teniente General Perón, o algo así, pero para todos sigue siendo Juan Vásquez, hasta para Google Maps).

Había que buscar un nombre. No recuerdo cómo fue, pero creo que propusimos varios y yo propuse Sinécdoque, una figura retórica que consiste en decir la parte por el todo, o el todo por la parte, o la especie por el género, o viceversa, y etcétera. Y gustó, y quedó. Es curioso: recién ahora, diez años después, mientras redacto estas líneas, se me da por googlear la palabra «sinécdoque». El primer resultado es la entrada de la Wikipedia, y lo primero que aclara es su significado etimológico: «comprensión simultánea». Y pienso en cuánto de comprensión simultánea hubo en aquellas seis personas en aquel momento de sus vidas, de nuestras vidas.

Después siempre fantaseábamos con la idea de que algún día, junto a alguna de las mesas a las que solíamos sentarnos, pongan un cartel que diga: «MESA SINÉCDOQUE».

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Esta clase de encuentros se producen de forma muy azarosa. Es estar en el lugar oportuno en el momento justo. Como en el amor. Aquella época, en aquel Florencio Varela de finales de 2002, nos encontró a los seis —Elisa, Patricia, Sabina, Sergio, Octavio y yo— en situaciones un poco raras, sin o con poco trabajo, en momentos que eran o parecían de cambios en la vida de cada uno. Ese hecho, creo, fue fundamental, no solo para que tuviéramos más tiempo para reunirnos, sino, fundamentalmente, porque teníamos energía disponible y lista para ser invertida en un proyecto como este. Un proyecto que empezó sin que tuviéramos claro hacia dónde iría, y que fue hacia todas partes y hacia ninguna.

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Y entonces escribíamos. Y cada encuentro era una fiesta. Leíamos lo nuestro en voz alta, leíamos y escuchábamos lo que habían escrito los demás, nos criticábamos, aprendíamos unos de otros, nos reíamos, disfrutábamos. Eran eso: encuentros. De hecho, ese fue el nombre que elegimos: no éramos un «grupo» ni un «círculo literario» ni un «taller». Éramos el Encuentro Literario Sinécdoque.

(Busco en el diccionario «encontrar».  La quinta acepción es la que refiere ese sentido: «Dicho de dos o más personas: Hallarse y concurrir juntas al mismo lugar». Pero también me llaman la atención las dos primeras acepciones. La primera: «Dar con alguien o algo que se busca». La segunda: «Dar con alguien o algo sin buscarlo». Entonces, si es dar con algo o alguien tanto si se busca como si no, ¿para qué la aclaración? ¿Por qué no decir directamente «Dar con algo o alguien», y nos ahorramos una acepción? Pues quizá por gente como nosotros, que dimos con gente que buscábamos pero sin buscarla. Como la famosa cita de Cortázar en Rayuela: andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos.)

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En aquella época en que nos parecía elitista poner solamente una dirección de e-mail, nunca habíamos escuchado, por supuesto, hablar de los blogs. Así que, cuando nos picó el bichito de crear una publicación (como a todo grupo de personas que se precie de reunirse en nombre de la literatura) la hicimos en papel. Dos hojitas tamaño office plegadas, que daban lugar a ocho paginitas con espacio suficiente para todos. La llamamos Caos, en homenaje a un libro de Adolfo Bioy Casares publicado en 1935. Fue uno de los primeros libros de Bioy, de los que luego él se avergonzaba. Una crítica de la época en La Nación era despiadada:

Un desaforado afán de notoriedad mantiene desde hace largo tiempo en los alrededores de la literatura a personas que seguramente tendrían honesta ocupación en cualquiera otra actividad (…) Muchas reflexiones semejantes podrían expresarse a propósito de la publicación de Caos, si algún mérito de este libro lo justificase. No puede ser más lastimosa la lectura de sus páginas, en las que sólo es dable advertir un acierto, consistente en la propiedad del uso de un vocablo, el del título: caos.

Nos divertíamos mucho leyendo ese tipo de cosas, y entonces nuestra revistita se llamó Caos y llevaba como eslogan: «No puede ser más lastimosa la lectura de sus páginas». El eslogan también aplicable, desde luego, a este blog.

Editamos tres números y se nos quedó en las gateras el cuarto. Tuvimos alguna pequeña satisfacción al enterarnos de que alguien la había leído y le había gustado, o de que no sé quién había preguntado cuándo saldría el siguiente número. Imagino que en algún lugar de la casa de mis padres, en Florencio Varela, sobreviven mis ejemplares. Una amiga varelense que vive en España desde hace años (desde aquella época) y se muda mucho, cada vez que se muda ve aparecer sus ejemplares de Caos. Entonces los mete en una caja, y al desarmar la caja los vuelve a ver aparecer, y los saluda y se despide de ellos hasta la siguiente mudanza. Pero siempre que eso ocurre me lo cuenta. Y eso, de alguna manera, mantiene con vida a Caos.

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Nos reunimos semanalmente, si no recuerdo mal, durante un año y medio, desde septiembre u octubre de 2002 hasta marzo o abril de 2004. Casi al mismo tiempo varios de nosotros conseguimos nuevos trabajos, y eso nos dejó menos tiempo, y supongo que aquello —como todo— duró lo que tenía que durar. Nos dejó excelentes momentos, el recuerdo de unos encuentros divertidísimos, el cariño hacia aquellos compañeros de ruta y un manojo de cuentos y poemas. Varios de los cuentos que escribí en aquella época forman parte de un libro que lleva mi firma y está por ver la luz. De alguna manera, este libro también es un retoño del Encuentro Literario Sinécdoque. Y esa publicación, y nuestros recuerdos, y este post, de alguna manera, lo mantienen con vida. Aunque, parafraseando una frase de Woody Allen que recuerdo haber citado en más de uno de aquellos encuentros, seguro que Sinécdoque preferiría no seguir viviendo en los libros ni en los blogs ni en los recuerdos de nadie, sino allá, una vez a la semana, alrededor de un par de mesas del bar Los Angelitos.

15 de octubre de 2012

La Torre de Joyce

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En su extenso prólogo al Ulises, escrito en 1975, José María Valverde señala que en agosto de 1904 James Joyce

con su amigo el estudiante de medicina y alevín literario Oliver St. John Gogarty (en Ulises, Buck Mulligan) y un estudiante inglés interesado en la lengua y las tradiciones irlandesas (Trench: Haines en el libro), se instaló, cerca de Dublín, en una de las torres llamadas «Martello», fortificaciones cilíndricas construidas en 1804, en número de varios centenares, por las cosas británicas, contra posibles desembarcos napoleónicos, y entonces, un siglo después, cedidas en barato alquiler a quien tuviera la humorada de meterse en tales construcciones. Por lo que se puede ver en [el capítulo 1], la idea de los jóvenes era establecer en esa redonda morada el ómphalos, el ombligo de una gestación cultural, una helenización de Irlanda con signo anticasticista. Pero la convivencia no duró más que una semana y, según se alude en el libro, terminó literalmente a tiros, dirigidos contra unas cacerolas que colgaban sobre la cabecera de Joyce.

En la misma edición de Lumen, después del prólogo, aparece un resumen del contenido de cada capítulo. Allí se señala que el primer pasaje de la novela transcurre «en la plataforma superior de una vieja torre redonda de fortificación, en Sandycove, afueras de Dublín».

Desde Napoléon hasta Joyce había pasado un siglo, y desde Joyce hasta nosotros, otro, pero la torre, me dije, debía seguir ahí, nadie la habría derrumbado. Así que cuando estuve en Dublín, busqué Sandycove. El mejor lugar para buscar un sitio de «las afueras» es el plano del ferrocarril. Ahí lo encontré. Está claro que podría haber buscado esta información antes de viajar a Dublín, pero no lo hice. Así que, una vez en la propia capital irlandesa, compré un billete de ida y vuelta hasta la estación llamada Sandycove & Glasthule, sin saber qué encontraría allí.




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Bajé del tren y no quise preguntar nada a nadie. Me lancé a la aventura para que lo que encontrara por ahí me sorprendiera. Sabía que debía tener cerca el mar, pero no tenía muy claro dónde. Caminé un poco por las callecitas de un barrio de casitas bajas y, al llegar a una esquina, vi el mar. Caminé hasta el parque situado en la costanera, donde algunas personas caminaban y otras hacían footing.

Al poco de andar, un cartel me hizo saber que mi búsqueda no sería en vano: como epígrafe de una foto aparecían las palabras «Vista de la Torre de Joyce».




Poco después tuve en persona la vista de la llamada —como acababa de enterarme— Torre de Joyce y saqué una foto similar a la que ilustraba el cartel.




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Caminé por el sinuoso asfalto que sube hacia la Torre. (Aquí el plano en Google Maps de la zona.) Me sorprendí (pero no mucho) de ver cómo algunas personas se bañaban en el mar, mientras yo andaba con zapatillas, vaqueros y una campera bastante abrigada.



Finalmente, llegué a la Torre. En ese momento momento me enteré de que hay allí un James Joyce Museum. La puerta estaba cerrada.



Al lado, el cartel de la foto, que informa:

Aviso a los visitantes: Hasta nuevo aviso, el museo solo abrirá para visitas concertadas. Hace falta avisar con antelación (…) Pedimos disculpas por los inconvenientes ocasionados.

El papel manuscrito añade los siguientes datos:

Museo abierto el jueves 21 de junio de 9.30 a 11 horas.

Yo estuve allí el lunes 18 de junio (dos días después del Bloomsday). El añadido con birome a la izquierda se indigna:

Closed on Bloom’s Weekend?? WTF??? FOR SHAME!

que en español sería algo así como:

¿Cerrado el fin de semana del Bloomsday? ¿Cómo mierda puede ser? ¡UNA VERGÜENZA!

El último añadido, con birome celeste, dice «I agree», o sea, «Estoy de acuerdo». Yo también lo estuve.


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Pero bueno, yo estaba allí, en la mismísima Torre de Joyce, y que el museo estuviera cerrado no iba a impedirme sacarme la correspondiente foto de recuerdo.


Ni grabar un video para tener una panorámica de 360 grados de aquel lugar.


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Cuando escribí uno de los anteriores posts sobre mi visita a Dublín, me enteré de la existencia de la Orden del Finnegans, una agrupación compuesta por escritores españoles que «tiene como único propósito la veneración por la novela Ulises de James Joyce». Entre las excentricidades —por llamarlas de algún modo— que forman parte de la rutina de este grupo se encuentra la de terminar cada Bloomsday en la Torre Martello de Sandycove «donde leen unos fragmentos», según explica su sitio web. «En ese mismo acto se nombra a un nuevo caballero. Tras la ceremonia caminan hasta el pub Finnegans en la vecina población de Dalkey donde dan fin a su acto anual». Esto lo supe yo al escribir el citado post, y por eso no cumplí con tal rutina al visitar la torre. La próxima vez será.

Posdata a este parágrafo: tras escribir ese post, escribí tuits mencionando a los Caballeros de la Orden del Finnegans presentes en Twitter para darles a conocer que había hablado de ellos aquí en unabirome. Uno de ellos, Malcolm Otero Barral, me respondió: «Yo sí creo que la traducción de Salas Subirat es superior a la de Valverde». Es coherente con el hecho de que en el Bloomsday de este año hayan leído un fragmento de la traducción de Subirat.




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Cumplida mi visita a la torre de Joyce, retorné a la estación Sandycove & Glasthule para tomarme el tren a Dublín. Como tantas veces pasa en la vida, en el camino de vuelta descubrí indicaciones que me hubieran sido valiosas a la ida, y que entonces ya no me aportaban más que una anécdota. Como el peine que te dan cuando te quedás pelado, Ringo Bonavena dixit.






Así que quien quiera ir, ya sabe: la Torre está a 1,1 km desde la estación de tren, 14 minutos a pie. Por supuesto, solo para frikis y fanáticos. Gente normal, abstenerse (y espere mi siguiente post sobre Dublín, que se titulará «Dublineses encantos (2)», será la segunda parte del primer artículo y cerrará mi serie de textos sobre la capital irlandesa).

8 de octubre de 2012

Tesoro encontrado: The Medium is the Massage, de Marshall McLuhan

El medio es el mensaje es uno de los libros de no ficción más famosos publicados durante el siglo XX. Marshall McLuhan logró lo que muy pocas personas pueden lograr: convertir una frase propia, el título de la obra, en una auténtica frase popular, un cliché, casi un proverbio. Y es, por supuesto, un clásico entre los clásicos para los periodistas y estudiosos de la comunicación. La edición original de The Medium is the Massage: An Inventory of Effects tiene 160 páginas, se publicó en 1967 y vendió cientos de miles de ejemplares, de modo que no es tan difícil hallar uno de aquellos originales editados por Bantam Books en Estados Unidos. Pero siempre tiene su emoción dar con un volumen con tanta historia…

Lo encontré en la librería Arrebato Libros. En la tapa dice que 45 años atrás costaba un dólar con 45 centavos, pero a mí me costó un poco más, je.

Encontrar este libro me llevó a conocer una historia curiosa. El título, como puede verse en la foto, es The Medium is the Massage. ¿«Massage»? Yo sabía que «mensaje» en inglés se dice message, y que massage era «masaje». Por eso, después de llevarme el libro, el título me hizo dudar. ¿Acaso había sido presa de un engaño? ¿Había pisado el palito comprando una especie de parodia?

En cuanto estuve frente a la compu, busqué la información. En efecto, mis conocimientos de inglés, pese a su escasez, esta vez no me traicionaban. Pero entonces… ¿«El medio es el masaje»? El artículo sobre McLuhan de la Wikipedia en español no hace la menor mención del asunto. La entrada en inglés sí aporta algunos datos.

Dice que el autor optó por el término «masaje» por iniciativa de Quentin Fiore, co-autor del libro, responsable de su original diseño gráfico, ya que la obra explica cómo los medios de comunicación «masajean» los sentidos de las personas. Entonces está bien, es una metáfora, pero ¿por qué la frase que se hizo célebre habla de mensaje y no de masaje?

La explicación, por fin, la encontramos en la web oficial de Marshall McLuhan. En la sección de «Preguntas frecuentes (y respuestas)», Eric, el hijo mayor del académico muerto el último día de 1980, explica:

En realidad, el título fue un error. Cuando el libro volvió de la imprenta, en la tapa aparecía la palabra «Masaje», tal como todavía ocurre. Se suponía que el título era «El medio es el mensaje», pero el tipógrafo se había equivocado. Cuando Marshall lo vio, dijo: «¡Déjenlo así! Es genial, y además ¡da justo en el blanco!». Ahora hay cuatro lecturas posibles para la última palabra del título, todas ellas precisas: «mensaje» (message), «masaje» (massage), «la era de la confusión» (mess age) y «la era de las masas» (mass age).

Me parece una historia extraordinaria. Tan extraordinaria como la escena de Annie Hall, de Woody Allen, en que hace un cameo el propio McLuhan. 


«Hasta mis falacias usted las explica al revés», dice McLuhan. Maravilloso.