22 de enero de 2012

Elegir caminos distintos sin ser deshonrosos




UNO. Las novelas históricas —o con pretensiones de serlo— se dividen, grosso modo, en dos grandes grupos: las protagonizadas por personajes ignotos que experimentan peripecias en un contexto histórico reconocible, por un lado (un ejemplo podría ser Los tres mosqueteros, de Alexandre Dumas, o Guerra y paz, de Lev Tólstoi), y las protagonizadas por personajes célebres, por el otro (y podemos mencionar por caso Yo, Claudio, de Robert Graves, o El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez). En este segundo grupo no se pueden considerar los libros de lo que se suele llamar «historia novelada», especie de subgénero en el que los hechos históricos predominan por sobre la ficción del narrador. Debe quedar claro: cuando hablamos de novela histórica, novela es el nombre, la sustancia, e histórica el adjetivo, la cualidad. 

Empiezo con todo esto porque fue lo que me quedé preguntándome después de leer El último caso de Rodolfo Walsh, de Elsa Drucaroff: ¿se trata de una novela histórica? La respuesta es que sí. No cumple con un requisito caro a los autores de novelas históricas tradicionales: el de narrar una historia lejana en el tiempo. Los hechos relatados por Drucaroff ocurrieron unas pocas décadas antes (tres y media) del relato. Pero eso no niega en absoluto su condición, porque esos hechos —para decirlo con León Gieco— son parte de la Historia, son parte de la sangre.

DOS. La propia autora explica en el epílogo que el origen de la novela estuvo en algunos interrogantes que quienes nos sentimos atraídos por la obra y la figura de Rodolfo Walsh nos hemos planteado en muchas ocasiones: ¿cómo fueron los últimos meses de Rodolfo Walsh? ¿Cómo vivió su último año de vida, que fue exactamente el primer año de la más salvaje dictadura militar? ¿Cómo era su trabajo bajo las formas de ANCLA (Agencia Clandestina de Noticias) y de Cadena Informativa? ¿Cómo obtenía la información? ¿Qué relación tenía con su familia? ¿Cómo se manifestaron sus disidencias y desencuentros con la cúpula de Montoneros? ¿De qué manera conoció los detalles de la muerte de su hija Vicky?

Esas preguntas, y en particular la última, echan a andar la máquina narrativa y tienen como resultado esta novela, sostenida por unos pocos elementos históricos (los datos conocidos sobre la vida de Walsh y su hija María Victoria, muerta en combate el 29 de septiembre de 1976) y alimentada por una ficción poderosa y —excepto quizás en algunos diálogos— verosímil.

TRES. Más allá de su carácter histórico, el relato está planteado en términos de policial (en tal sentido, su título, El último caso de…, no plantea ironía alguna). Y como tal plantea un enigma que debe ser resuelto por el investigador, que es —como lo fue en la vida real en relación con los fusilamientos de José León Suárez del 10 de junio de 1956 y con los crímenes de Rosendo García y de Marcos Satanowsky, entre otros— el propio Rodolfo Walsh. El Walsh lector furibundo y autor alabado y luego renegado de relatos de detectives se convierte él mismo en detective; es decir, el mismo proceso del Quijote pero visto en un espejo: en vez de perder la razón a causa de los libros, gana la razón a causa de la realidad. Como diría de su hija, él mismo elige un camino pudiendo elegir otros distintos sin ser deshonrosos. Como Don Quijote, Walsh al final es vencido y muere.

Al igual que en muchos relatos policiales (en literatura y también en el cine), el de Drucaroff encuentra su punto más flojo a la hora de resolver el enigma. El grado de verosimilitud se reduce casi a cero para otorgar las pistas que permiten develar la trama.

CUATRO. Escribo estas líneas una semana después de terminar mis vacaciones y volver de Florencio Varela a Madrid. En mi último día allí, el domingo pasado, el diario Clarín publicó un artículo titulado «La cita falsa que llevó a Walsh a una trampa y a morir acribillado». El texto reconstruye la muerte de Walsh; no aporta datos nuevos: la novedad radica en que 

la reconstrucción de estos hechos está copiada de manera casi literal de la sentencia del Tribunal Oral Federal N°5 de la Capital que llevó adelante uno de los juicios por los crímenes de lesa humanidad cometidos en la ESMA durante la última dictadura.

Leí ese artículo en el diario de papel. Ahora busco el texto en internet y me encuentro con los comentarios. Y me quedo atónito con las barbaridades que se dicen. No reproduciré ninguna porque me dan asco. Si tienen estómago, adéntrense ustedes en ellos bajo su propia responsabilidad…

 

CINCO. Uno de los artículos más visitados de unabirome se titula «¿Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido?». Se refiere a la película Inglorious Bastards y a cómo allí Quentin Tarantino se permite imaginar un final alternativo para la Segunda Guerra Mundial. La novela histórica también escribe la historia de lo que pudo haber sido: no supone tramas alternativas sino que se mete en los intersticios del tiempo y el espacio. Bien podría haber pasado esto, dice. Si hay acontecimientos o momentos históricos que siguen dando lugar a relatos (la Segunda Guerra Mundial, el Imperio Romano, el hundimiento del Titanic, etc.), es porque siguen necesitando ser explicados. Escuchamos y contamos historias porque necesitamos entender. Por eso hay y seguirá habiendo infinidad de relatos sobre la última dictadura argentina. Y si alguien cree que como sociedad ya entendimos, que se pegue una vuelta por los comentarios en la nota de Clarín.


12 de enero de 2012

Un lugar desde donde observar el cielo




USTED PUEDE

«No imagina en cuántas partes del mundo no se puede observar el cielo. Usted puede. Disfrútelo». Sobre el cartel de madera se puede ver el verde de la vegetación, la playa, el río, Uruguay y el cielo. Estamos en El Palmar, en Colón, Entre Ríos, uno de los 38 parques nacionales argentinos. Es verdad: allí, entre tantas otras cosas, se puede observar el cielo.

DOS DIFERENCIAS

Llegamos a Colón el viernes y nos vamos el domingo. Ese domingo, la revista Viva (dominical de Clarín) comienza a publicar Verano, una serie de historietas con guion de Hernán Casciari e ilustraciones de Horacio Altuna. La primera entrega es «La mochilera»: una rubia despampanante que va de vacaciones a un pueblo. «¿Por qué no hacemos esto más seguido, si tenemos pueblos hermosos a menos de 300 kilómetros de la ciudad?», se pregunta la protagonista. La tira muestra dos relatos paralelos: por un lado ese, en el que la chica, en primera persona, dibuja el supuesto panorama idílico de los pueblos de provincia; por otro, la historia que le toca vivir, que recrea aquello de «pueblo chico, infierno grande».

Nosotros estamos en un pueblo como el del cómic: con río, casas antiguas, techos altos, cielos sin antenas, pasto al costado de la calle… Un poquito más de 300 km desde Buenos Aires. Esa es la única diferencia. Bueno, esa y que, aunque había chicas lindas, ninguna tan infartante como la rubia surgida de los lápices de Altuna.

QUE PAGUEN LOS GURISES

Junto al río está la playa, y más acá una zona con árboles, pastito y parrillas. Nos tiramos en el pastito a tomar mate, a la espera de que pase alguno de los tantos churreros que, un rato antes, surcaban el área. Pero parece que se fueron todos. Después de un rato, decido que iré a buscar provisiones, pero en eso aparece uno de los vendedores empujando su carrito con dos ruedas y una pata adelante, una especie de carretilla cargada de churros.

—Pensábamos que ya no andaban.
—Sí… Es que tenemos mucho trabajo. Sesenta docenas vendí ayer.

Después haríamos las típicas cuentas del caso: a 20 pesos la docena, si vendió 60 embolsó 1.200 pesos, unos 220 euros. No está mal para un día de trabajo. Multiplicado por 23, da 27.600 pesos (más de 5 mil euros) por mes. Luego vienen las típicas ideas de dejar nuestros trabajos e irnos a vender churros a Colón. Y luego las típicas aclaraciones de que la temporada es corta, que hay que dejarse la espalda arrastrando todo el día el carrito de arriba para abajo… Todo queda en esas típicas y tontas cuentas.

Mi viejo hace el intento de pagar pero mi hermano y yo le decimos que lo haremos nosotros.

—Deje —le dice el churrero a mi papá—, deje que paguen los gurises…

¿HAY ENTRERRIANOS FAMOSOS?

El viernes a la noche visitamos el Palacio San José, museo construido en lo que fue la enormísima casa de Juso José de Urquiza. Está cerca relativamente: desde Colón hay que salir hasta la ruta 14 (son unos 7 km) e ir por esa ruta hacia el sur unos 30 km, hasta la altura de Concepción del Uruguay. Desde allí hay que hacer 23 km hacia el oeste y luego internarse otros 3 km en el campo. Ahí, en medio de la nada, vivía Urquiza.

Llegamos a eso de las 21.40 y nos enganchamos en la última visita guiada del día, que acababa de comenzar. Recorremos las salas, habitaciones, galerías y patios donde habitó el caudillo entrerriano en las últimas dos décadas de su vida, la habitación en la que lo mataron, vemos las huellas de sangre que dejó con su mano sobre una puerta, las marcas de los disparos en las paredes, restos de una Argentina que en esa época (Urquiza fue a vivir allí en 1848 y allí lo asesinaron en 1870) trataba de cobrar forma, a costa de mucha sangre derramada.

Como suele pasar, salimos de ahí con ganas de saber más del personaje y la historia de su tiempo. ¿Quién (qué) fue verdaderamente Urquiza? ¿Un héroe o un hijo de puta? Cosas como que hubiera ordenado tallar en mármol de Carrara y colocar en su patio sendos monumentos de Alejandro Magno, Julio César, Hernán Cortés y Napoleón, y que les pagara a sus empleados con una seudo-moneda llamada cuartilla que solo se podía usar en la propia pulpería de la mansión, parecen ponerlo más cerca de la segunda opción que de la primera. Pero tendría que saber mucho más para arriesgar una opinión aquí y pretender que me la respetaran.

De ahí pasamos a preguntarnos por entrerrianos famosos. No hay muchos, ¿no? Yabrán, dice uno de nosotros. Alfredo de Ángelis. Grandes valores. Después de un minuto mi hermano me pregunta:

—¿Gimnasia de Concepción del Uruguay no fue al que le ganamos en la última fecha, con gol de Sánchez?
—Ese fue Patronato —respondo—. Gimnasia de Concepción del Uruguay creo que está en el Argentino A.

Que juguemos en el Nacional B es una auténtica mierda.

URUGUAY

1

Cuando los habitantes de Colón hablan de «Uruguay» se refieren a Concepción del Uruguay. Raro, porque tienen Uruguay —el país— literalmente al lado. Salen a la puerta de sus casas y lo ven. Los carteles en la ruta incluyen las direcciones que hay que tomar para llegar a Concepción del Uruguay, Colón y Concordia en la misma cantidad que lo hacen para Paysandú o Fray Bentos. La diferencia es que para estas últimas aclaran «R.O.U.» (República Oriental del Uruguay). Una sigla horrenda, tan fea como la nueva moda de usar C.A.B.A. para la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Como escribió Sasturain: no me cabe.

2

Varias veces durante los tres días de viaje se activa el roaming y me llegan mensajes al celular. A los dos celulares: al mío español y al que me prestaron para usar mientras esté en la Argentina. Todos dicen lo mismo, o casi:

En URUGUAY habla x US$ 0,50/min c/tu pack LOW COST d 30min (15entr./15sal.) a US$ 15. C/tu Movistar Prepago, Express o Control manda MU al 5678 Full *611/*112

O sea que… ¡estamos en Uruguay! Al menos según Telefónica. ¿Cuánto faltará para que las multinacionales empiecen a determinar los límites geográficos y la división política de los países?

3

Una pareja atiende un almacén. Sospechamos que son pareja, y que la niña hermosa que está sentada afuera, en la vereda, es la hija de ambos. Ella pregunta:

—¿Tenés monedas?
—No sé —dice él y saca del bolsillo un montón de monedas. Las sostiene sobre la palma de la mano izquierda, las revisa con atención, las separa con el índice de la derecha. Dice—: No, son todos pesos uruguayos.

Y no de Concepción: uruguayos de los de allá enfrente.

EL CALOR DEL CIELO

Nos ha tocado un fin de semana de mucho calor. El documento gráfico que acompaña estas líneas lo demuestra a las claras: mi ojota izquierda sabe lo que es sufrir la incidencia directa de los rayos del sol.

Una vez leí en una revista Muy Interesante que un grupo de gente que no tenía mucho que hacer había hecho un estudio de lo que decía la Biblia al pie de la letra. Cito de memoria, por supuesto, algo que leí hace muchos años, quizás veinte: según esta gente, al contrario de lo que se cree, en el Cielo hace más calor que en el Infierno. Concluían esto a partir de dos pasajes de los textos sagrados. En uno se dice que en el Cielo hace no sé cuántas veces la temperatura de no sé qué lugar, cifra superior a la temperatura a la cual se evapora el azufre. Como todos sabemos, en el Averno hay lagos de azufre ardiente… pero líquido. Muy interesante.

Entonces, eso. Un fin de semana de vacaciones en familia, en un pueblito de gente amable, se parece bastante —de un modo humilde, argentino, gauchito— al paraíso. Así es como se entiende el mensaje en el cartel: «No imagina en cuántas partes del mundo no se puede observar el cielo». Ahí se puede. Observarlo y tener la sensación de estar un ratito en él. Quien pueda, que lo disfrute.