19 de mayo de 2010

Chejfec: una mirada oscilante

Una lectura de Baroni: un viaje, novela del escritor argentino Sergio Chejfec que acaba de publicar en España la editorial Candaya

UNO. Antes que nada, veamos y escuchemos a Sergio Chejfec presentarse a sí mismo y a Baroni: un viaje.


«La novela cuenta varias cosas —dice el autor—. Es como una gran excusa para hablar de Rafaela Baroni, que es una artista venezolana excepcional, pero también es el relato de un viaje, de un aprendizaje, es la reflexión sobre el país, que es Venezuela, y su paisaje, sobre su gente y sobre otros personajes también muy interesantes y arquetípicos de la cultura venezolana. No es una novela en la que uno se va a encontrar con el asesino, ni va a encontrar un final feliz, es más bien como un largo momento de reflexión, y una escena dramática que consiste en alguien escribiendo y tratando de preguntarse sobre el significado de lo que ha sido conocer a Baroni, conocer a estos personajes venezolanos, conocer Venezuela, estar dentro de ese paisaje, y escribir esta novela.»

DOS. Un largo momento de reflexión, dice Chejfec. Una excusa. Una escena dramática: alguien escribiendo. Conviene destacar estas definiciones sobre todo por dos motivos. El primero, porque se trata claramente de un estilo. El segundo, quizá más importante: porque el autor parece verse siempre en la necesidad/obligación de explicarlo.

Pero vamos por partes, como dijo Harry el Sucio (o uno de esos).

TRES. Baroni: un viaje es una novela de tiempo presente. Está narrada en un tiempo presente puro, es decir, no presente histórico, sino que es el presente del narrador. El relato empieza diciendo: «Tengo frente a mí el cuerpo de madera del santo…», y quien habla es el narrador en el momento de narrar. Y todo lo que viene después ocurre, también, en ese momento. Esa es la escena dramática a la que se refiere Chejfec, y que no se modifica a lo largo de las 190 páginas de la novela.

Como el narrador habla sentado en una habitación mientras escribe, lo que cuenta son, explícitamente, recuerdos. En parte por eso, el narrador tiene una actitud dubitativa. En el primer tercio de la novela, abundan (hay por los menos dos decenas) las expresiones del tipo «más adelante a lo mejor lo explique», «como probablemente después describiré», etc. Es decir, tal vez lo diga, pero quizá no. El que habla no puede hacer prolepsis (o flashforwards, como decimos ahora), porque no sabe lo que hará, no conoce el futuro de la historia, porque eso es su propio futuro. Y eso no puede saberlo, sino sólo sospecharlo, conjeturarlo.

CUATRO. En ese sentido, leer a Chejfec es como escuchar a alguien que habla, que cuenta cosas. Pero no como escuchar al típico narrador de historias, al cuentacuentos que apela a recursos dramáticos, a golpes de efecto, a tensar la cuerda del discurso para mantenerte en vilo. Es lo contrario: como escuchar a ese tipo que da la sensación de que no tiene demasiado para decir, pero que en realidad, sin énfasis, te cuenta cosas mucho más profundas.

—En más de una ocasión ha dicho de sí mismo —le señalaron hace poco a Chejfec, en una entrevista— que es un escritor que arriesga. ¿Por qué?
—Si quisiera exagerar diría que lo que arriesgo es la propia legibilidad de lo que escribo. Soy consciente de que muchos de estos lectores esperan un relato más articulado en términos convencionales. A mí no me gusta escribir eso ni me sale. El riesgo tiene que ver con plantear cierta resistencia al lector. Escribo para un lector que es más activo en términos pocos convencionales, que es capaz no de estar satisfecho por lo que pasa sino por cómo pasan las cosas. Incluso como lector me entusiasman más los libros que me interpelan respecto al significado de lo que cuentan y no sobre lo que cuentan a secas. El riesgo tiene que ver con eso, con tratar de poner en duda tanto las premisas como los presupuestos del lector.

CINCO. Y es que Chejfec, evidentemente, está acostumbrado a responder a este tipo de cuestionamientos. Yo lo entrevisté hace un año y medio, cuando se publicó en España Mis dos mundos —novela que, por cierto, ha recogido críticas elogiosísimas: Vila-Matas escribió en Babelia que «Chejfec se debate entre las estrategias novelísticas presumiblemente antagónicas de Joyce y de Simenon. Entre la narración como arte y como discurso. El mundo interior y el exterior. […] Se muestra cómplice de ambas tendencias y las combina abriéndose a prometedores territorios literarios». Mientras conversaba conmigo, le sonó el teléfono móvil: lo llamaban de la agencia EFE, un periodista que necesitaba escribir tres párrafos sobre el asunto y le hizo la típica pregunta: «¿De qué se trata tu novela?». Entonces vi la cara de perplejidad del autor y luego sus vanos intentos por explicar «de qué se trata».

Por eso, seguramente, Chejfec aclara sin que se lo pregunten que en Baroni... no hay asesino ni final feliz. En rigor, ni siquiera hay final: el final está dado simplemente porque a partir de un determinado momento se acaban las páginas. Como cuando el hombre que está hablando, tomando mate bajo un árbol, de pronto se calla. Y no dice: no voy a hablar más. Simplemente deja de hacerlo.

SEIS. Una pregunta y una respuesta de aquella entrevista mía. Casa de América, Madrid, noviembre de 2008.


[Dale al play. La calidad del audio no es muy buena, pero vale el documento.]

SIETE. La contratapa de la bonita edición de Candaya afirma que «Baroni: un viaje es el desarrollo de una mirada oscilante». Me gusta mucho esa definición. Es una mirada, claro, pero en un sentido amplio: alguien que mira y ve, interpreta y define, les pone nombre a las cosas. Oscilante, porque va y viene, de un personaje a otro, de un paisaje a otro, de un viaje a otro (la novela podría titularse también Baroni: unos viajes). Y todo siguiendo aquella máxima tolstoiana de pintar tu aldea para ser universal, o la práctica kantiana de hablar del Todo sin moverse de una habitación. Esa habitación en la que el protagonista tiene frente a sí el cuerpo de madera del santo.

OCHO. Me quedo con un fragmento de la penúltima página:

[…] El azar, me había dado cuenta tiempo atrás, se organizaba según pautas cada vez más predecibles. Quiero decir, el conjunto de la vida se poblaba de detalles con significado ulterior, de modo que el más sencillo avatar o la digresión más irrazonable se plegaban a la cadena de hechos y en especial a sus lógicas y fundamentos.

Después de todo, el narrador puede contar sin salir de su habitación (o sin dejar de tomar mate bajo el árbol de su casa) porque ya ha salido, y ha vuelto. Para contarla, por supuesto.

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10 de mayo de 2010

Lo bueno de ser pobres y vivir en un país con censura (II)

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(Preludio) Lo mejor de publicar la primera parte de un post del cual aún no se ha escrito la segunda, es que los comentarios que aquella genera sirven como material para esta última. Un poco como cuando, al comienzo de la segunda parte del Quijote, el Hidalgo y Sancho conversan sobre las repercusiones que ha tenido el libro sobre sus desventuras. Desventuras que han tenido lugar unas pocas horas atrás… Para leer la primera parte, click aquí.

CINCO. La respuesta a las preguntas planteadas en el parágrafo anterior es, sin dudas, no. Comenta mi amigo Octavio al respecto: «Siempre se valora lo escaso. Sea oro, trabajo o virtudes morales. De ahí a gestar una búsqueda premeditada de la escasez, hay un sendero que no quisiera recorrer ni declamar.» Y supongo que la mayoría estaremos de acuerdo con él.

Carmen Martín Gaite no llega a promover en su texto esa búsqueda, pero allí hay una insoslayable mirada cariñosa hacia la situación anterior. Un poco porque siempre nos atraen los opuestos: en la escasez anhelamos la abundancia y, por absurdo que a veces resulte, viceversa. Vemos en la escasez una solución a problemas surgidos con la abundancia. Pero esa solución, desde luego, está en otra parte.

SEIS. Mariano comenta en el post anterior que, tras recorrer la Feria del Libro de Buenos Aires, le quedó la sensación de que «los libros son bastante más caros de lo que deberían». Los libros en la Argentina son muy caros, sí. Y a ese problema se suma la escasa calidad y penetración popular de la mayoría de las bibliotecas públicas.

Ahora bien, ¿cuánto deberían valer los libros? El tema es complejo y no intentaré adentrarme aquí, pero podemos hacer algunas preguntas. Si los precios fueran más bajos seguramente se venderían más, y si se vendieran más, ¿acaso las ganancias de las editoriales no podrían ser las mismas? Más aún: serían superiores, ya que contribuirían a fortalecer el hábito de la lectura, lo cual significa también fortalecer la existencia de compradores de libros (más baratos). Es un círculo.

(Seis y medio, añadido de última hora) Cito un pequeño fragmento de la novela Baroni: un viaje, de Sergio Chejfec, que leo por estos días y que comentaré en el próximo post. Tiene que ver con el asunto del que venía hablando; se refiere a una obra de arte:

[…] También en este momento me pareció una suma inadecuada. No sé si mucho o poco; en todo caso establecía una relación paradójica con la mujer en la cruz [la obra de arte]. La palabra comprar era la correcta, sin embargo nombraba un rito civil o comercial sumario; más incidental que efectivo. Por un lado sabía que no había dinero exacto que resumiera el valor de la figura; por el otro la idea de un cambio de manos, de pertenencia, se revelaba también equivocada. Me sentía más tranquilo pensando en una especie de préstamo, de derecho de posesión, de guarda…

SIETE. El otro comentario del post anterior es de Ezequiel. Cita a Eduardo Galeano: «A los libros los prohíbe el precio». Coincide con Mariano en el doloroso parecido de la situación de los jóvenes de la Argentina de hoy con los universitarios de la España de los años 50. Y sin embargo…

Más de una vez escuché decir que en España se publica mucho más de lo que se lee, mientras que en América latina pasa lo contrario: se lee más de lo que se publica. Y en esto hay que darle —en mi humilde opinión— su parte de razón a Martín Gaite. Porque la española de hoy es una sociedad que ve el libro como un objeto de consumo más.

Por eso, el éxito que tiene el best-seller de turno es arrollador: el año pasado, en cualquier vagón de metro en el que uno viajara, cuatro de cada cinco personas que iban leyendo llevaban frente a sus ojos uno de los ladrillos de Stieg Larsson. Por eso hay gente que compra libros según su tamaño y color para adornar el living de su casa… (Cuando escuché esto por primera vez, no lo podía creer. Y no es una metáfora: me costó creérmelo. Me parecía una aberración tan grande, más o menos como empapelar las paredes con billetes porque su color resultara agradable.)

OCHO. A mí me encantaría que los libros fueran baratos, muy baratos, que nadie se quedara sin leer un libro que desea por motivos económicos. Una de las dos o tres cosas que más me fascinaron cuando llevaba poco tiempo en Madrid fue la posibilidad de llegar sin nada (incluso sin papeles), meterse en una biblioteca pública, hacer un trámite de cinco minutos y poder salir de allí con tres libros publicados recientemente y tres discos (películas, música, CD-Rom, etc.) bajo el brazo, todo gratis. Ojalá fuera así en todas partes. ¿Por qué no soñar con que podrá ser así en todas partes alguna vez?

Siempre nos queda, de todas maneras, la circulación de los libros usados por otras vías. Librerías de viejo, intercambios con conocidos y amigos, ferias, trueques… o iniciativas particulares y curiosas, como ese bar donde alguien dejó descansando ese pequeño ejemplar de Los bravos que ahora tengo en mis manos. En un post de hace algunas semanas hablé de los caminos de nuestras lecturas; el hallazgo de Jesús Fernández Santos es uno de esos recodos sorpresivos y sorprendentes, que nos deparan unos cuantos ratos afortunados y que, como bonus track, nos abren la puerta a nuevas bifurcaciones de nuestras rutas, a nuevos secretos por descubrir. Y mejores, mucho mejores, que los secretos que descubren los personajes de esos best-sellers que tan caros cuestan…

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4 de mayo de 2010

Lo bueno de ser pobres y vivir en un país con censura (I)

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UNO. Lo que cuesta, vale. Solemos estar de acuerdo en la veracidad de esa afirmación popular: ¿a cuántas cosas no le damos más valor porque nos han salido más caras? Y al revés, ¿cuántas cosas dejamos de lado porque nos salieron muy baratas o directamente gratis?

Insertos como están en la sociedad de consumo que habitamos, los libros también experimentan este fenómeno… aunque hasta cierto punto, creo. Para hablar de mí mismo: yo considero verdaderos tesoros a algunos volúmenes que compré por unas pocas monedas revolviendo en librerías de viejo o en puestos de feria. Claro, en esos casos el valor está agregado por la dificultad para conseguirlo (en términos económicos, por la escasez de la oferta).

Por otro lado, hay libros desmesuradamente caros. Los de Galaxia Gutenberg son un ejemplo. Uno se compra un libro de esos y lo cuida como Bart Simpson y sus amigos cuando consiguieron un ejemplar del número 1 del Hombre Radiactivo (el cual, precisamente, les costó lo suyo).

DOS. Hace unos días leí Los bravos, novela de Jesús Fernández Santos. Nunca había escuchado hablar de este autor español, nacido y muerto en Madrid (1926-1988); este librito —en la feúcha edición de la Biblioteca Básica Salvat, impreso en Navarra en 1971— me llegó a las manos como regalo de alguien que se lo llevó de un bar en el que, con la consumición, te dan un libro. Libro que podés elegir del montón que tienen en un estante polvoriento.

Si no me lo hubieran regalado, probablemente nunca habría reparado yo en la existencia de este escritor. De haber reparado, difícilmente habría tomado la decisión de leer algo suyo. Y aún con el libro en mi poder, tuvo que ocurrir esa típica situación en la que uno está por salir de casa apurado y del libro que está leyendo le queda poco y sabe que se quedará sin material de lectura a mitad de camino y manotea lo que más cerca tiene: así fue como agarré Los bravos.

Me bastaron unas pocas páginas para darme cuenta de que esa suma de azares había sido afortunada. Los bravos es una novela excelente. Publicado originalmente en 1954, fue el primero de los libros de Fernández Santos, un autor de bajísimo perfil, que «ha querido hacerse mudo», como expresa este artículo de El País, del año pasado, precisamente a cuento de la aparición de una reedición crítica de su novela debut.

TRES. El libro tiene un interesante prólogo de Carmen Martín Gaite. Interesante en varios sentidos, pero quizá especialmente en el relacionado con el primer apartado de este post. Considero que vale la pena citar todo el fragmento, aunque sea un poco largo:
Ni los jóvenes universitarios de los primeros años del cincuenta tenían casi nunca más dinero en el bolsillo que el justo para tomar café y el autobús –obstáculo fundamental para que la adquisición de libros se llegara a convertir en hábito–, ni, por otra parte, existía la tendencia a la apertura que apareció más tarde y en virtud de la cual se fueron incorporando al acervo de la industria cultural española nombre de autores extranjeros que, entonces, aunque estuvieran en el candelero en otros países, en el nuestro o no habían llamado la atención o no habían logrado ser mirados sin recelo. Este hecho, de signo negativo en sí mismo, llevaba aparejada, con todo, una consecuencia bastante positiva, a mi modo de ver, y es la de que los libros se venían a convertir, para el joven aspirante a escritor –que, además, no estaba rodeado de demasiadas diversiones–, en algo que deseaba, en un bien codiciable y precioso que no se atrevía a desperdiciar cuando caía en sus manos.
Jesús Fernández Santos ha comentado posteriormente esto mismo en varias ocasiones, ha dicho concretamente –con esa agudeza suya para penetrar los mitos, aspavientos y novedades de los hombres y ponerlos en tela de juicio– que los jóvenes de ahora tienen demasiados juguetes y que en eso reside el quid de su falsa seguridad, de su actitud agresiva y displicente, peculiaridades estas que los diferencian notablemente de aquella generación que visitaba a Baroja y Azorín. Estos jóvenes estudiantes que zumban actualmente por los pubs en torno a cuestiones de letras y que disponen de coches, discos y casas de amigos donde ir a tumbarse y a beber whisky, disponen también, en efecto, de muchos libros, por la doble razón de que tienen dinero para comprarlos y de que el auge de las colecciones de bolsillo hace accesible y tentadora la compra.
Pero también es cierto que el libro, en virtud de una tan fácil adquisición, corre el riesgo de ser mirado como un objeto más por parte del joven consumidor de objetos, quien, tras la breve y rutinaria ojeada inicial a la solapa, bien puede caer en la tentación de contentarse con ese informe para mencionar la mercancía entre sus amigos, usando para ello la jerga expeditiva de los conocedores, ese tono mimético y seguro del experto, del que está à la page, del propagador de vacío.
No sé hasta qué punto –ni viene a cuento discutirlo aquí– será real esta apariencia de que hoy el libro ha venido a ser para la gente joven una especie de juguete entre tantos otros que le ofrece la sociedad de consumo, pasado de moda de una temporada a otra, apenas disfrutado en su día, destinado a dormir el sueño de los justos en un anaquel o a pasar de mano en mano tediosamente, como la falsa moneda. Pero lo que sí puedo decir con conocimiento de causa es que, contrastando con ello, si a alguien, en los años a que me vengo refiriendo, se le hubiera ocurrido comparar un libro con un juguete, habría sido para afirmar a renglón seguido que se trataba de un juguete apasionante y al que se sacaba mucho jugo.

CUATRO. El texto trasluce un inequívoco desprecio contra «los jóvenes de ahora», esos que exhiben una «falsa seguridad» y una «actitud agresiva y displicente». Pero más allá de esta nueva cara del todo tiempo pasado fue mejor, vale la pena preguntarse si tiene razón en lo que sostiene. Entonces, ¿convendría que fuéramos pobres y que al país en el que vivimos no llegaran libros de autores extranjeros? ¿Les convendría eso al menos a los «los jóvenes de ahora» que aspiran a ser escritores? ¿Los haría más humildes y menos displicentes y agresivos?


En unos días, la segunda parte de este artículo aquí en unabirome

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