25 de noviembre de 2010

«En España creen que Charly García es un personaje que yo inventé»

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Entrevista a Martín Lombardo,
autor de
Locura circular

Martín Lombardo es argentino, tiene 32 años y lleva cuatro viviendo en Europa. Reside actualmente en Vienne, una coqueta y pequeña ciudad francesa cercana a Lyon, en cuya universidad da clases. Antes estuvo instalado un par de temporadas en Barcelona, ciudad que visita con frecuencia desde hace más de una década, cuando su hermano cambió el sur de América por la costa mediterránea.

Precisamente, la capital catalana es escenario —y protagonista— de su primera novela, Locura circular (Los Libros del Lince, 2010). Y es de allí de donde lo encuentro recién retornado cuando hablamos por teléfono. ¿Qué tal le fue? Como siempre, las vacaciones resultan demasiado breves, y sobre todo cuando se deja la calidez y el solcito del piadoso otoño español para volver al tradicional mal tiempo francés… Tras los comentarios meteorológicos de rigor, nos metemos de lleno en lo que más importa.

Enlace, por si lo querés leer antes de la entrevista (recomiendo hacerlo): 
Música de fondo para una novela animada (Charly dixit, o casi):
Algunos apuntes sobre Locura circular



—¿Qué evaluación hacés de la repercusión que tuvo la novela en cuanto a crítica y comentarios?
—Para ser una primera novela, estoy contento porque hubo críticas en lugares importantes; se leyó y se comentó, y las críticas fueron buenas. Lo que me parece interesante y curioso es ver formas diferentes en que se leyó la novela. La diferencia principal es entre los dos países: en España muchas veces creen que Charly García es un personaje que yo inventé.

—Me imagino leyendo la novela con la idea de que Charly es un personaje de ficción: es otra novela.
—Alguien me dijo: «Lo mejor de la novela, la verdad, es ese personaje que inventaste, Charly García».

—Ojalá uno pudiera inventar personajes así.
—Sí, pero de todos modos está buena esa extraña sensación de que te adjudiquen haber creado algo que ya existe, alguien a quien admirás (o, en mi caso, que admiraba mucho más cuando era más chico). Es interesante que piensen que creé algo que me interpela, que en algún punto me marcó. Es decir, que uno termine siendo casi el creador de quien lo influyó tanto.

—¿Y dentro de cada país también hubo lecturas distintas?
—Hubo muchas lecturas. Se habló de «la novela de una generación», o «una novela de inmigrantes», o también una «novela modernista». Eso es algo que a mí me gusta mucho: que no cierre el sentido, sino que abra diferentes sentidos, diferentes lecturas.

—Cuando la leía me daba la sensación de que quien no sea un argentino que se vino a vivir a España se pierde sentidos de la novela. ¿Vos lo ves así?
—En un principio me dije: «Si quiero publicar esto será en Argentina, porque no creo que en España a nadie le vaya a interesar…». Y al final en la Argentina hubo interés de un par de editoriales pero al final no se publicó, y en cambio en España sí. Creo que sí, que hay cuestiones idiomáticas y de otro tipo que son «argentinas» —si tal cosa existe— pero que muchas otras tienen que ver con la experiencia de emigrar. En este caso son de Argentina a España, pero pueden ser de cualquier lado a cualquier lado. De hecho, el personaje-narrador en ningún momento hace alusiones a Buenos Aires o Argentina, eso está como borrado.

—Sí, está como borrado, en realidad las referencias son de otra clase.
—Me interesaba mucho jugar con la idea del no-lugar al que te lleva mucho la inmigración. Esa sensación de estar a veces en el mejor lugar del mundo y otras veces en el peor: eso está potenciado cuando uno emigra, y es más universal. Creo que la vida es un poco así, sobre todo últimamente: hay en las ciudades en las que vivimos una cierta velocidad y un montón de lugares que podrían ser de cualquier ciudad, desde un shopping hasta un aeropuerto, pasando por las grandes avenidas o las tiendas, puede ser Barcelona o Madrid o Buenos Aires… Intenté, más allá de las referencias puntuales, trabajar con esa idea.

LOS LIBROS Y SUS CAMINOS

Alguien me recomendó leer Locura circular luego de que yo le dijera que tengo el proyecto de escribir una novela cuya base argumental es: argentino-que-se-muda-a-España. La busqué en una librería, la hojeé un poco, me di cuenta de que iba a gustarme; la compré y la leí y fue mejor aún de lo que me esperaba. Así de azaroso fue el recorrido de este libro hasta mí. Así de imprevistos suelen ser los caminos de los libros más allá de las campañas de marketing feroces como avalanchas.

«Es muy loco eso —dice Lombardo— porque hay un montón de gente que se mata y se rompe el bocho y se pasa la vida laburando de eso: cómo hacer llegar los libros a la gente. ¡Y los libros llegan como llegan!»

—Los libros van construyendo su propio camino…
—Sí. Pero además la literatura, o, mejor dicho, la parte comercial de la literatura, tiene que bailar al ritmo que imponen las librerías y las editoriales. Sale una cantidad de libros que ni Dios puede leer, en dos meses te cambian todas las novedades, y entonces hay una especie de desesperación, ya que en esos dos meses tenés que asomar la cabeza entre tantos libros porque si no desaparecés… Y me parece que los libros van por otro lado. Tienen vida propia.

—¿Qué leés? ¿Cuáles son tus influencias?
—Tengo «etapas de gusto». Trato de leer mucho… bah, no: leo mucho porque me gusta leer. Desde hace un tiempo, sobre todo en los últimos dos años, he vuelto a ciertos autores norteamericanos: Scott Fitzgerald, Faulkner, Richard Russo, Truman Capote. Los autores ingleses y los yanquis tienen una capacidad narrativa asombrosa. Me gusta mucho también la literatura alemana, como Thomas Bernard y Peter Handke. Obviamente también la literatura francesa, ya que vivo en Francia y hablo francés, así que leo mucho, desde los clásicos hasta lo más nuevo, como Michel Houellebecq, por ejemplo. Y también la literatura argentina, los clásicos que todo el mundo nombra y algunas cosas más… Siempre trato de estar atento a lo que va saliendo, cómo van apareciendo nuevas voces. Mi último «descubrimiento» es un autor mexicano que se llama Yuri Herrera: me gustó mucho.

—Hace poco la revista Granta publicó un listado de «los mejores escritores en español menores de 35 años». Vos, por edad, sos parte de esa generación, pero ¿te considerás parte? ¿O lo ves como algo que te pasa por al lado, por afuera?
—Ni una cosa ni la otra. La de Granta es una lista y, como toda lista, no es más que eso. De los autores que la integran, algunos me gustan, otros no tanto, y a otros no los leí. Al único que conozco personalmente es a Matías Néspolo, porque compartimos editorial. La suya es una muy buena novela, me gustó mucho. Entonces, por edad pertenezco a esa generación, sí, pero no me siento cercano... Normal, porque vivo en otro país, no me manejo en los círculos literarios, no me siento parte integrante de nada, ja ja ja…

—Uno de los escritores mencionados por Granta dijo que, más allá de los nombres, lo importante es que esta revista británica tan influyente haya publicado por primera vez un listado de autores en otro idioma y que ese idioma sea el español.
—Si esa lista sirve para que alguien descubra autores nuevos, me parece fantástico. Ahora, si alguien va a pensar que eso es la literatura, es probable que se equivoque. No porque los autores que la integran estén mal, sino porque la literatura no se compone de listas. La literatura es otra cosa. Mirá por ejemplo Andrés Rivera: publicó una novela de joven, después dejó de publicar y volvió a publicar muchos años después…

«LO QUE ME GUSTA ES ESCRIBIR»

Locura circular estuvo cerca de ver la luz con el sello de una editorial madrileña. De hecho, la persona que me la recomendó trabaja como lector esa editorial, accedió al original inédito y recomendó su publicación. Hasta llegaron a enviarle un contrato al autor. Sin embargo, cuando Lombardo les escribió para fijar una charla, no le volvieron a responder. O mejor dicho: respondieron demasiado tarde, meses después, cuando ya estaba todo arreglado con Los Libros del Lince.

Eso es parte, también, del azaroso camino de los libros, de la vida propia que éstos adquieren. Como si Locura circular hubiera decidido ser publicada en Barcelona, esa ciudad casi equidistante a Madrid, desde donde unabirome pregunta, y a Vienne, donde Martín Lombardo contesta.

—¿Qué perspectivas tenés para el futuro: seguir mudándote, quedarte definitivamente en Francia, volver a la Argentina…?
—Me encantaría poder convertirme finalmente en un pequeño burgués. Vivir en un lugar y dejar de moverme. Pero siempre termino mudándome y cambiando de país… Ahora en Francia estoy muy bien, me siento cómodo, mi novia es francesa. Pero también es cierto que, como casi todos, sobrevivo, soy mileurista. Dentro de lo que puedo elegir, voy yendo hacia los lugares, para decirlo sin vueltas, donde sale trabajo y donde puedo vivir de la forma que más o menos me gusta. No me quejo porque es lo que yo elegí. Voy hacia donde hay laburo que me permita vivir y seguir.

—¿Y con respecto a la literatura?
—Siempre tengo alguna idea para escribir y siempre estoy escribiendo. Y tengo muchas cosas escritas, sobre todo dos novelas, que me gustaría publicar. Pero lo que nunca se sabe es qué va a pasar, y qué forma va a tomar lo que uno escribe. Por lo demás, la palabra obra me asusta un poco. Lo que me gusta es escribir.

—¿Tenés obsesiones o temas a los que volvés al momento de escribir?
—La identidad puede ser un tema recurrente, y también la memoria, pero no podría decir si hay un hilo o una idea conductora o algo que caracteriza mis textos. Cuando escribo un relato, trato de ir explorando formas, historias y lugares. Lo que busco es desarrollar una idea nueva. Nueva para mí, no pretendo inventar nada. Busco eso y tratar de no repetirme. La literatura es un juego y un trabajo con la lengua y el lenguaje para tratar de contar una historia.

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19 de noviembre de 2010

El poeta, un actor que representa el papel de poeta

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UNO. El sábado pasado asistí a un recital de poesía realizado en la librería y «Centro Permanente de Poesía Crítica» Traficantes de Sueños (Embajadores, 35, Madrid). Los participantes fueron María Eloy-García, Julia López de Briñas y Antonio Rómar.


Al momento de ponerme a escribir este artículo, busco en la web el sitio de la librería y descubro allí un video del evento, de 1 hora y 13 minutos de duración, es decir: el recital completo. Todo grabado con una cámara fija que sólo registra el sonido que alcanza el micrófono que los poetas tienen frente a sí (y pierde las preguntas y comentarios posteriores realizados por el público). Aquí está el material, para quien quiera verlo (tal vez un fragmento de un par de minutos ayude a hacerse una composición de lugar). Si no, pasá al párrafo siguiente.


DOS. El primer turno fue de Rómar. El único varón de la tríada recitó, de pie tras una suerte de atril, algunos poemas. Lo siguió López de Briñas, quien leyó sus versos sentada a la mesa que los tres bardos compartían. Eloy-García, finalmente, se levantó y se adelantó; al igual que Rómar, de pie, se acercó al público para captar su atención.

No es azarosa la elección de los verbos en el párrafo anterior. Julia López de Briñas, en efecto, sólo leyó. Mientras sus dos colegas interpretaron sus poemas, ella se limitó a pronunciar en voz alta lo que en algún momento había escrito. La elocuencia y el histrionismo de sus ocasionales compañeros de recital le jugaron en contra, porque la diferencia fue muy notoria.

En la segunda (y última) ronda de lectura, Rómar «obligó» a López de Briñas a leer de pie, y en tal ocasión se la notó incómoda, vencida por la timidez.

TRES. Que por favor no se malinterprete el párrafo anterior: esto no es una crítica contra Julia López de Briñas, a quien de hecho no conozco de nada más que de haberla visto ese día, ese ratito. De lo que me interesa hablar es de las formas de afrontar un recital de poesía.

Fue tan evidente la diferencia que, luego del recital propiamente dicho, en el momento de conversación con la audiencia, alguien hizo mención a la importancia de la puesta en escena y a cuánto la poesía, en ese contexto, se aproxima al teatro. Rómar señaló que, desde el momento en que el poeta se para en un escenario y enfrenta a un auditorio, se convierte —lo quiera o no— en un actor.

Previsiblemente, López de Briñas se mostró contraria a esa idea. Sostuvo la idea de que la puesta en escena es algo ajeno a la poesía, y que un poema se puede disfrutar tanto escuchado en un recital como leído en el silencio del salón de tu casa.

Pido disculpas si mi reseña no reconstruye con exactitud los dichos manifestados durante el evento: cito de memoria y creo reproducir el espíritu de la charla.

CUATRO. Curiosamente, por esos mismos días yo leía un librito de aforismos de Joseph Joubert, un escritor francés (1754-1824) que no escribió más que su diario (eso sí: de unas 9 mil páginas). El volumen, editado por Periférica en 2007, se titula Sobre arte y literatura, y en uno de sus parágrafos dice:
Homero escribió para ser contado; Sófocles, para ser declamado; Herodoto para ser recitado; y Jenofonte para ser leído. De estas diferencias de propósitos en sus obras nace una multitud de diferencias en sus estilos.
Y cuenta:
Había un cantante callejero que tenía mala voz, pero que lograba cautivar a sus oyentes porque sabía expresarse, porque uno sentía en su canto la emoción y el placer que él mismo se causaba, y se los comunicaba a los demás.

CINCO. En los relatos esto queda aún más claro. Últimamente están «de moda» los cuentacuentos: gente que se dedica –como los Narradores de Historias fabulados por Alejandro Dolina– a ir de aquí para allá relatando peripecias y describiendo personajes. Por supuesto, su tarea no consiste en recitar de memoria («como un loro», nos decían en la escuela) textos escritos por otros. Muchos de los mejores cuentos de la literatura universal pueden resultar aburridos y/o excesivamente complejos de seguir si se los escucha y no se los lee. Cuando alguien habla y los demás escuchan, hay una serie de otros factores que entran en juego y que no se pueden dejar de lado: hay que ganar y sostener la atención del público, para lo cual es fundamental saber cómo manejar la utilización de los espacios físicos, el lenguaje corporal, las tonalidades de la voz, las pausas y los silencios, la música de fondo y los efectos sonoros, los objetos o instrumentos que puedan ayudar, etc., etc.

Un ejemplo excelente: los cuentos de terror narrados por Alberto Laiseca, en aquel ciclo emitido por el canal I-Sat. Aquí, el extraordinario «La pata de mono», de W. W. Jacobs.


SEIS. Un poema es un poema cuando lo leés a solas en la tranquilidad del salón de tu casa y es otro distinto cuando te lo lee otro en un espacio público compartido con mucha más gente. En el salón de casa, quizás los versos de López de Briñas me pueden gustar más que los de Eloy-García, pero ¿cómo compararlos en la presentación del sábado, cuando unos resultaban planos y monocordes y los otros parecían restallar en los gestos y las expresiones de quien lo encarnaba?

Porque de eso precisamente se trataba: el sábado pasado en Traficantes de Sueños, dos poetas le pusieron cuerpo y alma a los poemas; la tercera la puso solamente voz. Nada menos, nada más.

SIETE. El título de este post hace referencia a una frase de Jean Eugène Robert-Houdin, un ilusionista francés que vivió entre 1805 y 1871 y es considerado el padre de la magia moderna. Dijo, célebremente: «El mago es un actor que representa el papel de mago».

Y es que, quizás, y en esto me fui pensando el sábado cuando salimos de la librería, quizás se les pide demasiado a los poetas al exigírseles que, además de saber componer piezas de arte literario, también sepan representarlas. A los dramaturgos nadie les exige que sean buenos actores teatrales, ni a los compositores que sean buenos cantantes, ni a los guionistas de cine que sean buenos directores. Zapatero a tus zapatos. Esto fue dicho también durante la charla post-recital: quizás los poetas deban buscar a actores que interpreten sus obras. De ese modo, cuando fuéramos a un recital, sabríamos que vamos a ver a actores que representan el papel de poetas.

OCHO. Por supuesto, siempre les quedará a los poetas menos expresivos la posibilidad de entrenarse, practicar, ensayar mucho y, con el tiempo, convertirse en buenos intérpretes de poesía. En tal caso, habrán llegado a ser buenos actores y actrices, capaces de interpretar correctamente el papel de sí mismos. Pero claro, eso exige esfuerzo y sacrificio. Y nadie tiene la obligación de tener ganas de hacerlo.

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11 de noviembre de 2010

Música de fondo para una novela animada (Charly dixit, o casi)

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Algunos apuntes sobre Locura circular, de Martín Lombardo

UNO. Quizá Locura circular (Los Libros del Lince, 2010) sea la novela de una generación. ¿Perdida? “Todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán”, pensó y escribió Hemingway en un momento de furia contra Gertrude Stein, antes de usar la célebre frase de ella (“todos ustedes son una generación perdida”) como epígrafe de Fiesta, su primera novela. ¿Quién es capaz de afirmar que una generación se ha perdido? Yo sólo puedo decir que la de los jóvenes argentinos y argentinas venidos a España en los albores del siglo XXI tras la grave crisis económica del país constituye eso: una generación. Si se pierde o se gana o se empata, quién sabe.

DOS. “Lo único que me aferraba al suelo eran las ruedas del avión. Una vez que la máquina despegó, nada. Más tarde, aterricé en Europa y busqué dónde vivir”. Así comienza la novela de Martín Lombardo, un modo simple y práctico —y tal vez también descarnado y brutal— de graficar cómo el personaje deja atrás su pasado, su país, su historia, todo. De hecho, a lo largo de la novela no habrá historia anterior: todo lo que sucede, todo lo que el protagonista y los demás personajes son, ocurre allí, sin pasado, en esa Barcelona multiforme y poliédrica en el que cada uno obtiene mil reflejos, iguales y diferentes a la vez, de sí mismo. Esa Barcelona que inspiró una revista de humor cuyo eslogan, parodiando al de Clarín, la define como “una solución europea para los problemas de los argentinos”. El viejo chiste: los problemas del país tienen una salida: Ezeiza.

TRES. La novela está construida sobre tres grandes ejes. Uno, los personajes. Dos, Barcelona. Tres, las canciones de Charly García. Las letras de Charly aparecen todo el tiempo, en prácticamente todas las páginas, intercaladas en el relato. Y ejercen realmente el papel de música de fondo, porque están tan presentes que mientras uno lee siempre tiene sonando en un segundo plano mental la canción cuyo fragmento acaba de leer. Por ejemplo, cito a Lombardo:

Resignado, cumplo la triste misión que le corresponde a cualquiera que escucha, una y otra vez, la pena de amor de un amigo: lo escucho como quien oye llover y le digo que todo se resolverá. Rompe las cadenas que te atan a la eterna pena de ser hombre y de poseer, Charly dixit. No traicionaré al Estrecho. ¡Qué tristeza! Se está perdiendo la rebeldía del rock and roll. Rock and roll yo, Charly dixit. ¡Esta clara va a tu salud, Estrecho —y a tu (magra) cuenta bancaria—! Nunca entenderás todo lo que te respeto.
El protagonista central —que narra la novela en presente y en primera persona— dice que todo su equipaje fueron los CDs de García y una guitarra eléctrica. Y que los demás no entienden a Charly, que el único que lo entiende es él, que esquizofreniza con su música.

CUATRO. Además de la música de Charly: juegos de palabras, reutilización de eslóganes y frases hechas, leyendas urbanas, modismos de diferentes partes del mundo (argentinos, chilenos, castellanos, catalanes), neologismos… La novela es muy pop; recuerda a Rodrigo Fresán, pero sobre todo al primer Fresán, mucho más al de Historia argentina y Esperanto que al de Jardines de Kensington y El fondo del cielo. Curiosamente, a los libros que escribió en la Argentina y no en Europa.

CINCO. El segundo de los cuatro capítulos, en el que se describe una larga fiesta, se titula “Los asesinos de la lengua”. La lengua es, sin dudas, uno de los leit motivs de la novela. Dice el narrador: “La gente habla en diferentes idiomas. La mayoría habla en español. O al menos lo intenta. Somos los asesinos de la lengua. Creo que ellos no lo saben. En cualquier caso, no les importa. Yo soy el principal asesino de la lengua. La idea me gusta”.

Por eso, en varios pasajes le dicen al personaje: “Hablas raro”. Y él supone que a las mujeres les gusta “el híbrido” de su forma de hablar: “Viens avec moi, mulher. Come with me, rapaza. Capicce? Undestand me?”.

Y no por nada, uno de los momentos de quiebre de la novela, a partir del cual nada es igual, se da cuando el personaje hace algo que no describe como dar un beso, sino: “… me doy cuenta de que mi lengua está dentro de su garganta”. La cursiva es mía.

SEIS. El narrador finge que no le importan los nombres, y afirma que “en esta ciudad nadie tiene nombre, sólo apodos”. Pero ¿qué otra cosa son los apodos que otros nombres? Y así sucede que:
-El narrador empieza la novela explicando los apodos de sus amigos, Neurus y el Estrecho.
-Se lamenta de la separación de la banda porque les “quedaron nombres sin usar”.
-Los demás personajes pronuncian varias veces el nombre del protagonista, o se lo preguntan y él responde, pero nunca nos enteramos de cuál es. Es decir: deliberadamente no se lo enuncia.
-La Mujer Que No Hace Preguntas, obviamente, es un personaje definido por su propio nombre, al igual —aunque en menor medida— que Lady G.
-El narrador se pasa gran parte de la novela tratando de averiguar el nombre de “la chica de las rastas”.
Etcétera.

SIETE. Alguna vez escuché que se había propuesto a Bob Dylan para el premio Nobel de Literatura, pero que se lo descartó porque sus letras, consideradas sin su música, no eran tan buenas como parecían —como sonaban— en las canciones. No sé si es verdad. Leyendo esta novela, tuve la sensación contraria: que las letras de Charly García ganan leídas como poesía, que adquieren un valor agregado cuando se las escinde de la melodía.

OCHO. ¿Una generación encontrada? Todas las etiquetas tienden a ser erróneas. ¿Quién podría encontrarla? ¿Cómo? Pues una de las formas, me imagino, es escribiendo una novela que la describa, la represente, la retrate, le dé forma. Una generación de personas que, como dice el narrador, siempre se sienten “recién llegadas” a todas partes. Que están en constante movimiento, como dice Juan Martini en otra reseña del mismo libro: personajes “que dan vueltas y vueltas alrededor de las mismas cosas como si estuviesen empeñados en demostrar (sin proponérselo) que no hay nada alrededor de lo cual dar vueltas”. Que se ven atravesadas constantemente por la herida de los amigos y familiares que se vuelven a su país.

Quizás, me temo, sea una novela con sentidos y significaciones que —por cuestiones idiomáticas, formales y argumentales— se le escapen a quien no sea un argentino joven que haya emigrado a España en los albores del siglo XXI (que además conozca bastante las canciones de Charly, por supuesto). Argentinos que hayan seguido su propia ruta del tentempié, en busca de su propio éxtasis.





NUEVE. Alguna vez leí una frase atribuida a García Márquez, según la cual “todos escribimos, a lo largo de nuestra vida, un solo libro; lo difícil es saber cuál es ese libro”. Tampoco sé si es verdad que Gabo opine eso. El narrador de Locura circular sostiene:

Todo sucede en la infancia. […] Cada una de las melodías que, poco a poco, nos vienen a la cabeza, en realidad, las inventamos en la infancia. Charly inventó una sola canción. Los discos de él son fragmentos de esa canción. Y las canciones de sus discos, fragmentos de los fragmentos.
En tal caso, habrá que estar atentos al próximo fragmento de Martín Lombardo. Si sigue la línea de este, será un placer.


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4 de noviembre de 2010

Hemingway, Shakespeare and Company, Ulises y yo

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Post un poco (muy) personal

UNO. La historia se remonta al turbulento año argentino de 2001. Yo cursaba en la Facultad de Periodismo una materia que era en realidad un taller de escritura (periodística, pero con mucho de literaria). Al profesor, un personaje al que quizá podría calificarse de inefable, le caben los adjetivos que Rodolfo Walsh usó para referirse a la Revolución Cubana: “contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”. Tal profesor es un fanático de Hemingway, y prácticamente desde la primera clase nos habló de un libro, una de las lecturas básicas para aquella asignatura: París era una fiesta. Nos adelantaba algunos de los pasajes que él más admiraba, aquello de que una chica “tenía la cara fresca como una moneda recién acuñada”, o la descripción de la comida en ese capítulo titulado “El hambre era una buena disciplina”.

Algunas semanas después de comenzar la cursada, nos pidió que leyéramos no el libro completo sino algunos capítulos. Leíamos fotocopias, por supuesto, porque los libros son muy caros y, además, este título estaba descatalogado y era muy difícil de encontrar. Los capítulos que debíamos leer eran el mencionado del hambre como medida disciplinar y otros titulados: “Un buen café en la Place Saint-Michel”, “Shakespeare and Company” y “Los gavilanes no comparten nada”. Si no recuerdo mal, esos fueron los primeros. Y, la verdad, no me parecieron gran cosa.

En una de ésas haya sido que llegaba con demasiadas expectativas a aquellos textos simples, llanos, sin artificios retóricos ni peripecias deslumbrantes. Pero precisamente de eso se trataba. Fue una lectura-siembra: apenas terminada, uno echaba la vista atrás y sólo veía líneas de tierra removida. Pero a poco que pasó el tiempo empezaron a verse resultados, y de la tierra surgió el verde, los brotes y las flores y los frutos. Después leí el libro entero y me enamoré de él como uno sólo puede enamorarse de un libro, desde la maravillosa frase que lo abre (“Para colmo, el mal tiempo”) hasta ese final en que el viejo Hem afirma que París no se acaba nunca, al menos aquel París de “los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices”.

DOS. Recuerdo claramente el momento en que decidí comprar el Ulises de Joyce. Era el año 2006, y lo compré en la Feria del Libro de Buenos Aires, aprovechando el 10% de descuento que aplican allí. Si no recuerdo mal, el precio de tapa era de 40 pesos, que se quedaron en 36.

Por qué uno decide comprar un libro en un determinado momento, es algo que desconozco. Me refiero a cuando uno se compra un libro sabiendo que no lo va a leer de inmediato; es más, que no tiene idea de cuándo lo va a leer. Pero uno siente que es el momento de comprarlo, así como en ocasiones siente que es el momento de leer un libro, y luego de varios intentos fallidos lo lee de un tirón.

Así fue como me compré el Ulises en la preciosa edición de Tusquets y lo guardé a la espera del momento. Sabía que ese momento llegaría; no sabía cuándo, pero llegaría. No por nada, fue uno de los poquitos libros que me traje de la Argentina cuando me vine a instalar en Madrid.

TRES. Distinto fue cuando me compré otra edición de la novela de Joyce. La encontré de casualidad, hace un par de años, revolviendo libros viejos en una galería de la calle Montera, en pleno centro de Madrid. Es una edición en inglés, de la Oxford World’s Classics, que se presenta como “The 1922 Text”. Es decir, el texto tal como se publicó originalmente, facsímil de la primera edición, sin las enmiendas de las ediciones posteriores.

Esa primera edición del Ulises constó de mil ejemplares, numerados: la que compré en la calle Montera se basaba en el ejemplar Nº 785. Costaba 2 euros, al igual que todos los demás del montón del que formaba parte, aunque me llevé tres por 5 euros, así que el precio real fue de 1,66.

En la apertura de aquel original se leía:

ULYSSES
by
JAMES JOYCE

SHAKESPEARE AND COMPANY
12, Rue de l’Odéon, 12
PARIS

1922


CUATRO. El momento de leer el Ulises me llegó este año, de una manera tan imprevista como arbitraria. Llegó porque sí. Y allí fui, y tardé un mes, y lo leí de un tirón, porque era el momento. Acerca de la novela escribiré en otra oportunidad; lo que aquí diré es que me sorprendió mucho enterarme —leyendo el extenso prólogo de la edición de Tusquets— de la importancia trascendental que tuvieron para la publicación Shakespeare and Company y, en particular, Sylvia Beach, la dueña y responsable de la librería. Esta mujer se tomó como un compromiso personal y una misión lograr que ese cliente y amigo llamado James Joyce pudiera publicar la obra que estaba llamada a cambiar la historia de las letras.


Fue el debut y despedida de Sylvia Beach y la Shakespeare and Company como editora. Seguramente, el caso de mayor éxito —al menos en la relación libros relevantes/total de libros publicados— de la historia editorial.

CINCO. Hace un par de años, un amigo argentino que estuvo unos meses viviendo en Madrid me contaba su viaje a París.

—¿Conocés una librería que se llama Shakespeare and Company? —me preguntó.

Le dije que sí, que era famosa por Hemingway y París era un fiesta y aquella “generación perdida” y por haber publicado el Ulises. Entonces él me contó que había estado allí. Así me enteré de que todavía existe, y desde entonces supe que, cuando conociera París, visitar esa librería sería una de mis prioridades.

(En realidad, decir que Shakespeare and Company “todavía existe” no es del todo exacto. La librería de Sylvia Beach, en la rue de l’Odéon, cerró sus puertas en 1941, en la París ocupada por los nazis. Una década más tarde, George Whitman abrió en la capital francesa otra librería, llamada Le Mistral, que recuperaba el espíritu de aquella. Cuando Sylvia Beach murió, en 1962, Le Mistral cambió su nombre por Shakespeare and Company. Y allí sigue, desde hace medio siglo, esa verdadera reencarnación, en el 37 de la calle de Bûcherie.)

SEIS. Hace un mes, recorría los stands de la Feria de Otoño del Libro Viejo y Antiguo de Madrid, y un volumen se puso a dar saltitos entre los demás libros y a gritarme: “¡Mirame! ¡Mirame! ¡Estoy acá! ¡Te estoy esperando!”. Era un libro cuya existencia yo desconocía. Su autora, Sylvia Beach. Su título, Shakespeare and Company. Por supuesto le hice caso y lo compré, y ahí sí que no tuve dudas de que el momento de leer era de inmediato. Sobre todo porque en ese momento ya tenía comprados mis pasajes para conocer París.

SIETE. Los pasajes son para este fin de semana. Así que en un par de días me llegaré allí, a la librería, y me sentiré un poco dentro de todas las historias que, como una espiral, se fueron dibujando en torno a mi relación con ella. Incluso sin que yo lo supiera. La película Antes del atardecer —que vi por recomendación y en compañía de mi amigo Facundo, poco antes de mi mudanza a España, y que me gustó mucho y en aquel momento fue muy significativa para mí y mis proyectos españoles— comienza con una escena en la librería.




OCHO. París era una fiesta está agotado en las librerías de Madrid, pero la encontré, cuando ya había perdido casi todas las esperanzas, en el último de los puestos de la Cuesta de Moyano. Necesitaba releerla una vez más. Terminé de hacerlo minutos antes de sentarme a escribir este artículo. Es uno de los libros más maravillosos que leí en mi vida, y cuanto más lo leo más me gusta.

Por eso, cuando tenga la fortuna de andar por allí, me tomaré un vino a la salud de Hemingway y de Scott Fitzgerald y de Joyce y de Sylvia Beach. Y en París pensaré en mi París personal, o en mis Parises, esas cosas que no tienen que ver con la capital francesa —en la que hasta ahora no he puesto mis pies— sino con eso que, en palabras del viejo Hem, me acompañará, vaya donde vaya, el resto de mi vida, porque París es una fiesta que nos sigue, porque París siempre vale la pena, y uno siempre recibe algo a trueque de lo que allí deja, porque París no se acaba nunca.

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