25 de junio de 2012

«Happy Bloomsday» (1)

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En el capítulo 14 de la vigésima temporada de Los Simpson (que se puede ver completo aquí), titulado «En el nombre del abuelo», la familia amarilla se traslada a Irlanda. Mientras Homero y su padre se hacen cargo de un bar, Marge y los niños hacen un viaje a Dublín. Pasean por sus calles, visitan la Guinness Storehouse… y podemos deducir que es 16 de junio, porque se topan con los fans de Joyce que están celebrando el Bloomsday.


Lisa explica: «Cada 16 de junio los aficionados a James Joyce siguen la ruta recorrida por Leopold Bloom en la novela Ulises». Bart responde: «Déjame tomar nota de eso», y anota en un papel: «La próxima vez visita Escocia». «Quiere decir que ya se terminaron las cosas divertidas», agrega después, y Lisa le da la razón: «Algo así».

Pero yo no pertenezco a la familia Simpson.

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Así que planeé mi viaje a Dublín especialmente para estar allí el Bloomsday, una fantasía que tenía desde mucho tiempo atrás. Y fue loquísimo. Porque la gente está muy loca.

Como había muchas actividades no sabía muy bien por donde empezar, así que se me ocurrió que, si la idea era seguir la ruta de Leopold Bloom, el punto de partida debía ser su casa: el número 7 de Eccles Street, tal como nos lo informa Joyce en el capítulo 17 de la novela. Allí fui.

Caminé por O’Conell Street, seguí por Frederick St. y doblé por Upper Dorset hasta el comienzo de Eccles. Miro la primera casa: el 81. «Está bien», me dije, «esta es la mano de números impares, tendré que bajar hasta el 7». Enseguida descubrí que no: después del 81 venía el 80, y tras el 79, el 78. Pares e impares. Miré enfrente: un edificio enorme. Siguiente conclusión: «Solo hay casas en una mano de la calle, será que por eso todos los números están de este lado».

Anduve toda la calle Eccles y cuando llegué al final me encontré en el número 40. ¿Y los demás? Entonces me di cuenta de que el resto de los números estaban de la mano de enfrente, y por fin descubrí la estructura de la numeración de las calles: en U. Empiezan en una esquina, van hasta el final, pasan a la mano de enfrente y siguen. Quiere decir que la numeración de Eccles St. empezaba allí donde yo había empezado, y que tenía que haber pasado frente al 7 sin darme cuenta. A desandar el camino.

Pero no pude ir más allá del 30 y pico. El resto de la calle estaba ocupado por una enorme playa de estacionamiento y la gigantesca construcción que había visto al principio. Y entonces me di cuenta: la casa de Leopold Bloom ya no existe. Los viejos edificios que ocupaban los números del 1 al 30 y tantos de Eccles St. fueron demolidos para la construcción del Mater Private Hospital. En su fachada, una placa recuerda al bueno de Joyce.

Así que allí no había mucho más para ver. Ahí cerca está el James Joyce Centre (sí, centre, en British English, y no center, como dicen en Estados Unidos). Esa era la siguiente etapa de mi Bloomsday personal.

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Iván Thays publicó hace unos días en su Moleskine Literario un post acerca del Bloomsday. Cita allí al blog Letras en 360º, de El País, en el que Virginia Collera cita a su vez un artículo de un blog de The Economist, titulado «Why you should read this book» («Por qué debes leer este libro»). Este texto empieza con la siguiente frase:
Hay dos tipos de personas: los que leyeron el Ulises y los que no.

Para mi sorpresa, la foto que ilustra este artículo es una de Marilyn Monroe leyendo la novela. Esta foto forma parte de una serie de la que (oh dioses de las conversaciones en espiral) habla Juan José Becerra en La interpretación de un libro, libro que mencioné un par de post atrás.


El artículo de The Economist recomienda algunas lecturas y estudios dedicados al Ulises, los cuales, según Collera, sirven para «entender mejor —o entender, a secas— la laberíntica obra del irlandés».

Pero el Ulises no es una obra laberíntica. Ni hacen falta otras lecturas para entenderla. Al menos no en el sentido en que se usan ambos términos para referirse a obras narrativas, como novelas o películas. Cito a José María Valderde, del prólogo a su propia traducción del Ulises, publicada por Lumen (Barcelona) en 1976:

Lo relatado en Ulises es sencillísimo, y aun vulgar: la dificultad del libro radica en que su autor, como gran poeta que es, aunque en prosa, tiene una viva memoria verbal —incluso auditiva—, y no sólo incorpora las innumerables asociaciones lingüísticas que hay en su mente —citas literarias, trozos de óperas, canciones, vocablos extranjeros, chistes y juegos de palabras, términos teológicos y científicos, etc.—, sino que supone que el lector ha de tener el mismo don de buena memoria —aparte de que, lo que ya es demasiado pedir, ha de poseer su mismo archivo de recuerdos sonoros. […]

A cada momento, en efecto, hay en
Ulises frases y expresiones cuyo sentido radica en que son repeticiones o parodias de alguna frase que apareció antes —a lo mejor, quinientas páginas antes. Por supuesto, esto resulta más grave en el lenguaje en sordina de una traducción, aun suponiendo que el traductor, por su parte, tenga suficiente memoria verbal como para haber reconocido la repetición en el original. […] El lector ha de supone que en cualquier momento Joyce puede estar citando o caricaturizando un texto previo —que ni siquiera reconoce la inmensa mayoría de los lectores de lengua inglesa. […]

Hubo siempre un conflicto entre el Joyce creador —narrador poético y musical de la sencilla realidad humana en su Dublín familiar— y el Joyce aficionado a los juegos de palabras, los paralelismos y los simbolismos historicoculturales, que serían pedantescos si no fueran humorísticos. Djuna Barnes cuenta que, en vísperas de la publicación de
Ulises, James Joyce le confió, en el café Les Deux Magots: «Lo malo es que el público pedirá y encontrará una moraleja en mi libro, o peor, que lo tomará de algún modo serio, y, por mi honor de caballero, no hay en él una sola línea en serio».

Para mí, no sé, no me hagan mucho caso, pero para mí que Virginia Collera forma parte del segundo grupo: los que no leyeron el Ulises

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El James Joyce Centre está ubicado en el 35 de North Great George St. Esa mañana, como era de esperarse, había mucha gente. Cobran una entrada de 5 euros, que permite ver la exposición permanente: fotos, decenas de ediciones diversas (antiguas, en los más variados idiomas, etc.) de las obras del autor, documentales, información… Pero lo que más me gustó de todo es que allí dentro hay una cafetería, con las paredes llenas de dibujos alusivos, y junto a esas paredes… ¡está la puerta original del 7 Eccles Street!



La placa detalla que la puerta se encuentra allí como «un préstamo a largo plazo con el amable permiso de Marks & Spencer, que adquirieron la puerta como parte de su compra de la Bailey Public House en Duke Street».

(La historia es la siguiente: la casa original de Bloom fue demolida parcialmente a mediados de los años 60. En ese momento, tres personas compraron la puerta: el poeta Patrick Kavanagh, el novelista Flann O’Brien y John Ryan, propietario del pub Bailey, donde permaneció la puerta durante los siguientes 30 años. En 1982 se terminó de demoler la casa para levantar el Mater Private Hospital, se salvó la parte de pared de alrededor de la puerta, que se colocó junto a la puerta. Finalmente, la empresa de ropa Marks & Spencer compró el pub Bailey y cedió el ya monumento histórico al James Joyce Centre para su exhibición.)

Allí me saqué la correspondiente foto junto a la puerta, y seguí mi bloomsdayano, pero personal, itinerario. 


(Para leer la segunda parte de este artículo, click aquí.)

20 de junio de 2012

Dublineses encantos (1)

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Muchos de los aviones de la aerolínea irlandesa Ryanair tienen publicidad de una empresa italiana de valijas que se llama Eastpak. El que me trajo de regreso de Dublín era uno de ellos; el anuncio que tenía más cerca era el que se ve en la foto de aquí al lado. El texto en inglés se puede traducir como: «¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo por primera vez?». Me puse a enumerar: este fin de semana por primera vez:

1) Visité Dublín, Irlanda y el Reino Unido de Gran Bretaña.
2) Estuve en un isla.
3) Viajé solo por un país cuyo idioma no es el español.
4) Participé en la celebración del Bloomsday.
5) Retiré libras esterlinas de un cajero automático.
6) Fui huésped, sin ir con nadie conocido, en un hostel.

Y así podía seguir. Y me dije que no estaba mal.

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Dublín fue declarada «City of Literature» por la UNESCO en 2010. Fue la cuarta en adquirir tal honor, después de Edimburgo (Escocia), Melbourne (Australia) y Iowa (EE. UU.) y antes de Reykjavic (Islandia) y Norwich (Inglaterra). Salvo en una, la capital islandesa, en todas las demás el idioma oficial es el inglés. ¿Curioso? Para nada…

Los dubliners se jactan de que su ciudad fue cuna de cuatro premios Nobel: W. B. Yeats, George Bernard Shaw, Samuel Beckett y Seamus Heaney. Sin embargo, sus nombres más grandes son otros: Jonathan Swift, Oscar Wilde, Bram Stoker y, por supuesto, James Joyce.


Cortázar hizo célebre entre nosotros la frase de Mallarmé de que la realidad debía terminar en un libro. Muchas veces, yo tengo la sensación de que la realidad empieza en los libros, y por eso cuando visito una ciudad el mapa que se impone por sobre cualquier otro es el mapa literario. Y en este caso concreto, mi fascinación por Joyce y en particular por todo lo que rodea a la figura de Joyce y la escritura y publicación del Ulises se imponían sobre todo lo demás. Pero como a eso dedicaré un próximo artículo en el blog, por ahora lo dejaré a un lado y hablaré del resto de Dublín (que también lo hay, aunque parezca raro).

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Es fácil agarrarles cariño a los irlandeses cuando te cuentan su historia y te explican que perdieron casi siempre. A lo largo de los siglos, fueron sucesivamente invadidos por los celtas, los vikingos, los normandos, los británicos… Además, sufrieron épocas de terrible miseria, hambrunas que diezmaron su población: me explicaban que, antes del período fatal de hambrunas que abarcó más de un siglo desde mediados del XVIII, la población total de la isla era de 8 millones de habitantes, que tras esos años quedó reducida a 2 millones y en la actualidad es de 6,7 millones (incluyendo Irlanda del Norte). Es decir, no puede alcanzar todavía aquella cantidad de población.

Así que ahí están los irlandeses, y en concreto los dublineses. Con la ciudad embanderada para vivar a su selección en la Euro 2012 (los carteles alentaban a los «boys in green», no sé si en alusión a los «men in black» de la película cuya tercera parte se acaba de estrenar), aunque justo antes del día de mi llegada habían sufrido un 0-4 ante España que los dejaba eliminados… Pero orgullosos de sus muchachos, pese a todo.



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Como ya dije, era la primera vez que viajaba solo a un país cuyo idioma oficial no es el español. Iba un poco inquieto debido a eso. Pero al llegar al hostel en el que me alojé recibí una grata sorpresa. Había dos chicas en la recepción: una española y la otra argentina. «Dublín está lleno de argentinos», me dijeron. Y la verdad es que hay muchos, residentes y turistas. Como para corroborar eso de que los argentinos estamos en todas partes. También hay muchos españoles, que huyen de la crisis…

La española del hostel, que se llama Mayte y es de Salamanca, también trabaja como guía para una empresa que organiza tours por la ciudad. Duran tres horas y son «a voluntad»: no tienen un precio fijo, sino que al final uno le deja al o a la guía un dinero según lo considere oportuno. Hice el tour y la verdad que es muy recomendable. La guía no fue Mayte sino María, una alicantina muy simpática también radicada allí. Fuimos unas treinta personas haciendo el recorrido, de las cuales la mitad, o más, éramos argentinos; el resto se dividían entre españoles y brasileños.

Algunos de mis compañeros de tour me dijeron que ya habían participado en otros de la misma empresa en otras ciudades europeas, y que también estuvieron muy bien. Así que, quien vaya a visitar alguno(s) de esos lugares, puede tomar la recomendación. Es una muy buena manera de tener una impresión general de la ciudad, y luego ya puede elegir cómo seguir su propio itinerario…

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Una de las figuras emblemáticas de la ciudad, más allá de la literatura, es la de Molly Malone. Me ahorro su historia: la pueden conocer acá. Simplemente les dejo la canción que le rinde homenaje…
 


… y, como no podía ser de otra manera, la foto que me hice con ella (me la sacaron unos turistas argentinos que pasaban por ahí).


Molly se llama también la mujer de Leopold Bloom, el protagonista del Ulises. ¿Estará en Molly Malone el origen del nombre de Molly Bloom? Pero ya dije que en este post no hablaría de literatura, así que cambiemos de tema.

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Es sábado y en pleno Dublín vuelvo al hostel y, como en Irlanda hay una hora de diferencia con España, calculo mal el horario y solo llego a escuchar el último cuarto de hora del partido. Y no puedo creer que vayamos perdiendo, y cuando nos dan el penal estoy seguro de que nos lo regalaron, y digo bueno, al menos un empate, y va el Chori Domínguez y se lo atajan y puteo y me acuerdo del penal de Pavone contra Belgrano hace casi un año y me pregunto por qué, carajo, por qué, será posible, la puta madre que los parió. Al día siguiente el triunfo de Chacarita me devuelve el alma futbolística al cuerpo viajero.

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Otro de los atractivos de la ciudad es la cerveza Guinness, creada en Dublín por don Arthur Guinness en 1759. Es una auténtica delicia. Así te la cobran, también: por lo general, una pinta (un vaso de algo más de medio litro) cuesta en los bares entre 5 y 6 euros. Me tomé una por cada día que estuve allí. Religiosamente.

Y también visité la Guinness Storehouse, el edificio donde se hallaba la antigua fábrica de cerveza convertido ahora en una especie de museo. Me lo habían avisado: la visita no está taaan buena, pero es un poco una de esas cosas que, si vas a Dublín, tenés que hacer. También la entrada es cara: 14,60 euros. Incluye una pinta, que te podés tomar en el Gravity Bar, el bar que está en la séptima y última planta del edificio, con vistas panorámicas (de 360 grados) de todo Dublín.




Por cierto, sabrán disculpar la ignorancia, pero me enteré allí, en la storehouse, que el Libro Guinness de los Récords se llama así porque fue un invento de la cerveza Guinness. Yo pensaba que se trataba de una mera coincidencia de nombres. De las cosas que uno se entera viajando…

Lo dicho: no es ninguna maravilla, pero ¿cómo dejarlo pasar?

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Hay mucho más para contar, desde luego. Un último (por ahora) detalle de color (literalmente): las puertas.

Las puertas de colores son típicas de Dublín. Hay dos historias que explican su origen. Una dice que cuando murió la reina Victoria, en 1901, los irlandeses, todavía bajo dominio británico, se vieron obligados a guardar luto; pero como en realidad estaban contentos, decidieron celebrarlo a su manera: pintando las puertas de colores. La segunda señala que los colores fueron para ayudar a identificar sus casas a los vecinos, tan dados como son a llegar borrachos como cubas y a confundir unas puertas con otras. Vaya uno a saber si alguna de las dos, o ambas, son verdaderas. Lo cierto es que los colores en las puertas aportan un toque muy pintoresco al espíritu de la ciudad.



Y ahora sí me voy, que no quiero aburrirlos.



(Pero aviso: próximamente:
-«Happy Bloomsday»
-Belfast, la Irlanda británica y el Titanic
-La «abandonada» torre de James Joyce
-Y más impresiones dublinesas…)


11 de junio de 2012

Vivir en un libro,
conversar en espiral

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Mi amiga Verónica bautizó como «conversaciones en espiral» a las charlas en las que ella y yo hablamos de los más diversos temas (personas, cosas, acontecimientos) que luego reaparecen en nuestras vidas de las más variadas formas (en artículos que leemos en los diarios, libros, películas, charlas con otras personas…). Nos pasa con mucha asiduidad, más que con cualesquiera otras personas. A veces tiendo a pensar que mi vida está demasiado poblada de casualidades, como ya lo conté en un post. También me dicen que las casualidades están en las vidas de todos, solo que no todos se detienen a observarlas en detalle. En fin.

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El caso es que hace poco Verónica publicó en el Facebook el enlace a un artículo en el blog Papeles Perdidos, de El País, en el que Winston Manrique Sabogal pregunta: «¿En qué libro te gustaría vivir?». Ella proponía algunos (El Gran Gatsby, el relato El perseguidor, de Cortázar) y yo dejé mi respuesta como comentario: París era una fiesta. Y destaqué: «Ahora que lo pienso, Woody Allen respondió a este pregunta en su última película: quería vivir en el mundo de París era una fiesta… e hizo Medianoche en París».

Hilvanando ideas, llegamos a enunciar la siguiente: todos vivimos en un libro, solo que algunos se escriben y otros no. Verónica escribió: «Me estoy imaginando el mundo como una enorme biblioteca, llena de las historias que cubren páginas y páginas, los libros en los que cada uno de nosotros vive. Cuentos cortos, poesías, obras colectivas, enciclopedias familiares de muchos tomos, novelas de pasiones arrebatadoras, de amores truncados y recuperados, un sinfín de relatos. ¡Qué lindo! Y también un archivo para la oralitura».

Como no podía ser de otra manera, esa fantasía me recordó un célebre relato que comienza con las siguientes palabras: «El universo (que otros llaman la Biblioteca)…» Las escribí como comentario en esa publicación del Facebook y así concluyó aquel intercambio.

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Pero es muy difícil hablar de «concluir» cuando se trata de conversaciones en espiral. En esos días yo empezaba la lectura de La interpretación de un libro, novela del argentino Juan José Becerra (publicado en España semanas atrás por Candaya). Tal novela cuenta la historia de un escritor que conoce a una lectora fanática de su única novela publicada y de la relación de amor que se establece entre ambos (que también es, de alguna manera, la relación entre la escritura y la lectura).

La lectora inunda la casa del escritor con cuadros del pintor estadounidense Edward Hopper. En todos ellos se repite la misma escena: una mujer sola leyendo un libro. En todos menos en uno, titulado Habitación en Brooklyn, en el que la mujer sola está mirando a través de la ventana. La lectora dice que aquella es una «situación perfecta»

no porque [la mujer] puede leer sino porque está leyendo. Está leyendo el edificio de enfrente. No necesariamente hay que leer un libro para leer algo. Esa mujer es una lectora de cosas.

Habitación en Brooklyn, de Edward Hopper



Luego agrega:


No es una situación perfecta de lectura. Es un hecho perfecto. Aparte, lo que más me gusta, es que no es que la mujer trae un libro de otro lugar sino que ella se acerca a lo que puede ser leído, en este caso un edificio. Pero podría ser cualquier otra cosa. […] Esa mujer está leyendo algo desde hace mucho, está en medio de un proceso de lectura. Está leyendo como puede decirse de alguien está viviendo.

Más adelante:

No lee el frente, que al fin y al cabo, es un pedazo de cemento y ladrillo. Ella lee el interior, conoce a quienes habitan cada departamento, los observa cuando pelean o cuando se acuestan, y cuando cenan, y además imagina dónde y qué cosas estarán haciendo cuando no están allí, y hasta te diría que vela por el sueño de todos esos habitantes que para ella son personajes de una novela larga, una novela que yo llamaría de situación.

Y después interpela al novelista:

Vos dirás, como escritor que sos, ¿quién escribe esa novela? Te lo digo ya: la mujer que lee es la que escribe, y la escribe mientras la está leyendo. La grandeza de ese cuadro, que por algo es el mejor, consiste en que por primera vez podemos ver a la lectura como escritura. Una escritura tan evolucionada que no está en ningún lado, digamos una literatura sin materia: una literatura que se escribe cuando pasa de largo, o sea cuando se pierde, como si la mujer estuviera escribiendo en el tiempo.

Esto viene a complementar lo que hablábamos Verónica y yo. Habíamos dicho: todos vivimos en un libro, solo que algunos se escriben y otros no. Pues quizá no sea que unos se escriben y otros no, sino que todos se escriben: unos materialmente, con tinta y papel (o con unos y ceros en la memoria de una computadora), y otros en ninguna parte, perdiéndose, solo sobre la materia de la que está hecha el tiempo.

La lectora, que tan lúcida se muestra en la anterior disquisición, parece perder la cabeza unas páginas después, e increpa al escritor:

Contame, ¿se vive bien en un libro? ¿Tan bien se vive que no podés salir?

Y a vos, ¿en qué libro te gustaría vivir?

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Días después Verónica visita Madrid. Le hablo de esta enésima coincidencia, le leo los pasajes de la novela de Becerra. Después vamos rumbo al Retiro, a visitar la feria del libro. Pasamos junto al museo Thyssen-Bornemisza y nos enteramos de que una semana después (el 12 de junio) inaugura una muestra sobre uno de los pintores preferidos de mi amiga: Edward Hopper… a quien yo no había nombrado cuando le leí los pasajes de la novela.



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Hacia el final de La interpretación de un libro, el novelista se pregunta «¿quién termina las historias?: ¿el escritor o el lector?». Esto es más difícil de responder que lo de en qué libro te gustaría vivir: es casi un koan zen. ¿Y qué pasa —redoblo la apuesta yo— en el caso de los libros que no se escriben, de la literatura sin materia que se escribe mientras se lee? El lector que escribe mientras lee ¿termina las historias? ¿Cuándo? ¿Cómo?

(Lo bueno de que esto no sea una historia sino un pequeño artículo en un blog es que responder a preguntas de esa índole es más fácil: el post se termina aquí y ahora, con el punto final después de la palabra «final». ¿O no…?)