26 de marzo de 2011

De segunda mano, limpio y sin anotaciones escolares

.
UNO. El viernes pasado estuve en la librería La Fugitiva, en la calle Santa Isabel, cerca de Antón Martín. Existe allí una sección de venta de ejemplares usados, cosa que no abunda en Madrid; encontré una edición de bolsillo y tapas duras de 84, Charing Cross Road, una delicia de libro que leí (tomado de la biblioteca) hace algunos meses. Me costó 5 euros.

84, Charing Cross Road consiste en el intercambio epistolar a lo largo de los años (comienza en octubre de 1949 y concluye exactamente dos décadas después) entre la autora, Helene Hanff, desde su casa de Nueva York, y los responsables y empleados de la librería Marks & Co., ubicada en la dirección que le da título al libro, en Londres.

DOS. Todo comienza así:

Señores:

Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literature dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escritora pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.

Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrían la amabilidad de considerar la presente como un pedido en firme y enviármelos?

Dándoles de antemano las gracias, les saluda

Helene Hanff

TRES. A las pocas páginas, el lector ya aprende a querer a esa corresponsal neoyorquina que intentó triunfar como autora teatral y debió resignarse a ganarse el puchero como guionista de televisión, y que en las pausas de su trabajo les escribe a los libreros londinenses desde su departamento, una planta baja sin más calefacción que la que le daba la compañía de sus libros abarrotando las paredes.

¿Cómo podría cualquier aspirante a escritor no sentir empatía con ella? ¿Y cómo podría no sentir empatía con esta mujer yo, que soy un amante de recorrer librerías de viejo, de revolver entre las mesas de ejemplares usados? Títulos inhallables, ediciones célebres, portadas que reconocemos por haber visto en artículos sobre la historia de tal novela o cual escritor: son tesoros que muchas veces están allí, rodeados de papel impreso y encuadernado sin ningún valor (al menos para mí), esperándome. La diosa Fortuna me reserva, cada tanto, uno de esos maravillosos hallazgos.

CUATRO. En 1969 a Hanff se le ocurrió que aquellas cartas bien podían constituir un relato corto que fuera de interés para alguna revista. Así que las rescató del cajón en que las guardaba y las ordenó; pero la ganó el desánimo al comprobar que el material superaba la extensión normal de un cuento. Le dio las cartas a un amigo, y entonces llegó el toque de la varita mágica: este amigo las presentó a un editor y éste decidió de inmediato publicarlas en forma de libro.

El éxito fue tal que la autora comenzó a recibir, sí, cartas de miles de lectores de todas partes, que la consideraban una amiga. Y llegaron las adaptaciones: primero, un telefilm de la BBC, en 1975; después, la versión teatral, estrenada en Londres en 1981 y en Broadway al año siguiente; y finalmente, el cine: Anne Bancroft y Anthony Hopkins protagonizaron la película dirigida por David Jones.

La pieza teatral tuvo un sabor agridulce para Hanff. En ocasión del estreno en EE. UU., The New York Times publicó una entrevista en la que la autora declaraba:

Me siento bastante ajena a este estreno; es, en cierto modo, como si lo que ocurre no tuviera nada que ver conmigo. Como no he participado en la adaptación, me cuesta creerlo. ¿Usted se lo creería? He pasado veinte años escribiendo piezas teatrales que nadie ha querido producir nunca, y he aquí que, en el momento en que estoy a punto de retirarme, alguien crea de pronto un espectáculo a partir de una correspondencia que inicié hace ahora treinta años.

Cuando le preguntan por ese oficio suyo de dramaturga, ella explica:

Era buena inventando diálogos, pero no conseguía dar con la historia que hubiera podido salvarme.

Ironía del destino: ella estaba tejiendo, sin saberlo, con su propia vida, precisamente una de esas historias.

CINCO. Helene Hanff murió en abril de 1997, pocos días antes de cumplir 81 años. Estaba rodeada del afecto de miles de admiradores; no le sobraba un centavo, pero legó su maravillosa historia, que nos llena el alma a los amantes de los libros de cualquier lugar del mundo. Una placa de bronce la recuerda en la que fue su casa (llamada ahora la «Charing Cross House», foto de la derecha) y otra en lo que fue la librería Marks & Co. (foto de arriba), donde actualmente funciona un restorán.

SEIS. Estas líneas son, también, un agradecimiento a la diosa Fortuna —una vez más, tan generosa conmigo— que me dio la oportunidad de homenajear a Helene Hanff como se merece. Porque creo que la mejor forma de comprar 84, Charing Cross Road es en un ejemplar de segunda mano, limpio y sin anotaciones escolares, que no rebase los 5 (en este caso, y perdón por el anacronismo) euros.

.

19 de marzo de 2011

«Querido diario»:
Postales en la vida de Ricardo Piglia

.
Artículo publicado en la edición de marzo (Nº 18) de la colombiana Revista Cronopio. Fue mi segunda colaboración con este medio, tras «Sergio Bizzio, de letras y celuloide», que compartí en unabirome hace un par de meses. La publicación original, aquí.




UNO. Hace un par de meses, el suplemento Babelia del periódico español El País anunció un «acontecimiento literario»: el comienzo de la publicación de los Diarios de Ricardo Piglia. Tales Diarios constituyen una pieza ya mítica para la literatura hispanoamericana de nuestro tiempo; en el mundillo literario se habla de ellos desde hace décadas.

La primera entrega se publicó el 15 de enero. Llevó el título de «Un detective privado», el cual se enraíza en la famosa metáfora pigliesca del escritor como criminal que deja huellas e indicios en sus obras para que el lector-investigador los encuentre, los reúna y rearme la historia. Figura que se aplica, por cierto, a lo que ha hecho él mismo en relación con el Diario.

Piglia se ha referido a estos apuntes en infinidad de ocasiones, definiéndolos como «un laboratorio de la escritura», y señaló muchas veces que el germen de sus libros está en esos cuadernos que lleva desde hace más de medio siglo. Cuadernos de tapas blandas, negras, forradas en una especie de cuerina sintética…

—Son estos, ¿ves? —me muestra el escritor en el estudio de su casa, en el barrio porteño de Palermo, una tarde de invierno en que un sol generoso se cuela por la ventana—. Manías de uno, antes se compraban en todos lados estos cuadernos, pero ahora sólo se consiguen en una librería de La Boca…

DOS. Si la publicación de estos Diarios representa un acontecimiento es por la calidad de la trayectoria y la obra de Piglia (que nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1940). Novelas fundamentales como Respiración artificial, Plata quemada y Blanco nocturno, libros de relatos como La invasión y Nombre falso y los ensayos reunidos en Crítica y ficción, Formas breves y El último lector colocan su nombre entre los más importantes de las letras en español de fines del siglo XX y comienzos del XXI.

Lo entrevisté aquella vez en su casa y luego lo vi varias veces más, en presentaciones de libros, charlas, conferencias. Su apariencia es sobria como su estilo literario: ropa oscura, parches en los codos de un grueso saco de lana, anteojos gruesos, el pelo peinado «a lo Antonio Gramsci», como lo definió un colega. Siempre con la literatura en la punta de la lengua.

«No sabía que el asunto venía tan macedonianamente postergado», me dijo cuando le conté lo larga que había sido mi búsqueda para llegar a entrevistarlo: la historia se remontaba a mis tiempos de estudiante en la Universidad de La Plata. Quizá por eso me abrió las puertas de su casa y me dejó habitar su intimidad por un rato, allí entre sus libros, en ese otro «laboratorio de la escritura»: porque sabe lo que es ser un joven estudiante con puras ilusiones…


TRES. Un antiguo adagio afirma que quien quiera ser escritor debe evitar estudiar Letras en la universidad. Piglia atendió al consejo: cuando a los 18 años dejó a su familia y se fue a vivir solo a La Plata, se inscribió en la carrera de Historia. Recuerda esa época con nostalgia: «Ese mundo de las pensiones, con estudiantes que venían de las provincias porque había un comedor donde se podía comer muy bien por poco dinero…». Entonces le hablo de José María Ferrero, amigo suyo de aquel tiempo, profesor mío en la Facultad de Periodismo muchos años después. ¿Lo recuerda?

—¡Claro, cómo no! Tengo la imagen de la cocina de la casa del Gordo Ferrero en La Plata, me acuerdo muy bien. Lo veía mucho. Él estuvo muy cerca de los cuentos de La invasión, y es el culpable del bellísimo título de uno de esos relatos… Yo le había puesto inicialmente «Las dos muertes», pero me sonaba muy borgeano, y entonces el Gordo me dijo: ¿Por qué no le ponés «Las actas del juicio»? Y es el título que lleva, y es un muy buen título…

—¿Así que se acuerda de la cocina de mi casa? —se asombra ahora Ferrero, con una sonrisa en los dientes y la ilusión en la mirada. A cambio me abre una parte de su memoria—: Yo, en la sala de ingreso de la vieja Facultad de Humanidades, donde había unos pasillos con unos bancos negros contra las paredes, y Ricardo que se me acerca y me dice: «Escuchá, Gordo, escuchá esto: Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes…». Cortázar, «Continuidad de los parques» —recita, con la cara encendida, iluminada.

CUATRO. La figura del escritor como criminal también se aplica a la doble vida de Piglia, que alterna sus temporadas como profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Princeton, EE.UU., con la rutina agitada del escritor que presenta libros y da entrevistas y asiste a charlas y conferencias en Buenos Aires, en Madrid, en cualquier lugar donde lo convoquen. «Esa idea de tener dos existencias, ligadas a lugares distintos, permite, exagerando un poco, la ilusión de cambiar de vida», explica.

Los días en los que ejerce de escritor de prestigio son más o menos fáciles de imaginar, pero ¿cómo es el Piglia profesor en Estados Unidos? Se lo pregunté por e-mail al puertorriqueño Arcadio Díaz-Quiñones, amigo y colega suyo en Princeton.

—Ricardo lleva una vida monacal: lee, escribe, da clases, pasa muchas horas en la gran biblioteca de la Universidad, le encanta perderse en ella, conversa sobre política o sobre tradiciones literarias, está muy al tanto de la literatura norteamericana, ve el béisbol por la televisión y descubre excelentes vinos californianos (no necesariamente en ese orden). Prepara minuciosamente sus clases, que son muy variadas: sobre la poética de la novela, sobre el tango y la cultura argentina, sobre Sarmiento o sobre el Che Guevara. Y siempre sus veneraciones: Brecht, Pavese, Faulkner o Benjamin.

—¿Qué relación tiene con sus alumnos?
—Me consta que muchos lo admiran, y es muy interesante ver cuánto disfruta Ricardo del trabajo con los más jóvenes. Es la experiencia con el último lector, porque los chicos no tienen prejuicios fuertes y dicen cosas extraordinarias de los textos de Saer, de Puig o de Guevara.

CINCO. —Por qué no se deja de escribir esos cuentitos, Piglia, dedíquese a la Historia…

Todo habría sido distinto si Piglia le hubiese hecho caso al profesor que le daba esos consejos. Se trataba de Enrique Mariano Barba, un reconocido historiador que insistía con ganarlo para sus huestes. Pero el alumno se mantuvo en sus trece, y mal no le fue. Sus «cuentitos» se publicaron por primera vez en 1967 bajo el título de Jaulario (luego, La invasión) y ganaron el Premio Casa de las Américas.

«Para un escritor también es importante lo que no publica», dice Piglia. Y por eso es bueno prestar atención a esos momentos de silencio editorial de los escritores. Nombre falso, su segundo libro, se publicó recién siete años después del primero. «Hay momentos en que parece que las cosas parece que no funcionan, a uno no le gusta lo que escribe —explica—. El aprendizaje de un escritor es muy difícil: uno nunca sabe cómo es».

Lo que vino después es historia más conocida: obras clave, tanto de ficción (sobre todo Respiración artificial, novela de 1980 que enseguida se convirtió en un verdadero clásico moderno) como sus ensayos, que forjaron una manera de leer la literatura argentina en particular y la literatura toda, sin adjetivaciones, en general.

SEIS. Sobre la mesa —junto al cuadernito de tapas blandas, negras, forrado en una especie de cuerina sintética, que hace un rato me mostró— descansan Memoria de Ulises, de François Hartog, y Benjamin y Brecht, historia de una amistad, de Erdmut Wizisla. Un atisbo al océano de lecturas del escritor, como también lo es la biblioteca que oficia de testigo de la charla, en la que se destacan volúmenes de Roberto Arlt, Thomas Pynchon, Macedonio Fernández, Don DeLillo, Witold Gombrowicz y un multitudinario etcétera.

La entrevista ocurrió hace tres años. Por entonces Piglia trabajaba en Blanco nocturno, novela que finalmente vio la luz, con notable éxito de crítica, el año pasado. Le pregunté por el futuro: ¿Después qué?

—Después me gustaría escribir tres o cuatro nouvelles, un libro de ensayos, y más tarde dedicarme al Diario, ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable. El Diario tiene la virtud y el peligro de sustituir la literatura: hay que tener cuidado. Pero, a la vez, es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Me imagino que en algún momento, pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos.

—¿La idea es publicarlo como un libro de ficción?
—No. Espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito. Ni siquiera reescribiría. Me parece que lo que hay que hacer es sencillamente un montaje. Creo que lo más parecido a eso es la experiencia de los cineastas.

¿Imaginaba Piglia que su diario iba a aparecer como un folletín en el suplemento literario de un periódico español? Quién sabe. Lo cierto es que ahí está, publicándolo, como un detective que decide exhibir sus archivos en su propio y privado Wikileaks. Manías de uno…

.

7 de marzo de 2011

Vargas Llosa, la Feria del Libro y las ganas de conservar ambas piernas

.
UNO. La semana pasada le preguntaron a Guillermo Barros Schelotto qué elegiría en caso de tener que optar por una de dos opciones: ganar el clásico del domingo contra Estudiantes o asegurar la permanencia de Gimnasia en Primera. Ese tipo de preguntas siempre son divertidas y tramposas. Tramposas, primero y principal, porque nadie nunca se ve obligado a elegir entre alternativas de ese tenor (así como tampoco nadie debe elegir las cosas que se llevaría a una isla desierta); segundo, porque lo que en realidad se busca es la parte negativa. Un viejo chiste cuenta que un judío le regala a su hijo dos sacos, uno azul y uno verde (digamos); su hijo se los lleva a su habitación para probárselos y un minuto después aparece con el saco azul puesto. Su padre pone cara de decepción y pregunta: «¿Qué, el verde no te gustó?». La gracia de la pregunta a Guillermo estaba en ver qué tenía en menos: arrancarle el titular de que le importaba menos el clásico o le importaba menos salvarse del descenso. El Mellizo, con la picardía y la viveza que lo han caracterizado desde siempre, respondió: «Es como elegir cortarme una pierna o la otra».

DOS. En la vida cotidiana, muchas veces nos enfrentamos a situaciones de incomodidad como resultado de preguntas o pedidos o propuestas parecidas a estas (falsas) disyuntivas en que los periodistas ponen a sus entrevistados. Por ejemplo: una persona de confianza —por no decir un amigo— te pide que le des alojamiento a un amigo suyo. Puede que no haya ningún inconveniente, pero supongamos que sí lo hay (por ejemplo: que tu casa sea muy pequeña, que vivas con tu pareja y ella/él no tenga ganas de compartir espacio con un desconocido, que eso altere tu rutina de un modo perjudicial para tu trabajo, etc.).

Si le decís que sí, es un problema, porque te enfrentás a una de esas situaciones que no son buenas para vos; si le decís que no, también es un problema, porque es negar un favor a una persona de confianza. ¿Cuál es, entonces, la mejor alternativa? Sin dudas, que nunca te lo hubiesen pedido. Una vez que te lo piden, ya te no queda otra: te cortás la pierna derecha o te cortás la pierna izquierda.

TRES. Según Mempo Giardinelli, a la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner la Fundación El Libro le ha tendido una de esas trampas al invitar a Mario Vargas Llosa para inaugurar la Feria este año.

En la contratapa de la edición del jueves 3 de marzo de Página/12, el autor chaqueño dice:

Invitarlo [a Vargas Llosa] a abrir la Feria magna de este país y este año es, y otra vez por lo menos, un error. Y una tontería si fuera una decisión ingenua, que no es lo que parece. Porque alguien —ignoro quién o quiénes— parece haber buscado que esta feria, en año electoral, sea una piedra en el zapato del Gobierno.

Y eso es lo irritante. Porque pone a la Presidenta en un lugar gratuitamente incómodo. Si asiste, se comerá un discurso ofensivo, desinformado y provocador. Y si no va, quedará colocada en un lugar de cobardía.

Peor aún: si va y escucha y no responde, acabará contrariada. Y si va y escucha y responde (que es lo más probable), entonces la prensa española y la prensa argentina neocolonizada la despedazarán diga lo que diga.

No hay salida. Y ahí está la trampa.


CUATRO. Mi primera reacción ante la noticia de que un grupo de intelectuales encabezados por el director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, pretendía boicotear la invitación a Vargas Llosa fue de sorpresa. Pero se me pasó enseguida.

El 27 de octubre de 2010 y los días sucesivos también me sorprendí. Y aquella sorpresa tardó más en ser asimilada. Fue ante la reacción que percibí en Facebook y demás redes sociales —convertidas en (otro) termómetro para medir los alcances de lo que ocurre en el país para quienes estamos lejos— como consecuencia de la muerte de Néstor Kirchner. Atónito asistí a las numerosísimas muestras de dolor, de fastidio, de apoyo a la presidenta, vi cómo se multiplicaron las imágenes de perfil con un lazo negro sobre los colores de nuestra bandera en expresión de luto, relatos acerca de lágrimas derramadas en la Plaza de Mayo.

Como me faltaba poco para visitar —después de bastante tiempo— el país, decidí dejar de romperme la cabeza a ver si entendía y esperar a estar allí para hablar con gente y que me lo explicaran. Y me lo explicaron, sí. Pero entender… ufff, eso es mucho más difícil.

CINCO. Hay algo (algo que desde afuera creo que casi imposible notar, percibir, descubrir) que genera que en el ambiente de la Argentina se respire una sensación: que en el actual momento político hay que tomar partido por uno de los dos únicos bandos posibles. Estás conmigo o estás contra mí. Si no estás con el gobierno nacional y popular, sos un gorila retrógrado que defiende al capital y el imperialismo. Si no estás con la oposición democrática, sos un neofascista, populista y chavista que —como históricamente hizo siempre el peronismo— lo único que pretende es perpetuarse en el poder. Pareciera que, si uno pretende tener una postura intermedia y crítica hacia ambos lados, a lo más que puede aspirar es a la condena para los tibios anunciada en el Apocalipsis: el vómito de la boca del Dios de los Ejércitos.

SEIS. En ese contexto en el que todo es dable de ser entendido como una provocación, llega la invitación para Vargas Llosa. Un escritor con cuyas ideas políticas no comulgo —las mías se encuentran más bien en sus antípodas— pero que acaba de ser galardonado con el Nobel.

Como una muestra del afán político dominante en nuestro país, González se enarboló como voz del pueblo para pedir que se retirara la invitación para el escritor peruano. La propia presidenta, al comprender la magnitud del error, salió a desdecir a González: «No se puede dejar la más mínima duda de la vocación de libre expresión de ideas políticas en la Feria del Libro». Los más papistas que el Papa siempre son un problema (en especial para el propio Papa).

El programa de televisión llamado 678 —una suerte de Polémica en el Fútbol pero sobre política y con hinchas de un solo equipo— contó en su edición del mismo jueves 3 de marzo con la presencia de Martín Kohan para aportar un poco de lucidez. Entre otras cosas, el autor de Dos veces junio señala:

A mí me sorprende muchísimo, porque estaba segurísimo de que en el peronismo, después de no haber podido leer a Borges por no saber cómo encajar la relación entre literatura y política, ya habían aprendido. No es lo mismo Borges que Vargas Llosa, pero las lecturas que se hacen son las mismas. La manera de cruzar literatura y política y de sacar conclusiones entre un terreno y otro se parecen tremendamente. Y en la manera en que no se supo cómo debatir con Borges, ni en la literatura ni en la política. Algo de esa limitación, que yo daba por perfectamente aprendida, reaparece cuando no se sabe cómo dar la discusión con la literatura de Vargas Llosa.

Acá está el bloque completo del programa dedicado a este tema. Son casi 50 minutos; la cita de Kohan está en el minuto 30:


En el principio de la discusión sobre la presencia del Nobel peruano en la Feria de Buenos Aires se planteó el interrogante: ¿entonces si Borges viviera tampoco lo invitarían para inagurar la Feria del Libro? Desde luego que no. Y si la Fundación El Libro encontrara la fórmula de revivir a la gente y devolviera a Borges al mundo de los vivos, se diría que este hecho constituye «una piedra en el zapato del Gobierno».

SIETE. Cuando los panelistas de 678 le preguntan a Kohan cuál habría sido la reacción correcta, él explica que habrían debido dejarlo hablar a Vargas Llosa, y luego sí criticarlo y discutir con él. Que el error consistió en pretender silenciarlo, ya que eso genera el efecto opuesto: darle la razón, que el Nobel pueda erigirse (como le encanta hacer a la gente de derecha) en paladín de la libertad.

El bloque del programa termina con una frase de Carlos Barragán:

—Tanto quilombo en la Feria del Libro, (para eso) armamos un asado y nos cagamos a tiros, entonces.

Y las risotadas de todos los demás.

Cuánto bien haría a la discusión un poco más de lucidez como la de Martín Kohan. O al menos como la de Guillermo Barros Schelotto. Porque la verdad, dadas como están las cosas, me da toda la sensación de que tener que elegir entre los dos bandos llamados «el kirchnerismo» y «la oposición» se parece mucho a tener que elegir si cortarse una pierna o la otra.

.