29 de noviembre de 2011

Ensayo y error de ficción paranoica




Una lectura de Un hombre llamado Lobo, de Oliverio Coelho (Duomo Ediciones, 2011). (Texto publicado originalmente en la revista Letras Libres, edición México, Nº 155, noviembre de 2011.)

La famosa afirmación de Ricardo Piglia acerca de que «en el fondo todos los relatos cuentan una investigación o un viaje» se aplica por partida doble a la novela Un hombre llamado Lobo, de Oliverio Coelho. Se narran viajes que consisten, a su vez, en investigaciones. En dos sentidos: por un lado, buscan desentrañar el misterio de la desaparición de una persona; por otro, indagan en el alma del propio viajero.

Más interesante aún resulta la lectura de esta novela a la luz de un microensayo de Piglia insertado en su última obra de ficción, la tan valorada Blanco nocturno. «Habría que inventar un nuevo género policial, la ficción paranoica», propone el autor:

Todos son sospechosos, todos se sienten perseguidos. El criminal ya no es un individuo aislado, sino una gavilla que tiene el poder absoluto. Nadie comprende lo que está pasando; las pistas y los testimonios son contradictorios y mantienen las sospechas en el aire, como si cambiaran con cada interpretación. La víctima es el protagonista y el centro de la intriga; no ya el detective a sueldo o el asesino por contrato.

La novela de Coelho se ajusta de un modo curiosamente preciso a esta definición. Estructurada sobre dos líneas de tiempo (la principal comienza a fines de los años ochenta, la otra dos décadas más tarde), sus protagonistas  son dos hombres que, en busca de alguien, dejan atrás la ciudad y su pasado. Silvio Lobo y su hijo Iván son víctimas que, al encarar el viaje, se convierten también en investigadores, se enfrentan a indicios cuyo sentido no terminan de comprender, y sin embargo actúan como si lo hicieran.

En la historia aparece un detective, Marcusse, que representa una versión paródica y grotesca de la figura del detective clásico: su decadencia. Obsesionado con el estudio de la ruleta, está convencido de que ese juego, al igual que los casos policiales, se pueden desentrañar si se realizan los cálculos correctos. Carga consigo un libro en que

están registrados todos los movimientos, cada detalle del pasado, la memoria de Dios: números y números. No es cuestión de suerte.

¿Ha enloquecido quijotescamente de tanto leer novelas policiales en que los crímenes se resuelven con la mera especulación analítica? Lo cierto es que los nuestros ya no son los tiempos de Auguste Dupin. Dios no juega a los dados porque ni siquiera él está seguro de si va a ganar. Y así es como Marcusse, el detective del policial clásico, se desdibuja en la ficción paranoica hasta desvanecerse como un fantasma...

Por lo demás, los personajes de la novela responden a una suerte  de estereotipado destino tanguero: los que desempeñan un papel activo son casi todos hombres, condenados (de un modo bastante ingenuo) a sufrir por el abandono de las mujeres. De hecho, fundan la patética «Sociedad Protectorade Hombres Solos y Maltratados». Uno de ellos intenta abandonar a su mujer pero fracasa porque lo alcanza poco antes de que él aborde el autobús; finalmente será ella quien lo deje... Los hombres no dejan de sentirse solos pese a las confraternidades que establecen. Sobre todo los protagonistas, que recorren pueblos y ciudades de la provincia de Buenos Aires convertidos en «extranjeros», centro de la desconfianza y la hostilidad de quienes los rodean. En su adaptación a ese entorno –y no en su talento paralos razonamientos y las deducciones– estriba su capacidad investigativa.

Esta es la sexta novela de Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977), muy ponderado por obras anteriores como la «trilogía futurista» conformada por Los invertebrables, Borneo y Promesas naturales, e incluido en la lista de los mejores narradores en español confeccionada el año pasado por la revista Granta. Pero teniendo en cuenta que la mayoría de esos elogios destacan sobre todo la «relación privilegiada» del autor con el lenguaje, después de leer esta novela no puede uno sentir más que sorpresa. Más allá de sus búsquedas y aciertos formales, Un hombre llamado Lobo deja mal sabor de boca si se atiende a los momentos en que la coherencia interna chirría (un bebé de pocos meses al que su padre deja solo durante horas, una persona toma un autobús una mañana en que se nos ha dicho que ya no había más autobuses), a lo forzado de sus diálogos (parecen extraídos del guion de cualquier película mala), a los lugares comunes («que rastrear a su hijo equivaliera a buscar una aguja en un pajar») y, sobre todo, a lo desparejo de su registro que deja hecha jirones la voz y la verosimilitud del narrador. Por eso, lo recomendable será leer Un hombre llamado Lobo a través del tamiz de las propuestas de Piglia, y considerarla un ensayo, parte de la búsqueda de una forma que adapte el policial (el género que mejor ha explicado nuestras sociedades en el último siglo y medio) a nuestro tiempo y espacio. Lo mejor, sin duda, está por venir.
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24 de noviembre de 2011

Ezeiza, 27 de agosto de 2007




Los días que vivimos en peligro es un libro editado por Emecé en 2009, en el que 16 escritores argentinos ofrecen textos relacionados con sendos acontecimientos recientes de la historia del país: desde la Guerra de Malvinas hasta el llamado «conflicto del campo», pasando por el Juicio a las Juntas, los saqueos y la hiperinflación del 89, la voladura de la AMIA y las muertes de Kosteki y Santillán. Todos los hechos ocurrieron en la Argentina, a excepción de uno: los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos.

El texto relacionado con el 11-S es un cuento de Hernán Iglesias Illa titulado «Las dos vidas de Maxi Kaplan». Narra la historia de Maximiliano Kaplan, un argentino que debió morir en los atentados (trabajaba en una de las Torres Gemelas), pero que se salva de casualidad y, en ese momento de estupor y shock, decide empezar de nuevo. Pero empezar de nuevo de verdad: arroja su teléfono al río, quema sus documentos, hace creer a todos sus seres queridos que ha muerto, se inventa un nombre, una nacionalidad, una religión… La historia –sobre la que se está preparando una película– es una ficción basada en el hecho de que, diez años después, quedan todavía por identificar los restos de 1.122 víctimas de los atentados. Hernán Iglesias Illa, residente en Nueva York desde 2004 y conocido por su faceta como cronista (ha publicado en revistas como Etiqueta Negra, Brando, Rolling Stone, Esquire y Vanity Fair), escribe un excelente relato con forma de crónica que podría pasar como una historia verídica para cualquier desprevenido, aunque él mismo admitió que «Las dos vidas…» es su «único texto de ficción publicado».

UN RELATO QUE TENGO QUE ESCRIBIR

El texto de Iglesias Illa me recordó algo curioso que me ocurrió a mí y que hace poco comenté por primera vez con alguien. Con L. Ella me dijo: «Tienes que escribir un relato con esto». Hasta ahora no se me ha ocurrido la forma de ese relato. Quizá contar los hechos aquí me ayude.

Es simple. E1 14 de agosto de 2007 fue secuestrado en Monte Grande un abogado tocayo mío: un tal Cristian Vázquez. El hombre estuvo desaparecido durante un par de semanas, hasta que la policía encontró su cadáver en un descampado de Ezeiza el lunes 27 de agosto. Precisamente ese día, lunes 27 de agosto de 2007, fue el día en que me fui de la Argentina para vivir en España. ¿Desde dónde sale uno de la Argentina? Desde un descampado de Ezeiza, claro.

Eso es lo que hay. Eso, y que cuando uno googlea «cristian vazquez» obtiene 4.400.000 resultados, pero entre los primeros aparece un artículo de La Nación titulado «Encontraron el cuerpo del abogado Cristian Vázquez», y la fecha, 27 de agosto de 2007, y el lugar, Ezeiza. Como si la web conspirara para que no me olvide del momento en que decidí, a mi manera (muy distinta a la de Maxi Kaplan), empezar de nuevo.




Algunos posts atrás hablaba de las coincidencias que suelen aparecer en nuestro itinerario de lecturas. Leemos dos libros consecutivamente sin tener idea de las relaciones (explícitas o no) que existen entre ellos. Estas coincidencias muchas veces también aparecen, desde luego, en distintos ámbitos de nuestra vida. Este es un ejemplo. Como ya lo señalé la vez pasada, a mí me gusta pensar en estas coincidencias como en señales, aunque su significado nos sea por completo inasible. No las entendemos, pero tenemos que estar atentos a ellas.

Por cierto: si alguien quiere hacerme llegar ideas y sugerencias para el relato que «tengo que escribir» basado en estos hechos, todas serán bienvenidas.

11 de noviembre de 2011

La concha de Cinthia Fernández




UNA CHARLA

Noche del viernes 7 de octubre. Círculo de Bellas Artes, Madrid. Acaba de concluir el acto de celebración por el décimo aniversario de la edición española de la revista Letras Libres. Han mantenido una conversación abierta al público Enrique Krauze, director de la publicación, y Mario Vargas Llosa; ahora ha llegado el momento de charlar un poco mientras nos tomamos unos vinos y comemos unos canapés. En efecto, unos minutos atrás mi amigo Feliciano y yo hemos estrechado la mano e intercambiado algunas frases con el Premio Nobel peruano. Ahora estamos dialogando con el cronista chileno Juan Pablo Meneses y con un joven y reconocido escritor argentino. Nuestra conversación no versa sobre literatura, ni sobre publicaciones culturales, ni sobre política o economía, ni siquiera sobre música o fútbol. Nada de eso. Estamos hablando de la concha de Cinthia Fernández.

¡LA PALABRA!

Supongo que no hay problema en usar esa palabra, esa mala palabra —«concha», digo—, después de que el video del Tano Pasman haya sido reproducido casi 8 millones de veces en YouTube. Y de que sea el insulto que suelta Messi cada vez que no le cobran un penal en el Barcelona, ante los ojos de millones en todo el mundo. Y de que ese término —y no vagina, ni coño, ni chocho, ni cajeta, ni cachucha, ni ninguno de su infinidad de sinónimos— haya sido trending topic en Twitter. Concha: esa es la parte del cuerpo que se le había visto a Cinthia Fernández en ShowMatch, el programa de Marcelo Tinelli. La concha.

La polémica estuvo servida desde las 22.30 (hora en que fue emitida la escena, es decir, media hora dentro del horario de protección al menor) del lunes 3 de octubre. El segundo que duró la escena en que esta chica dejó ver, en teoría de manera involuntaria, la más íntima de sus partes fue el segundo más repetido y más comentado de la TV durante varios días. No solo los medios locales se hicieron eco: también la prensa internacional. Por ejemplo, aquí en Madrid, el periódico de derecha El Mundo le dedicó un artículo al acontecimiento. ¡La concha!

LA TV Y SUS LÍMITES

Todas las discusiones generadas pasan por determinar si es un atentado contra la ética y la moral que durante un segundo se vea lo que se ve, por televisión abierta, a las diez y media de la noche (insisto: cuando había transcurrido media hora desde el inicio del horario de protección al menor, momento a partir del cual —como todos lo hemos memorizado a fuerza de escucharlo noche tras noche durante décadas— la permanencia de los niños frente al televisor es exclusiva responsabilidad de los señores padres). Enseguida arrecian las críticas, los pedidos de multas y sanciones, los llamados al boicot y otras manifestaciones de indignación.

Digo yo: las leyes están ahí, y se supone que para ser cumplidas, y es probable que haya sanciones contra el programa o la productora o el canal o contra todos ellos; es más, también es probable que todo el asunto no sea más que un tinglado, una farsa preconcebida hasta en sus más finos detalles, y que todo provenga de la creatividad de los guionistas: el «accidental» plano de frente (¡la concha!) cuando debió ser de perfil, las explicaciones de la chica en el programa, su posterior pedido de disculpas a través de Twitter…

En cualquier caso, la discusión ya no puede ser esa. No debería ser esa. En los tiempos en que vivimos, de intercomunicación digital, de redes sociales y teléfonos inteligentes y tabletas táctiles y YouTube y sitios porno al alcance de cualquiera, de telenovelas a las cuatro de la tarde con escenas increíblemente «subidas de tono» (por usar una expresión de nuestras abuelas), de Tano Pasman y libre circulación de malas palabras (ibídem)… ¿no es acaso lo normal que el programa que marca tendencia en la TV se vea obligado a superar cada vez más límites? Si esa noche a Cinthia Fernández no se le hubiera visto la concha, nadie —excepto los panelistas de los programas-satélite— habría hablado de ella, pese a que todos los demás componentes de su actuación (los movimientos sensuales, el hilo dental que lleva por tanga, el topless) resultaban escandalosos unos pocos años atrás.

¿Qué será lo próximo? Me atrevo a arriesgar: una pareja tendrá sexo detrás de un velo y los telespectadores solo podremos ver las sombras de sus siluetas, y los mentados panelistas se devanarán los sesos (si cabe) tratando de determinar si hubo o no hubo penetración. ¡La concha!

ALLÁ EN EL HORNO

Y ojo: no estoy diciendo que me parezca bien. Solo señalo que me parece normal. A un medio con contenidos tan degradados como la televisión, que ve cada vez más amenazado su dominio en el mundo del entretenimiento hogareño ante el crecimiento geométrico de internet, no le queda otra que exprimir sus fórmulas hasta que no den más de sí. Todo el (pan y) circo montado en torno a la concha de Cinthia Fernández, de la que hablamos todos, incluso los periodistas y escritores reunidos para celebrar el aniversario de Letras Libres, es una expansión más de los límites del formato. ¿Hasta dónde podrán expandirse esos límites antes de que la tele reviente? Esa es la cuestión. Mientras, todos seguimos dando vueltas alrededor. Este artículo, de hecho, podría haberse titulado «Del desnudo y los límites de la televisión», o algo así; en tal caso hubiera tenido muchos menos lectores. Ya lo verán: no pasará mucho para que aparezca en las columnitas de post más leídos acá a la derecha del blog. Como dijo Discepolín: dale nomás, dale que va, que allá en el horno se vamo’ a encontrar…
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1 de noviembre de 2011

Bolaño, ese soldado de Salamina




La novela Soldados de Salamina —de Javier Cercas, publicada en 2001— está dividida en tres partes. Es una muy buena novela gracias a la tercera, y esta tercera es muy buena gracias a Roberto Bolaño, quien no solo hizo buenas novelas propias sino también ajenas.

DESBANDADA

El resumen que aparece en la contratapa de la edición que leí dice lo siguiente:
Un joven periodista indaga en un episodio ocurrido en los meses finales de la guerra civil española, cuando las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa y se toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre estos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, que no sólo logra escapar del fusilamiento, sino que, cuando salen en su busca, un soldado anónimo le encañona y, en el último momento, le perdona la vida. Sánchez Mazas nunca olvidará a aquel soldado que no lo delató.

La novela está narrada en primera persona por el alter ego del autor; demasiado poco alter, la verdad, ya que se llama igual que él y sus biografías parecen coincidir de un modo puntilloso. En la primera parte, Cercas cuenta la manera en que conoce la historia, la investigación que encara, cómo accede a más información, las entrevistas que realiza, etc., y su decisión de escribir la historia de Sánchez Mazas. La segunda es precisamente esa historia narrada por él.

Las dos primeras partes no me gustaron. Sufren el lenguaje engolado del narrador, un estilo farragoso, con frases demasiado largas que se desinflan por la mitad y llegan al final con la lengua afuera, como atletas deshidratadas, que ocasionan el mismo efecto en el lector.

Para colmo, el narrador se empeña en una distinción falaz. En el final de la primera parte, le pide una excedencia al director del periódico en el que trabaja; el jefe le espeta:
—¿Qué? ¿Otra novela?
—No. Un relato real.

¿Qué clase de oposición es esa? Que un relato sea una novela no depende de si lo que cuenta ha ocurrido realmente, sino de la manera en que se lo narra. La disyuntiva novela/relato real es falsa; lo que en realidad se puede plantear es relato de ficción/relato real.

Por todo esto, llegué bastante cansado al final de la segunda parte. Por suerte, todavía me esperaba la tercera.

TODOS LOS BUENOS RELATOS

Es entonces cuando aparece Roberto Bolaño, que llega como un superhéroe a salvar la novela. Y esto es literal. El narrador está disconforme con el resultado de su relato; vuelve a dedicarse al periodismo y, por encargo del periódico, debe entrevistar al autor de Los detectives salvajes. Es el año 2000: Bolaño ya ha ganado el Premio Herralde y el Rómulo Gallegos; está viviendo lo que en términos bíblicos podríamos llamar «su vida pública». En un momento le pregunta a Cercas si está escribiendo una novela, y el narrador responde:
—No es una novela. Es una historia con hechos y personajes reales. Es un relato real.
—Da lo mismo. Todos los buenos relatos son relatos reales, por lo menos para quien los lee, que es lo único que cuenta.

Gracias, Roberto. Ahí uno siente que la novela, que venía perdiendo feo por puntos, mete una piña bien puesta y se sorprende al darse cuenta de que, sí, faltan todavía unos rounds, todavía el nocaut es posible.

PARA ESCRIBIR NOVELAS

Otro uppercut magistral:
—Ya no escribo novelas. He descubierto que no tengo imaginación.
—Para escribir novelas no hace falta imaginación. Sólo memoria. Las novelas se escriben combinando recuerdos.

HÉROES

De alguna manera, la novela trata de la búsqueda de un héroe. No diré más para no arruinar la intriga (bastante he contado ya, creo), pero volveré a citar a Bolaño. Al final de la entrevista que le hace Cercas, dice que supone que el expresidente chileno Salvador Allende fue un héroe.
—¿Y qué es un héroe? —plantea Cercas.
—No lo sé. Alguien que se cree un héroe y acierta. O alguien que tiene el coraje y el instinto de la virtud, y por eso no se equivoca nunca, o por lo menos no se equivoca en el único momento en que importa no equivocarse, y por lo tanto no puede no ser un héroe. O quien entiende, como Allende, que el héroe no es el que mata, sino el que no mata o se deja matar. No lo sé. ¿Qué es un héroe para ti?

Esa respuesta genera un interesante contrapunto con lo que dice otro personaje, cerca del final:
—En la paz no hay héroes, salvo quizás aquel indio bajito que siempre andaba por ahí medio en pelotas… Y ni siquiera él era un héroe, o sólo lo fue cuando lo mataron. Los héroes sólo son héroes cuando se mueren o cuando los matan. Y los héroes de verdad sólo nacen en la guerra y mueren en la guerra. No hay héroes vivos, joven. Todos están muertos. Muertos, muertos, muertos.

AUNQUE LA MANO VENGA CAMBIADA

Soldados de Salamina fue publicada en 2001. Roberto Bolaño estaba vivo. Enfermo pero vivo, escribiendo sin parar, como un loco, como un alucinado, como el boxeador que ha recibido un terrible castigo pero acaba de descubrir que queda un resquicio para la victoria.

Y gana, claro. No solo en su propia vida sino en las novelas ajenas.
—No lo sé —responde Cercas cuando Bolaño le pregunta qué es para él un héroe—. John Le Carré dice que hay que tener temple de héroe para ser una persona decente.
—Sí, pero una persona decente no es lo mismo que un héroe. Personas decentes hay muchas: las que saben decir no a tiempo; héroes, en cambio, hay muy pocos. Yo creo que en el comportamiento de un héroe hay algo ciego, irracional, instintivo, algo que está en su naturaleza y a lo que no puede escapar. Además, se puede ser una persona decente durante toda una vida, pero no se puede ser sublime sin interrupción, y por eso el héroe sólo lo es excepcionalmente, en un momento o, a lo sumo, en una temporada de locura o inspiración.

Es entonces cuando Bolaño aplica su golpe de nocaut, cubriéndose de gloria.
—Ahora me acuerdo de otra historia —dice—. Ocurrió en Madrid hace tiempo, yo la leí en la prensa. Un muchacho andaba por una calle del centro y de pronto vio una casa envuelta en llamas. Sin encomendarse a nadie entró en la casa y sacó en brazos a una mujer. Volvió a entrar y esta vez sacó a un hombre. Luego entró otra vez y sacó a otra mujer. A esas alturas del incendio ya ni siquiera los bomberos se atrevían a entrar en la casa, era un suicidio; pero el muchacho debía de saber que todavía quedaba alguien adentro, porque entró de nuevo. Y, claro, ya no volvió a salir. Brutal, ¿no? Bueno, pues yo no estoy seguro de que ese muchacho actuase movido por la compasión, o por vete a saber qué buen sentimiento; yo creo que actuaba por una especie de instinto, un instinto ciego que lo superaba, que podía más que él, que obraba por él. Lo más probable es que ese muchacho fuera una persona decente, no digo que no; pero puede no haberlo sido. Chucha, Javier, ni falta que le hacía: el cabrón era un héroe.

El estilo de Bolaño es su victoria. En la manera en que cuenta esta historia que ha leído en la prensa le da al narrador una lección de cómo narrar, despojada de florituras, barroquismos, arabescos y subordinaciones desangeladas.

Como decía al principio: Bolaño no solo hizo buenas sus novelas propias, sino también esta ajena. Y cuántas otras, gracias a enseñanzas como esta, contribuirá también a mejorar. Quizá sea verdad que los héroes solo nacen y mueren en la guerra, pero para quienes vivimos en la literatura, cuyas batallas cotidianas están más vinculadas con un adverbio o una conjugación que con obuses y municiones, los héroes también nacen y mueren en las páginas de los libros. Bolaño es —y seguirá siendo— un soldado de Salamina, capaz de vencer aunque la mano venga cambiada. El cabrón es un héroe.

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