29 de julio de 2010

Novelas-río, novelas-arroyo, novelas-hilito de agua (I)

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UNO. Hace unos días, el escritor Leopoldo Brizuela escribió en su perfil de Facebook:

«Escribo novelas largas por amor a la experiencia de la novela. Voilà. A los que preguntan a un escritor qué quisiste escribir, deberían preguntarle, mejor, qué quisiste vivir. Pero claro, uno contestaría con todas y cada una de las palabras de la novela. Nada habla mejor de un texto que el siguiente, el que escribimos tratando de expandir la experiencia del anterior.»

Brizuela (La Plata, 1963) acaba de publicar Lisboa. Un melodrama, novela de 700 páginas, su primer libro tras casi una década de ausencia en las listas de novedades editoriales.

DOS. Los escritores afirman por lo general que sus relatos tienen la extensión que cada uno de ellos pide. Que en muchos casos comienzan una narración con una determinada idea de lo que será su extensión y luego termina siendo mucho más larga o más corta de lo que pensaba. Haruki Murakami, por ejemplo, publicó cuentos que luego reclamaron continuación, y así surgieron algunas de sus novelas más reconocidas, como Tokio Blues (Norwegian Wood) y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (esta última, de más de 900 páginas).

También suele asegurarse que es más difícil dominar el arte del cuento que el de la novela, porque en un texto breve cada palabra, cada signo de puntuación, tienen un peso muy relevante, mientras que —según este punto de vista— la novela puede permitirse ondulaciones. Que el cuento tiene que ganar que nocaut y la novela puede ganar por puntos, decía Cortázar.

Quizá tenga que ver con esto la moda del microrrelato, en boga últimamente en ciertos círculos literarios (a tono con tiempos en los que cada vez escribimos menos e-mails y artículos en blogs y más twits, SMS y actualizaciones de estado en Facebook). Sin embargo, los bestsellers que se fabrican para ser vendidos como chorizos siguen siendo más bien gordos...

... así que tendremos que preguntarnos qué nos pasa como lectores ante esta cuestión.

TRES. (Redacto estas líneas sumergido en el mundo de Los desnudos y los muertos, la impresionante novela de Norman Mailer sobre la Segunda Guerra Mundial. Me quedan por leer menos de cien de sus casi 700 páginas. Mailer la publicó en 1948, cuando tenía 25 años.)

No soy de leer novelas largas. Quizá en esto influya que, a lo largo de toda mi vida, he sido y soy un lector de medios de transporte público. Trenes, colectivos y subtes han configurado el escenario de cientos (¿miles?) de mis horas de lectura, de mi disfrute de algunos de los libros que más me gustaron. Y, ciertamente, es más fácil llevar en el bolso y leer en el metro El gran Gatsby que Todo Marlowe, el volumen que reúne las siete novelas de Raymond Chandler protagonizadas por su ácido detective.

Pero no sólo por eso, claro. Tal vez haya también algo de pereza, de la fiaca que se impone como un acto reflejo cada vez que vemos ante nosotros un camino muy largo por recorrer o un trabajo pesado por afrontar. Claro que no es el caso si lo que tenemos delante es el Quijote, Crimen y Castigo o 2666. Pero lo primero es una tendencia natural.

¿Miedo a perder el tiempo? También, seguramente. Hace tiempo que pienso que algún día tendría que leer alguna obra como It o Apocalipsis de Stephen King (mucho más, después de Lost). Pero claro, la intensidad del mal sabor que deja en la boca una novela mala es directamente proporcional con su longitud, debido al tiempo invertido en ella. Mal de mortales: las horas que le brindamos a algo son horas que no le brindamos a todo lo demás. Todavía me duelen las dedicadas a la última vez ensarté grande, las 300 y tantas páginas de Fin, de David Monteagudo...

Pero esos motivos no bastan como explicación, porque si no no vería todos los días en el metro de Madrid a gente leyendo enormes tochos de literatura comercial (sólo por citar unos ejemplos: El código Da Vinci, la trilogía Millenium, Los pilares de la Tierra). Entonces me imagino que será, simplemente, una cuestión de gustos. Una vez alguien muy dado a la lectura de best-sellers me explicó que le gustaban las novelas y no los cuentos porque aquéllas le permiten conocer a los personajes y acompañarlos a lo largo de un camino, cosa que no pasa con los relatos breves. (Los cuentos implican la elaboración de una trama; las novelas, de personajes. Por eso —leí alguna vez— Borges no se consideraba apto para escribir novelas.) Este argumento explica, también, la tendencia a pensar que una novela, cuanto más extensa, mejor.

CUATRO. Fragmento de una entrevista de Ezequiel Alemian a Leopoldo Brizuela:

¿Es cierto que tardaste diez años en escribir Lisboa. Un melodrama?
No, no es cierto. Pero si escribí una novela larga, con las frases trabajadas, que de alguna manera obliga a los lectores a ir a su ritmo, fue para que se convierta en una verdadera experiencia para el lector; para que el lector entre en este mundo, en este tiempo, en estas palabras, y salga transformado.


Para leer la segunda parte del post, click aquí.

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19 de julio de 2010

¿Quién escribirá la historia de lo que pudo haber sido?

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UNO. Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, dice el clásico de Lito Nebbia. Quizá sería más preciso decir que hay otras historias, en plural. Porque suele pasar que los que ganan son pocos, y los que pierden, muchos. En todos los ámbitos de la vida: en el capitalismo, en las guerras, en un casino, en los mundiales de fútbol.

Hay, además, una tercera categoría: las historias de lo que pudo haber sido. Los analistas políticos suelen desdeñar este tipo de proyecciones: «No tiene sentido hablar del qué habría pasado si...», afirman, amiguísimos como son de hablar con el diario del lunes. Pero ¿por qué no hablar de lo que habría pasado si? ¿Por qué no imaginar esos mundos paralelos? ¿Por qué no ser nosotros quienes escribamos la historia de lo que pudo haber sido?

DOS. La película Inglorius Basterds, de Quentin Tarantino (Bastardos sin gloria en Latinoamérica, Malditos bastardos en España), plantea una versión de algo que pudo haber sido durante la Segunda Guerra Mundial. Y eso le ha valido críticas y reparos, como si imaginar una versión distinta de hechos muy conocidos quebrara un pacto narrativo imprescindible.

Recuerdo haber visto, hace muchos años, una película muy mala pero que me había entusiasmado por su planteo argumental: transcurría en la época contemporánea pero en un mundo en el que Hitler había ganado. El filme, como decía, es muy malo, ni siquiera recuerdo su nombre; se lo puede criticar por todo pero no por imaginar esa versión alternativa. Quizá sea algo que se le conceda sin problemas a una producción de poca monta, pero no a un cineasta de renombre como Tarantino. Y si Tarantino quiere imaginar un final alternativo, ¿qué?

TRES. El sábado pasaron por la Televisión Española un documental titulado A propósito de Borges (que se puede ver completo aquí). El programa está organizado sobre una serie de metáforas-ejes argumentales de la obra del escritor: espejos, laberintos, etc. Uno de estos ejes fue «Física cuántica», y allí hablaron de los viajes en el tiempo y las posibilidades que estos plantean: por ejemplo, que alguien viaje al pasado y mate a su abuelo, de modo que el nacimiento del propio asesino resulte imposible. Este tipo de paradojas –cualquiera lo sabe– ha desarrollado un verdadero subgénero dentro del género de la ciencia-ficción.

¿Cuál es la respuesta que da la ciencia ante este tipo de problemas? La existencia de mundos paralelos. Eso que nos hicieron creer durante toda la última temporada de Lost, eso que tan maravillosamente retrata Volver al futuro. (Después de Volver al futuro parecía imposible hacer cualquier cosa sobre viajes en el tiempo que no sonara viejo o ñoño; tenía que llegar Lost.)

Entonces, ¿qué pasaría si mañana consiguiéramos viajar en el tiempo y alguien fuera al pasado y acabara con Hitler cuando era un joven que probaba suerte como artista en Austria? Supuestamente nada para nosotros. Pero a partir de ese punto se dispararía una nueva línea de tiempo: la de un mundo sin Hitler.

CUATRO. Inevitablemente tenemos que al menos mencionar aquí el Efecto Mariposa y sus dos mejores productos: el cuento de Ray Bradbury “El ruido de un trueno” y el antológico capítulo 6 de la sexta temporada de Los Simpson, en el que Homero viaja al pasado con una tostadora.

CINCO. Pero también vale cuestionarse, en este preciso punto, otras cuestiones. Si mañana mismo alguien inventara la máquina del tiempo, ¿a alguien de verdad le interesaría viajar al pasado y evitar la Segunda Guerra Mundial? ¿Los poderosos –que serían, por supuesto, quienes dispondrían qué hacer y qué no hacer con la máquina– acaso no temerían que, si la historia cambiara, ellos perdiesen su poder? Es decir, la máquina la usarían los ganadores, los que han escrito la historia. ¿Qué interés tendrían en reescribirla?

Además, en caso de que algún día sea posible viajar en el tiempo, ¿cuánto falta para ese entonces? Si hoy tuviéramos la posibilidad de cambiar hechos de la historia, ¿buscaríamos evitar la Segunda Guerra Mundial, o algo más reciente? ¿A alguien hoy en día podría interesarle evitar las miles de muertes causadas por las guerras napoleónicas, por ir «sólo» un par de siglos hacia atrás? A los nietos de nuestros nietos que consigan viajar en el tiempo, ¿les importaría cambiar su pasado remoto, que es nuestro presente?

¿Y quién dice que no lo han cambiado ya? ¿Cómo saber si no lo han cambiado y existen dos, tres, muchos mundos paralelos, en los que Hitler murió joven, en los que los indios americanos y los negros africanos y los nativos asiáticos no fueron sometidos por los europeos, en los que nadie pasa hambre?

¿Y si este mundo en que vivimos es el resultado de muchos arreglos? ¿Si los mundos paralelos son mucho peores, y el nuestro es la versión más mejorada que los viajeros temporales supieron conseguir?

SEIS. A años luz como estamos los simples mortales de visitar épocas lejanas, lo que nos queda es, como siempre, imaginar. Contar historias, y para contar esas historias, que nadie nos limite. Escribir historias de lo que fue y lo que no fue, de lo que pudo haber sido, de lo que podrá ser, de lo que nunca será. Que para eso no hace falta ganar nada.

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