21 de julio de 2012

Aunque la naturaleza decline su fuerza

William Henry Hudson vivió sus primeros años en la pampa bonaerense. Luego marchó a Londres y escribió libros que elogiaron Borges y Joseph Conrad. A casi 90 años de su muerte, un parque preserva el lugar donde nació y que él describió entrañablemente en Allá lejos y hace tiempo. (*)

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«La naturaleza va declinando su fuerza, pero hay tres de los veinticinco ombúes». La frase pertenece a (y condensa el espíritu de) una carta en la que Robert Cunninghame Graham describió la experiencia de visitar el lugar donde su amigo entrañable, William Henry Hudson, había nacido y vivido los primeros años de su vida. La misiva, datada en «Los 25 Ombúes» el 28 de febrero de 1936, agrega: «He realizado numerosas peregrinaciones en mi vida, a Roma, a Santiago de Compostela, a lugares famosos en todo el mundo. Jamás en ninguno de estos lugares he estado más emocionado que ahora en este humilde rancho (en español en el original) con su techo de madera y su piso de ladrillo, sus puertas primitivas y su aire huraño hacia todo lo moderno, gracias a Dios».

Hoy, más de siete décadas después del paso de Cunninghame por la pampa bonaerense, esos tres ombúes sobrevivientes siguen en pie. Dos de ellos pueden visitarse, porque están dentro del Parque Ecológico Cultural «Guillermo Enrique Hudson», una reserva de 54 hectáreas en Florencio Varela donde la naturaleza, aunque vaya declinando su fuerza, pervive como en el siglo XIX. El tercero está en propiedad privada. Se estima que los tres tienen más de 250 años de antigüedad.

Monumento a William Henry Hudson. Detrás, su casa natal.



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Uno de los ombúes originales.
«La casa en que yo nací en las pampas sudamericanas —escribió Hudson en Allá lejos y hace tiempo— era muy apropiadamente llamada “Los 25 Ombúes”, porque había allí justamente veinticinco de estos árboles indígenas de gigantesco tamaño que se encontraban ampliamente separados entre sí y formaban una fila de más o menos cuatrocientos metros de largo». La descripción está en el principio de su obra más famosa, que recoge las memorias de su infancia.

Hudson nació el 4 de agosto de 1841. En aquel entonces, la estancia «Los 25 Ombúes», ubicada cerca del arroyo Las Conchitas, pertenecía del partido de Quilmes, del que Florencio Varela se escindió posteriormente. Cuando el futuro escritor tenía cinco años, su familia se mudó a otra estancia, llamada «Las Acacias», en la localidad de Chascomús. Entre ambas residencias, aunque con frecuentes viajes a la Capital, a otras provincias e incluso al extranjero, pasó la vida de Guillermo Enrique, hasta que marchó a su destino definitivo, Londres, en 1874.

Fue allí donde Hudson desarrolló su obra literaria y naturalista, escrita en el único idioma que hablaban sus padres cuando en 1828, provenientes de Nueva Inglaterra, Estados Unidos, se instalaron en la pampa húmeda: el inglés. Títulos como Un gorrión de Londres, La tierra purpúrea, El naturalista del Plata, Días de ocio en la Patagonia, El ombú y Allá lejos y hace tiempo le valieron elogios de Jorge Luis Borges y Joseph Conrad, entre tantos otros. Hudson murió en la capital británica, el 18 de agosto de 1922.

Versión de este artículo en la revista Peces de Ciudad


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¿Qué fue de «Los 25 Ombúes»? El lugar quedó abandonado. En 1929, más de medio siglo después de la partida de Hudson, Fernando Pozzo, un médico quilmeño admirador de su obra y que tenía por costumbre pasear por los caminos de tierra de las afueras de la ciudad, llegó a un sitio que le resultó extrañamente conocido. Se correspondía con la descripción de la casa de la infancia del escritor, incluida en Allá lejos y hace tiempo. Ganado por la curiosidad, consultó a un anciano de la zona, quien le informó que, en efecto, allí había vivido la familia Hudson. Más aún: las tías de este hombre habían recibido clases de inglés impartidas por una de las hermanas de Guillermo Enrique.

Poco después, Pozzo fue elegido intendente de Quilmes. Durante su gestión revisó archivos y dio con dos mapas, uno de 1836 y el otro de 1875, que confirmaron que los Hudson habían sido los dueños de la propiedad. Pozzo fue uno de los fundadores de la Asociación de Amigos de Hudson de Buenos Aires, cuyas gestiones posibilitaron recuperar el lugar y convertirlo en museo. Y fue Pozzo, también, quien invitó a Cunninghame Graham a conocer el sitio.

«A causa de su inutilidad —escribió Hudson refiriéndose al ombú—, probablemente ha de extinguirse, como tantas hermosas plantas de las pampas». Sin embargo, como sus libros, a casi 90 años de su muerte, los ombúes resisten el paso del tiempo, aunque la naturaleza decline su fuerza.




(*) Artículo publicado en la revista Peces de Ciudad, Nº 2, Florencio Varela, junio de 2012. Una versión previa había aparecido en la revista Caras y Caretas, de Buenos Aires, allá por mediados de 2007. Aquí en el blog puedo agregar lo que faltó en esas publicaciones: fotos de mi visita al Museo Hudson. Para ver más: click en el "Seguir leyendo".

3 de julio de 2012

Libras esterlinas, passwords y la sombra del Titanic

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Un par de conocidos que habían estado en Dublín me dijeron que Belfast estaba lo suficientemente cerca como para hacer una excursión en el día. Ir y volver. Fui a la terminal de ómnibus y averigüé: sale un micro cada hora, 2 horas y 20 minutos de viaje, 25 euros ida y vuelta. Estaba bien. Allá vamos, me dije.

Me parece curioso que al llegar a Irlanda, al aeropuerto de Dublín, los controles fueran mucho más minuciosos que en otras ciudades y otros aeropuertos de Europa. El tipo de Migraciones me preguntó para qué iba a Dublín, cuánto tiempo me quedaría, a qué me dedicaba, y después me firmó en el pasaporte una autorización para quedarme 30 días en Irlanda (yo le había aclarado que serían solo cuatro).

También me pareció curioso que para cruzar la frontera entre la República de Irlanda e Irlanda del Norte, que ya es el Reino Unido de Gran Bretaña, no existiera el menor control. Podía haber viajado indocumentado a Belfast y no habría tenido el menor inconveniente: no tuve que acreditar mi identidad ni mis permisos ni nada en ningún momento del día.

La autorización por 30 días en mi pasaporte.


Dos cosas evidenciaban que los pueblos que cruzábamos en la última parte del viaje en autobús quedaban al otro lado de la frontera: una, que los carteles indicadores ya no estaban en dos idiomas, irlandés e inglés, sino solo en la lengua del imperio, y la otra, la profusión de banderitas británicas, las tan cargadas de connotaciones líneas rojas y blancas sobre fondo azul.

Una bandera británica en una casa de Belfast.



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Es la misma isla, pero otro país y con otra moneda: libras esterlinas. Busqué una casa de cambio en la terminal de micros y no la hallé. Pensé entonces que la solución era sacar plata de un cajero automático: me cobrarían una comisión pero obtendría libras. Saqué 40, dos billetes de 20. La comisión fueron 2 euros. Cambié uno de los billetes con un café con leche y un cruasán. (Paréntesis de color: qué feo es el café irlandés. Te lo sirven en un vaso gigante —incluso el «pequeño»— y te dicen «ahí tenés la leche», pero claro: tenés leche pero no dónde meterla, ya que el balde te lo sirvieron hasta arriba.)

Ya con cambio, pude hacerme con un plano de la ciudad. Sí, en la terminal de Belfast los planos de la ciudad no te los regalan, como en casi todas partes, sino que te los venden. Una libra esterlina. 1,25 euros. Más de 7 pesos argentinos. No solo eso: hay una máquina expendedora de planos de la ciudad. Junto a la máquina, un teléfono que te permite pedir taxis gratis. El mundo del revés: te cobran los planos y te regalan las llamadas telefónicas.

La máquina expendedora de mapas. Al lado, el teléfono "free" para taxis.


Así, ya con plano, salí a caminar a la calle.

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Me quedaría solo unas horas, así que tampoco me planteé ver demasiado. Miré el plano y pensé una recorrida a pie que comenzaba en Great Victoria Street (la terminal de micros donde estaba en ese momento) y alcanzaba el museo del Titanic, al otro lado de la ciudad. Debía caminar por la College Square, que luego cambiaba de nombre un par de veces, hasta la catedral de Saint Patrick, el santo patrono de los irlandeses. Desde allí volvería por Donegall St., cruzaría el puente hasta el Titanic Quarter.

Me habían dicho que tuviera cuidado con andar sacando muchas fotos. Que el recuerdo del conflicto armado que desangró Belfast durante décadas todavía está muy vivo en la ciudad, que todavía hay muchas pintadas que lo recuerdan, que alguien podía sentirse molesto por la presencia de un turista que busca imágenes como simples baratijas de algo que para ellos es aún muy doloroso. No sabía cuánto había de cierto y real en aquella versión, pero tuve mis reservas.

Lo cierto fue que no vi ninguna pintada, ningún grafiti, nada. Y eso fue lo único malo de mi visita a Belfast, porque ahora siento que me perdí una parte importante de la ciudad. Unos días más tarde vi un documental en la televisión española sobre la capital norirlandesa. Pero bueno, todo no se puede. Y sí que me quedó una anécdota por contar.

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Voy por Carrick Hill (pongo todos los nombres de las calles por si alguien quiere seguirlo en Google Maps) y doblo por Lower Regent St., porque me parece una calle muy típica, que lleva a un barrio humilde… y se ven por allí muchas banderitas irlandesas. Camino casi hasta la siguiente esquina. De pronto aparecen dos niños caminando por la misma vereda en dirección opuesta a la mía. Uno de ellos, el mayor, que tendría unos 8 o 9 años, se para frente a mí y me dice:

Password.

Sonrío ante el juego e intento esquivarlo, pero se apoya sobre mí, empujándome con ambas manos, e insiste:

Password.
I don’t know the password… —le digo sin dejar de sonreír, pero ¿y si esto tiene algo que ver con las recomendaciones que me hicieron? ¿Será que este es uno de los barrios a los que «no se puede» entrar?

El chico vuelve a pedirme el password y vuelvo a decirle que no lo sé, que si no puedo entrar doy media vuelta y me voy. Parece decepcionado. Finalmente se hace a un lado y me dice:

Please.

Casi me muero de ternura. No sé quién le preguntó primero a quién cómo se llamaba. La cuestión es que nos presentamos, incluido el hermanito menor, que tendría 5 o 6 años, nos dijimos que nice to meet you y cada uno siguió su camino.

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Mi azaroso camino me llevó a pasar por la Writers’ Square, la Plaza de los Escritores, ubicada frente a la catedral de St Anne. Según reza una placa en la propia plaza, en ese lugar se realizan numerosos espectáculos calleros y festivales de arte. Lo más llamativo para mí, de todos modos, fue leer en el lateral de un monumento ubicado en un costado de la plaza, las palabras «NO PASARÁN». El monumento está «dedicado a las personas de Belfast, la isla de Irlanda y más allá que participaron de la XV Brigada Internacional para combatir el fascismo en la Guerra Civil Española 1936-39, y a todos aquellos hombres y mujeres de todas las tradiciones que apoyaron al pueblo trabajador español y a su República».

El monumento es de 2007 y, en la parte inferior de la placa, la inscripción está en los dos idiomas: «No pasarán / They Shall Not Pass».


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La ciudad está llena de carteles que rezan «Go to Belfast» (con la web oficial gotoBelfast.com). Y uno de los atractivos turísticos a los que más partido les sacan es el Titanic. El barco se construyó allí, en los que eran, por entonces, los astilleros más grandes del mundo. Uno va caminando y pasa exactamente junto al lugar donde hace más de cien años se forjó, parte a parte, el barco más famoso de la historia. Además, hace unos pocos años se construyó un enorme museo-centro temático, un edificio de diseño espectacular que aparece como imagen representativa de la ciudad en muchos carteles turísticos.




La entrada cuesta 13 euros, y debido a mi escasez de tiempo, acceder allí significaba dejar de hacer otras cosas. Me lo estaba pensando cuando las circunstancias decidieron por mí: se agotaron las entradas. De modo que continué mi camino hasta la Pump-House, un café y centro turístico construido en instalaciones donde funcionaban los antiguos astilleros y donde se puede visitar el dique seco en el que se terminó de construir el Titanic.




La visita con recorrido guiado cuesta 7 euros. Los pagué y esperé los minutos que faltaban para comenzar. Mientras esperaba, un hombre que me había escuchado balbucear mi inglés de hojalata me preguntó de dónde soy. A mi respuesta la sucedió el consabido comentario:

—Argentina, Maradona.

Intercambiamos algunos comentarios futboleros, y en algún momento nombré a Messi, pero el hombre dijo algo así como que sí, que Messi es muy bueno pero que Maradona es Maradona. Esto me recordó lo que me dijeron unos amigos ingleses hace algunos años: «En muchos lugares del mundo se discute quién fue mejor, Pelé o Maradona. Pero en Inglaterra esa discusión no existe: allí está claro que Maradona fue el mejor, nadie lo duda». Y los irlandeses no son ingleses, por supuesto (siete siglos y kilómetros cúbicos de sangre les costó liberarse, y todavía un pedazo de isla permanece bajo el yugo imperial), pero en este sentido es probable que se les parezcan…


Luego llegó el guía y nos llevó a mí y a mis tres compañeros de paseo al enorme hueco donde se terminó de armar el barco que ni Dios —pero sí un témpano— podría hundir. «This is our summer, believe it or not!», dijo, quejándose del mal tiempo sempiterno de aquellas latitudes.


Del lugar, basta con ver las fotos. Impresiona el tamaño. La fila de soportes de madera que atraviesan el dique seco a lo largo es el original: sobre esas mismas maderas estuvo apoyado el Titanic. En la última foto, estoy jugando a que hablo por teléfono a través de una de las máquinas de los antiguos astilleros. ¡Soy el rey del mundooooo!








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Y se hizo la hora de volver. Tras pasar por el City Hall de Belfast y por una plaza desde la cual se podía ver, en una pantalla gigante, un partido de fútbol femenino (el final de las temporadas futbolísticas genera síndromes de abstinencia realmente asombrosos), estuve de regreso en Great Victoria Street para tomarme el autobús con rumbo a Baile Átha Cliath (el nombre en irlandés de Dublín).




Gasté en total, en mi día en Belfast, 19 libras y 28 peniques. Lo sé con exactitud por lo que me sobró: tres monedas (cincuenta, veinte y dos peniques, respectivamente) y un billete de 20. Dinero que está ahí, esperando ser gastado en un próximo viaje…