24 de junio de 2010

El universo (que otros llaman el Mundial)

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UNO. El mundial lo acapara todo. TODO. ¿Se puede hablar de otra cosa en estos días? Alguien que se pone a hablar de libros y/o de literatura en época de mundiales es alguien de quien yo me permito desconfiar. Será porque soy argentino. Escribe el escritor y cineasta español David Trueba, en un texto publicado en “Un sueño mundial”, una revista especial que salió con el diario El País: “Visitar Argentina si te quieres dedicar al fútbol es algo así como escaparte a Jerez si quieres tocar flamenco”. Alguien me dice, mientras aprecia una tanda publicitaria en la televisión: “Ahora todo es sobre el Mundial”. Uff. Si te parece que acá todo es sobre el Mundial, es porque no viviste un Mundial en la Argentina. “Estoy en la ciudad de la pelota”, canta Calamaro en un tema sobre Buenos Aires. La primera vez que lo escuché me pareció exagerado. Pero viviendo afuera uno descubre cuánto, pero cuánto, el fútbol nos atraviesa, es parte de nuestra vida.

DOS. Pocos días antes del comienzo del Mundial de Italia 90 se murió un mago que por aquel entonces había alcanzado cierta celebridad en la televisión argentina. Era muy joven, tendría al morir unos treinta y pocos años, su nombre artístico era Charly Brown. (Qué curiosa la afición de los magos por los nombres literarios: pocos años después llegaría el auge de David Copperfield.) Yo tenía en aquel momento doce años, y recuerdo que lo primero que pensé al enterarme de su fallecimiento fue: “Pobre, morirse justo cuando falta tan poco para el Mundial”.

Ahora que tengo veinte años más ya no es eso en lo primero que pienso cuando sé de alguien que se muere cuando falta poco para el Mundial. No es lo primero, digo, pero sí que lo pienso: qué feo morirse cuando falta poco para el Mundial. Seguro que una de las cosas que más pena le daban a Fontanarrosa cuando sabía que se moría era saber que no podría seguir viendo fóbal. (Allí donde esté, debe lagrimear todavía por el descenso de Rosario Central.) Cómo se lo extraña, por cierto, en este el primer mundial sin él, sin la Hermana Rosa haciendo sus pronósticos. Que lo parió.

TRES. ¿Y morirse durante el Mundial, qué? Borges, el mayor representante de la literatura de nuestro país y un verdadero símbolo antifutbolero, tuvo la picardía (él quería que su muerte pasara lo más inadvertida posible) de fallecer durante el Mundial en que Maradona encandilaba al mundo, dos días antes del partido de octavos de final Argentina-Uruguay.

Ahora lo han emulado José Saramago y Carlos Monsiváis. Un amigo se preguntaba en el Facebook si los jugadores de Portugal saldrían hoy de luto a la cancha en homenaje a José Saramago. La respuesta es que sí lo han hecho, como lo destaca en su blog sobre el Mundial el escritor peruano Iván Thays. Comienza Thays su artículo preguntándose:

¿Quién dijo que el fútbol y la literatura están siempre peleados? Puede ser que el siempre antipático para todo lo popular que no impliquen gauchos y asados de tira de Jorge Luis Borges haya despreciado el fútbol, pero lo cierto es que muchos escritores adoran el fútbol y que, además, muchos futbolistas respetan y admiran a sus escritores.


Claro que sí. ¿Cómo no van a darse la mano la literatura y el fútbol, si son dos de los ámbitos donde mejor se retrata la personalidad, la idiosincrasia, la forma de ser de los pueblos, de los seres humanos?

CUATRO. Hemos citado a Dolina cuatrocientos millones de veces. Lo haremos una vez más:

En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios.

Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto.

Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes.

Es que —como ya hemos afirmado en este blog— se juega como se vive. Y esto no tiene nada que ver con el dinero: detestamos aquí esa actitud de ver el fútbol sin poder dejar de pensar en que se está viendo a veintidós millonarios detrás de una pelota. Es como ir al cine y, mientras se acompaña en sus aventuras a Frodo Bolsón, Aragorn y Gandalf (otro mago), repetirse por lo bajo todo el tiempo “son cuatro millonarios vestidos de forma ridícula comportándose como seres que no existen en la realidad”.

El fútbol también exige, como pedía Coleridge, una suspensión de la incredulidad.

CINCO. A mi amigo Octavio no lo citan tanto porque no lo conoce tanta gente. Pero yo a menudo difundo sus textos. (Cuando deliro jugando a ser Borges, él es mi Macedonio Fernández.) Puso en el Facebook después del Argentina 2 - Grecia 0:

En las buenas narraciones nada está de relleno. Cada personaje que el autor introduce tiene su razón de ser. Es un juego matemático, una ecuación perfecta. Si al final, cada capítulo deja con ganas de seguir prendido, es, a la vez que una obra de arte, un éxito. En este momento, así veo a la selección argentina.

Porque el fútbol también es, a su manera, con su propio lenguaje, un relato (construido de muchísimos relatos, cada uno de los cuales a su vez constituido de otros relatos menores: como muñecas rusas).


SEIS. La extinta revista Lea —que se editó en Buenos Aires entre fines de los 90 y principios de los 2000— tenía una sección titulada “Poesía oral involuntaria”. Recogía declaraciones hechas por alguien a algún medio, frases que, quitadas de ese contexto, podían reunir algunas de las condiciones que hacen que una poesía sea una poesía.

Tengo para mí que uno de los picos universales de la poesía oral involuntaria es lo siguiente:

Ahí la tiene Maradona,
lo marcan dos,
pisa la pelota Maradona,
arranca por la derecha el genio del fútbol mundial,
y deja el tendal y va a tocar para Burruchaga...

¡Siempre Maradona!
¡Genio! ¡Genio! ¡Genio!
Ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta-ta...

Gooooool...
Gooooool...

¡Quiero llorar!
¡Dios Santo, viva el fútbol!
¡Golaaazooo! ¡Diegoooool! ¡Maradona!

Es para llorar, perdónenme...

Maradona,
en una corrida memorable,
en la jugada de todos los tiempos...

Barrilete cósmico,
¿de qué planeta viniste
para dejar en el camino a tanto inglés,
para que el país sea
un puño apretado
gritando por Argentina?

Argentina 2 - Inglaterra 0.

Diegol, Diegol, Diego Armando Maradona...
Gracias Dios por el fútbol,
por Maradona,
por estas lágrimas,
por este Argentina 2 - Inglaterra 0.


SIETE. Como dijo alguien por ahí, pedimos por la paz todos los años nuevos, pero sobre todo en los años en que hay mundial, porque las únicas veces en que se suspendió el Mundial fue cuando el mundo estaba en guerra. Y no podemos vivir sin fútbol. ¿No notaron nunca que los domingos sin fútbol están impregnados de tristeza y sinsentido, como está impregnado de silencio un teléfono desconectado, impregnada de quietud una escalera mecánica que no funciona?

Empecé a escribir este post hace varios días, pero el fútbol me ha demorado. Lo termino más cerca del final, de la final. Nadie sabe cómo terminará esta novela plagada de personajes, de dramatismo, de tensión, que tendrá, como todas las novelas, un final feliz para algunos y triste para otros. Ojalá que ganen los buenos.

Y ya mismo dejo de escribir, que está por empezar otro partido.

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5 de junio de 2010

«Atención, contiene spoilers»: algunas ideas sobre el final de Lost (y otros finales)

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Si no viste el último capítulo y pensás verlo, no leas este post.
(Ni siquiera veas las imágenes.)

UNO. El final de Lost levantó polvareda aquí y allá, en todas partes. Por lo que vi y escuché, a la mayoría de los seguidores de la serie el final no sólo no le gustó, sino que dijeron que fue una estafa. O no lo entendieron: dicen por ahí que «al final estaban todos muertos». Pero otros sí quedaron satisfechos. La sensación ante el final está íntimamente ligada —por supuesto— a las expectativas que cada uno abrigara, pero también —creo— con lo que cada uno entiende por el final de una historia.

DOS. Escribe Ricardo Piglia, en su ensayo «Nueva tesis sobre el cuento», publicado en su libro Formas breves, de 1999:

¿Qué quiere decir terminar una obra? ¿De quién depende decidir que una historia está terminada? Flannery O'Connor, la gran narradora norteamericana, contaba una historia muy divertida.

«Tengo una tía que piensa que nada sucede en un relato a menos que alguien se case o mate a otro en el final. Yo escribí un cuento en el que un vagabundo se casa con la hija idiota de una anciana. Después de la ceremonia el vagabundo se lleva a la hija en viaje de bodas, la abandona en un parador de la ruta, y se marcha solo, conduciendo el automóvil. Bueno, esa es una historia completa. Y sin embargo yo no pude convencer a mi tía de que ese fuera un cuento completo. Mi tía quería saber qué le sucedía a la hija idiota luego del abandono.»

Los finales son formas de hallarle sentido a la experiencia. Sin finitud no hay verdad, como dijo el discípulo de Husserl. Y por lo visto la tía de Flannery no ha encontrado el sentido de esa historia.

TRES. En el final de Lost, Jack se muere. (Hablemos del final del hilo argumental principal, y dejemos para después eso que, a falta de nombre mejor, llamaremos el universo alternativo.) Y sin embargo esa muerte no basta para las miles de tías de Flannery O'Connor que seguían la serie y que, inmediatamente después de la finale, salieron a aullar su desencanto.

¡Al final no explican nada!, lloraron en los foros de internet. ¿Qué es la isla? ¿Qué pasa con Hurley y Ben después de la muerte de Jack? ¿Cómo vuelve Desmond —si es que vuelve— al mundo de fuera de la isla para vivir con Penny y su hijo? ¿Qué había antes de la madre de Jacob y su hermano Smokey? ¿Qué pasa con Sawyer, Kate, Claire y los demás que despegan en el avión? ¿Y con Rose y Bernard?


CUATRO. Sigue diciendo Piglia:

La experiencia de errar y desviarse en un relato se basa en la secreta aspiración de una historia que no tenga fin; la utopía de un orden fuera del tiempo donde los hechos se suceden, previsibles, interminables y siempre renovados.

En el fondo todos somos la tía de Flannery, queremos que la historia continúe... sobre todo si la novia ha quedado abandonada en una estación de servicio.

Todas las historias del mundo se tejen con la trama de nuestra propia vida. Lejanas, oscuras, son mundos paralelos, vidas posibles, laboratorios donde se experimenta con las pasiones personales.

Los relatos nos enfrentan con la incomprensión y con el carácter inexorable del fin pero también con la felicidad y con la luz pura de la forma.

La tía de Flannery está «en la vida» y en la vida hay cruces, redes, circulaciones y los finales se asocian con el olvido, con la separación y con la ausencia. Los finales son pérdidas, cortes, marcas en un territorio; trazan una frontera, dividen. Escanden y escinden la experiencia. Pero al mismo tiempo, en nuestra convicción más íntima, todo continúa.

CINCO. En el fondo todos somos la tía de Flannery y queremos que la historia continúe... sobre todo si seguimos sin saber qué es la isla, y si Sawyer y Kate se van en el mismo avión, etc., etc.

Pero ¿acaso convenía que supiéramos qué es la isla? Una de las explicaciones menos felices que Lost nos ha ofrecido fue la de los susurros, enunciada por Michael a Hurley en el episodio Everybody Loves Hugo (6x12). ¿Nos hubiera gustado que de pronto Jacob o alguien nos dijera «la isla es tal cosa»? A mí, personalmente, para nada. Y además sí que nos lo dijo —en el episodio Ab Aeterno (6x09)—: era el tapón que evitaba que el mal (o lo que el Humo Negro fuera) se diseminara por el mundo. Cualquier agregado habría estado de más.

Es curioso que la utopía de la que habla Piglia se haya dado, en Lost, en el universo alternativo: un orden fuera del tiempo (a Jack su padre le dice que en ese lugar «no hay ni aquí ni ahora») donde los hechos se suceden, previsibles, interminables y siempre renovados. El lugar que todos ellos crean (es decir, la ficción dentro de la ficción) para reunirse con las personas más importantes de sus vidas.

En ese universo alternativo pasa lo que en la vida real sería impensable: los caminos de los pasajeros del vuelo 815 de Oceanic se entrecruzan y confluyen. La felicidad, la luz pura de la forma. En la vida real (el primer grado de la ficción), en tanto, hay cruces, redes, circulaciones: Jack —al igual que los Kwon, que Sayid, que Charlie, que tantísimos otros— se muere, Kate y Sawyer y varios más se van, Hurley, Ben y Desmond se quedan. No sabemos qué será de ellos. Como en la vida misma.

SEIS. Piglia, una vez más:

El poeta Carlos Mastronardi ha escrito: «No tenemos un lenguaje para los finales. Quizá un lenguaje para los finales exija la total abolición de otros lenguajes.»

Para evitar enfrentarnos con este lenguaje imposible (que es el lenguaje que utilizan los poetas) en la vida se practican los finales establecidos. Los horarios entre los que nos movemos cortan el flujo de la experiencia, definen las duraciones permitidas. Los cincuenta minutos de Freud son un ejemplo de ese tipo de finales.

La literatura en cambio trabaja la ilusión de un final sorprendente, que parece llegar cuando nadie lo espera para cortar el circuito infinito de la narración, pero que sin embargo ya existe, invisible, en el corazón de la historia que se cuenta.

En el fondo la trama de un relato esconde siempre la esperanza de una epifanía. Se espera algo inesperado y esto es cierto también para el que escribe la historia.

SIETE. Los realizadores de Lost declararon en numerosas ocasiones que no sabían cómo terminaría la historia pero sí que, desde el principio, tenían en la cabeza la imagen final. Esto es: Jack en el suelo, en el mismo lugar de la primera escena de la serie, Vincent echado junto a él, su ojo derecho se cierra, la muerte. La esperanza de la epifanía estaba escondida en el entramado de la serie, pero el final era inevitable, estaba ya en el corazón de la historia. ¿O acaso Jack no se pasó toda la última temporada exclamando que él no se iría de la isla? Lost es una historia y muchas a la vez, y una de ellas es la de Jack: el hombre de ciencia que poco a poco se va convenciendo de su destino y lo forja con sus decisiones. «Si no podemos vivir juntos, moriremos solos», había anunciado él mismo, en una de las frases más entrañables de la serie. Al final él muere solo, pero con Vincent. Y muere contento, porque ha vencido al enemigo.

OCHO. Lost es una historia completa. La tía de Flannery O’Connor, sin embargo, difícilmente lo entendiera. Como todos somos un poco esta mujer, quedamos preguntándonos qué habrá sido o qué será. Yo ya me imagino los cómics que algún friki cree, en los que cuente el gobierno de Hurley en la isla, las batallas de la juventud de Ben Linus y Charles Widmore, otros experimentos de la Dharma Initiative…

Dicen que el lector ideal desea al mismo tiempo, por un lado, acabar rápidamente el libro, para así saber cómo termina la historia, y por eso lo lee vorazmente; y, por otro, no quiere que el libro se acabe, porque le da pena que se termine y ya no poder seguir leyéndolo. En esa dicotomía nos movimos en los últimos meses, sabiendo además que los tiempos no dependían de nosotros, sino de esos demiurgos que nos tuvieron en vilo durante tanto tiempo. Aunque, ¿qué demiurgo detrás de estos demiurgos la trama hilaban de polvo y tiempo y sueños y agonías?

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