3 de julio de 2013

El proceso y la argentinidad de Kafka

El hueco que la obra genial ha dejado al quemar lo que nos
rodea es un buen lugar para encender la pequeña luz propia.
De ahí la incitación que parte de lo genial,
la general incitación que no sólo nos induce a imitar.

Franz Kafka, Diarios
15 de septiembre de 1912

(Texto escrito en 2004 y publicado originalmente en la revista Oliverio, de Buenos Aires.)


En nuestro país, decir «el proceso» nos remite antes a la dictadura militar de 1976-1983, que a la novela de Kafka. No deja de ser curioso que ese gobierno de facto haya elegido tal nombre para ser recordado por la posteridad. Está claro que las palabras se resignifican, adquieren con el tiempo denotaciones y connotaciones nuevas. Sin embargo, ese título puede servir como punto de partida para algunas ideas en torno a la Argentina y al bueno de Franz, ese escritor sin patria, y para bucear en busca de lo kafkiano en nuestra historia y de El proceso y de la argentinidad de Kafka.

LA NOVELA INTERMINABLE

Borges declaró alguna vez: «Cuando yo escribí “La Biblioteca de Babel” trataba de ser Kafka. Luego comprendí que Kafka lo había hecho mejor que yo». En «El jardín de senderos que se bifurcan», plantea la posibilidad de un libro infinito. Imagina:

a. Un relato circular, cuyo final sea idéntico a su principio.

b. Un relato de «cajas chinas», donde una historia incluya una serie de historias entre las cuales está ella misma: el ejemplo de Las 1001 noches es el más célebre.

c. Una obra platónica, transmitida de padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregue un capítulo o corrija las páginas escritas por sus mayores.

Finalmente, explica que el libro del que habla el cuento no es infinito en el espacio sino en el tiempo. Sucede allí al revés que en la vida: una posibilidad no excluye a las restantes. En esa novela todo puede ser, todo puede pasar.

O mejor: todo es, todo pasa. Y todo queda.

Borges no lo dijo esta vez, pero Kafka también lo había hecho antes y mejor. No lo había planteado como posibilidad: directamente, había escrito la novela.

El proceso, bien mirada, es una novela infinita. De hecho, Kafka no la consideró acabada. Es una novela deforme, que fue creciendo un poco monstruosamente, pareciera que a falta de un estricto plan previo. Hay notas, apuntes, historias laterales, páginas que aparecen y desaparecen según las diversas ediciones. Lo explica el primer editor, el amigo Kafka, el más famoso albacea de la historia de la literatura, Max Brod: «Antes del capítulo final, existente, habían de ser descritos todavía algunos estadios del misterioso proceso. Pero dado que, según la opinión expuesta oralmente por el autor, el proceso no debía llegar nunca hasta la máxima instancia, en cierto sentido la novela era absolutamente interminable, es decir, era dable de continuarse ad infinitum».

En «Kafka y sus precursores», Borges anotó que la flecha y el móvil y Aquiles son los primeros personajes kafkianos de la literatura. Dicho de otro modo, se podría preguntar: ¿cómo puede hacer José K. para avanzar en su proceso, si antes de recorrer una distancia determinada debe recorrer la mitad, y antes la mitad de la mitad, y antes la mitad de la mitad de la mitad (y etcétera, claro)?

Kafka parece exasperar la imposibilidad de la experiencia, uno de los temas de la literatura en el siglo XX.


«El gran Hemingway, el de los primeros relatos —escribió Ricardo Piglia—, reduce la experiencia al punto cero. Nick Adams encarna un anzuelo, un viejo toma anís en un bar limpio y bien iluminado. El estilo se encuentra para captar la emoción que produce el vacío, la experiencia se ha disuelto y Hemingway es el primero que lo dice claramente».

Pero en Kafka también se da (de otra forma) la experiencia disuelta: hay un hombre procesado al que no le ocurre nada más que su proceso. Es decir, le ocurren cosas que giran en torno a ese vacío. Y es entonces el propio José K. quien va en busca a la Justicia. La duda invierte su valor; lo inculpa: el acusado debe presentar las pruebas de su inocencia, aun sin saber de qué se lo acusa. ¿De qué defenderse, entonces? Se trata de la acusación por la acusación misma: la pura forma. Lo ominoso está allí, se cierne como una atmósfera. Y el imperativo moral que le da sustento es, para nosotros, bien conocido: algo habrá hecho. Es un círculo vicioso: la persecución está legitimada por esta verdad, es decir, por esta afirmación cuyo valor de verdad está dado por la propia persecución.

PROCESOS

La palabra «proceso» tiene básicamente, según la Academia Española, dos acepciones. La primera se limita a la «acción de ir hacia adelante», el liso y llano «transcurso del tiempo», o el «conjunto de las fases sucesivas de un fenómeno natural o de una operación artificial». La segunda se inscribe en el marco del Derecho, y se refiere a una «causa criminal», al «agregado de los autos y demás escritos» en una causa o al «procedimiento, actuación por trámites judiciales o administrativos».

La última dictadura argentina eligió llamarse a sí misma «proceso de reorganización nacional». El nombre remite a la denominada Organización Nacional, título con el que se conoce al período político de nuestro país que comenzó en 1862 y marcó un afianzamiento de las instituciones y un modelo de país basado en el esquema agroexportador. Uno de los logros de aquella etapa (es odiosa la obligación de poner tantas cursivas) fue el triunfo definitivo sobre los indígenas, genocidio culminado y simbolizado en lo que se llamó «la Conquista del Desierto», gesta liderada a fines de la década de 1870 por Julio Argentino Roca.

Veamos: por definición, en un desierto no hay nadie, es un lugar vacío, inhabitado. Por tanto, un desierto no se conquista, sino que simplemente se ocupa. Si el desierto argentino tuvo que ser conquistado fue porque no estaba vacío, algo había. Probablemente, seres que no merecían la categoría de tales. Eran «bárbaros», «menos que seres», «semi-sujetos». No había, ergo, impedimentos morales para exterminarlos.

Si no eran del todo, quizás tampoco se podría eliminarlos del todo.

En «la Conquista del Desierto», la civilización no mató a personas. Los indios, simplemente, no estuvieron más. Ni muertos ni vivos. Desaparecieron.

A la Re-Organización Nacional de 1976, los militares le agregaron Proceso. Así eligieron que se recuerde a su régimen. El término resume la atmósfera ominosa de la acusación gratuita: un proceso contra una sociedad. De alguna manera, la sociedad debió recorrer el camino de José K.: ir hacia la Justicia buscando poner a la luz su condición de inocente. La excepción fue la de aquellos a los que el Estado no acusó, lo cual constituía, precisamente, la prueba de la inocencia. Era el Proceso el que establecía las condiciones de verdad.

NI TODOS LOS FUEGOS

Pensar El proceso, entonces, como novela interminable. No basta con lo que dice ni con cómo lo dice, ni siquiera con lo que no dice. El elemento fundamental está dado por cómo no lo dice: Kafka no lo dice muriéndose. (Algunos encontrarán en este hecho parangón con el Museo de la Novela de la Eterna, de Macedonio Fernández.) Como si cumpliera una voluntad superior, Kafka escribe una novela como si escribiera los pedazos de una novela, admite que no está terminada, pide a su mejor amigo que queme los originales cuando él muera, se muere. Como si fuera (¿no lo fue?) una secuencia premeditada. Por supuesto, la historia conocida por todos: Brod no los quema sino que los publica. Justifica su decisión de publicarlos con, entre otras cosas, una anécdota. En 1921 Kafka le dijo:

—Mi testamento será muy simple. Te ruego que lo quemes todo.
—Si piensas seriamente que será capaz de hacerlo, te digo desde ahora que no lo haré —dice Brod que le respondió.

«Estando convencido de lo serio de mi respuesta —anota Brod después— Franz debería haber elegido otro ejecutor de su última voluntad, si sus propias decisiones hubieran sido irrevocables». E informa también que el propio Kafka se encargó, antes de morir, de destruir él mismo muchos de sus textos.

¿Y si Max Brod hubiese destruido todos los papeles de Kafka? Quizás ahora Brod arda entre las llamas del Infierno de los Malos Amigos. En todo caso, si es así, debe de estar acompañado por su buen amigo Franz, culpable de ponerlo ante una disyuntiva tan terrible.

¿Cuántos volúmenes de la borgeana Biblioteca de Babel contienen, o son ellos mismos, capítulos pendientes de El proceso?

Borges conjetura que el hecho de que Kafka no haya querido publicar sus novelas es una prueba de que lo había cansado «lo que hay de mecánico» en ellas. Por ejemplo, en El proceso, que desde el principio sepamos que el hombre será condenado por esos jueces inexplicables.

Lo que nos queda son las novelas de Kafka y los kafkianos caminos que debieron seguir para que el mundo las conociera: primero, a través de la traición de su amigo, y luego salvados providencialmente de las llamas de los regímenes de Hitler y de Stalin. ¿Cómo no sorprendernos de que, desde nuestro recóndito lugar del mapa, tengamos que leer El proceso a la luz de un gobierno que eligió llamarse de ese modo y fue tan criminalmente parecido —tan amante del fuego incendiario de libros— al nazismo y el stalinismo?

Muchos años antes, un escritor ciego (tal vez el mejor lector que Kafka haya tenido), desde este mismo recóndito sitio, había escrito: «Creo que Kafka sintió ante todo la perplejidad, sintió que vivimos en un mundo inexplicable».


Doodle de Google de hoy, 3 de julio de 2013, día del 130º aniversario del nacimiento de Kafka.

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