CINCO. ¿Cuánto se tarda en escribir obras tan extensas? Depende, por supuesto. Laiseca tardó diez años en concluir Los sorias (luego de aniquilar dos o tres versiones previas). Balzac, en veinte años, desarrolló su Comedia humana, compuesta de 95 libros completos (85 novelas y 10 volúmenes de relatos y ensayos analíticos) y 48 obras inacabadas. Truman Capote firmó, en enero de 1966, un contrato para escribir una novela que se titularía Plegarias atendidas; nunca la terminó; se murió en 1984 y tres años más tarde se publicaron los cuatro capítulos de la obra que se conservaron, gracias a que habían sido publicados previamente en la revista Esquire. Macedonio Fernández se pasó la vida entera escribiendo su fragmentaria, inasible y quizá inabarcable Museo de la novela de la Eterna. Etcétera.
SEIS. Cuando entrevisté a Fresán le pregunté por qué en los comienzos de su carrera como escritor publicaba mucho y ahora no. La respuesta, en realidad, es bastante fácil de imaginar: al principio tenés necesidad de aparecer, de estar presente, porque eso equivale a existir; con el tiempo y cuando ya lograste ciertas metas, te achanchás, y si a eso le sumás la vida familiar, tener un hijo...
Textualmente:
En un principio hay una necesidad de reafirmarse: publicar significa existir. Es decir, la publicación equivale a hacer lo que soñaste durante muchísimos años. Concretado ese sueño y esa fantasía, después lo que yo más disfruto es escribir. Publicar es una consecuencia de la escritura. También es cierto que en los últimos años, bueno, tuve un hijo, y eso también te genera una cantidad de cuestiones…
Yo me divierto más escribiendo que publicando. No tengo ningún tipo de apuro. No tengo nada que probar o probarme. Soy conciente también del tipo de escritor que soy, del tipo de escritor al que aspiraba ser y del tipo de lector que tengo, y me muevo dentro de esas coordenadas. Tengo un editor al que respeto y me respeta muchísimo, tengo editores internacionales que me aprecian. Sería un poco irresponsable de mi parte estar escribiendo un libro al año, je je. No tendría mucho sentido.
Para el próximo libro me he prometido escribir una página al día para tener 365 al fin del año, que probablemente sea lo más sano, pero no creo que vaya a poder. No creo que pueda.
SIETE. Cada tanto —entonces— me meto a leer novelas extensas. Por lo general, entre una y otra obra de largo aliento leo varios libros más bien breves, sean novelas, cuentos, poesía, ensayos o algún otro género. Hasta diría que para encarar un libro muy largo necesito ir haciéndome a la idea desde antes y pensar las circunstancias en que lo leeré: para Los sorias, de Laiseca, aproveché unas semanas en que estuve en casa, sin trabajar.
Laiseca, por cierto, está un poco obsesionado por el tamaño de su novela más famosa. En varias ocasiones ha dicho que es la más larga que se haya escrito; más larga que el Ulises de Joyce; que él mismo las ha medido. Y debe ser así, nomás. Está muy bien que si a Laiseca lo hace feliz crea que su novela es la más larga del mundo. A mí, al menos, ese tipo de cosas me divierten mucho. Pero ¿es más extensa Los sorias que El hombre sin atributos, de Robert Musil? ¿O que el Quijote, sin ir más lejos? ¿O que Gengi Monogatari (La historia de Gengi), de la escritora japonesa Murasaki Shikibu, que vivió allá por el año 1000 y dejó a la posteridad una novela de 4.200 paginitas?
OCHO. Más aún: ¿cuenta como una novela En busca del tiempo perdido, de Proust, o como siete diferentes? ¿Es lo que habitualmente se llamaba una novela-río (es decir, una obra de larguísimo aliento que cuenta con detalles las entrelazadas vidas y obras de muchos personajes)? ¿Y El señor de los Anillos? ¿Y El cuarteto de Alejandría, y un largo y variado etcétera?
OCHO Y MEDIO. El post ya estaba escrito desde hace unos días, pero justo hoy, horas antes de ir a publicarlo, me crucé con esta página de Borges:
Cinco años de convivencia fueron transformando a Flaubert en Pécuchet y Bouvard o (más precisamente) a Pécuchet y Bouvard en Flaubert. Aquellos, al principio, son dos idiotas, menospreciados y vejados por el autor, pero en el octavo capítulo ocurren las famosas palabras: «Entonces una facultad lamentable surgió en su espíritu, la de ver la estupidez y no poder, ya, tolerarla». [...] Flaubert, en este punto, se reconcilia con Bouvard y Pécuchet, Dios con sus criaturas. Ello sucede acaso en toda obra extensa, o simplemente viva (Sócrates llega a ser Platón, Peer Gynt a ser Ibsen), pero aquí sorprendemos el instante en que el soñador, para decirlo con una metáfora afín, nota que está soñándose y que las formas de su sueño son él.
NUEVE. Stephen King dice, en su libro Mientras escribo, que un escritor o aspirante a serlo debe leer mucho, y él considera como una buena cantidad unos 80 libros al año. Pero claro, surge la duda: ¿80 libros de qué tamaño? Algunos libros los leés en un mes y otros en una hora. En realidad no habría que hablar de un número de libros sino de páginas, o más aún: de palabras o caracteres. Sí, hay que estar un poco loco —como Laiseca— para hacer estas cuentas, pero a este blog le gustan esa clase de locos lindos.
Una pequeña anécdota. Una vez, hace muchos años, tenía que comprar unas fotocopias para una materia de la facultad. Estaba junto a unos compañeros en el centro de copiado de la esquina y todos nos quejábamos de lo mucho que aquel profesor nos mandaba a leer. Como la empleada de la fotocopiadora había puesto los papeles sobre el mostrador, los hojeé y lancé un lamento: «Encima de letra chiquitita...». La empleada hizo un comentario: «¿Y eso qué tiene que ver, qué diferencia hay?». Lo dijo casi en tono de burla, y creo recordar que agregó algo relacionado con que el tamaño de la tipografía sólo generaba un efecto psicológico... Me limité a mirarla mal. Evidentemente aquella chica no leía.
DIEZ. Hay novelas-río, y también novelas-arroyo, y novelas-hilito de agua... En realidad debería decir relatos y no novelas. Cada historia tiene el agua que debe tener. Y se nota cuando esa agua está turbia, contaminada, cuando ocupa una superficie amplia pero no nos llega a las rodillas en ninguna parte, cuando es un lago o un mar que oculta en su lecho los más fascinantes secretos...
Para cerrar, una cita más de Leopoldo Brizuela. Esta vez, de cuando yo lo entrevisté, allá por el año 2003, en la que por entonces era su casa, en Villa Elisa.
Cuento historias para entenderlas. Escribir es una experiencia y, como con toda experiencia, uno cambia después de escribir. Por eso también me cuesta tanto o soy reticente a definirme. Después que gané el Premio Clarín me hicieron muchas entrevistas. Vos tenés que ir y empezar a contestar todo lo que te preguntan. Y me doy cuenta de que las preguntas, sobre todo las que vienen a definirte en términos de literatura, son contraproducentes. Por lo siguiente: si yo empiezo a escribir una novela es porque quiero cambiar; entonces la propia experiencia de escribir me vuelve otro.
Cuando yo termino de escribir una novela no soy el mismo que la empezó. Pero cuando la publicás te preguntan como si fueras el mismo que la escribió, que la empezó a escribir. Es como si durante mucho tiempo yo hubiera contestado como si fuera el mismo que escribió Inglaterra, como si pensara lo mismo. Hasta que en un momento me di cuenta y dije: no, no soy el mismo. Es como si uno estuviera cambiando todo el tiempo y las preguntas, de los periodistas y sobre todo de la crítica, si no te cuidás te inmovilizan. Y eso es muy peligroso.
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