6 de enero de 2014

Cuando despertaron, el fútbol ya estaba ahí

Una lectura de Fuera de juego, de Miguel Ángel Ortiz (Caballo de Troya, 2013)

UNO. Todos los oficios, profesiones y disciplinas tienen sus propias frases hechas. El fútbol está plagado de ellas: técnico que debuta gana, los goles que errás en el arco de enfrente los sufrís en el propio, dos a cero es el peor resultado, etc. Afirmaciones discutibles, que han sufrido infinidad de desmentidas pero que, como las palabras de ciertos gobernantes, se siguen repitiendo con pretensiones de verdad. Sin embargo, hay una imposible de demostrar pero en la que creo firmemente: se juega como se vive.

El Negro Dolina lo dijo mejor que nadie:

En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios. Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto. Los Hombres Sensibles pensaban que el fútbol era el juego perfecto, y respetaban a los cracks tanto como a los artistas o a los héroes.

Algunas personas eligen vivir la vida a través del filtro de la religión. Otras la entregan al trabajo y al desarrollo profesional. Hay quienes viven guiados por el dinero, o por el consumismo, o por la ciencia, o por el ecologismo, o por la literatura. Existen, por su parte, los que ven el mundo a través de un prisma llamado fútbol. Y no creo que haya nadie capacitado para afirmar que estos últimos están más o menos equivocados que los demás.

DOS. Los personajes de Fuera de juego pertenecen a esa casta. La de quienes creen que la Tierra es redonda porque antes una pelota de fútbol lo fue. Sus protagonistas —Koldo, Fichu, Salva, Noelia— están atravesando el umbral de la niñez y metiéndose en la adolescencia. Como advierte el «aviso de lectura» de la contratapa, ninguno de ellos lo vive como un paraíso, el paraíso perdido que muchos ven en la infancia muchos años después. Ellos viven el mundo que les toca vivir. Como todos. Los paraísos sólo están en el pasado o en el futuro, y nadie vive en ellos. O, a lo sumo, sólo los fantasmas.

Miguel Ángel Ortiz pinta su aldea para pintar el mundo. Su aldea es un barrio de Medina de Pomar, un pueblo de Burgos cercano al límite de esa provincia con el País Vasco. Es allí, en una calle, un bar, una piscina abandonada que sirve de refugio, un edificio en U con un descampado detrás, donde tienen lugar las peripecias y las pasiones de sus personajes, aunque no faltan los mundillos interiores, las excursiones a territorios hostiles, incluso el descenso a unos infiernos con forma de taller de coches viejos, custodiado por un cancerbero feroz.

Koldo, Fichu, Salva y Noelia no son cracks, ni artistas, ni héroes. Sueñan, eso sí, con serlo. Héroes son los jugadores profesionales, esos a los que ven por televisión o en figuritas o, en alguna ocasión excepcional, en persona, como la ocasión en que Julio Salinas (ex Barcelona y Athletic de Bilbao, entre otros) veraneó en el pueblo, cuando Fichu y Koldo comienzan su amistad. Cuando se despertaron, el fútbol ya estaba ahí.

Incluso son héroes los jugadores en blanco y negro, de las épocas lejanas de las que hablan los mayores. Los mayores, esos que ellos no pueden entender, que viven en un mundo lleno de dificultades, de arbitrariedades, que, entre mentira y mentira, enseñan que no se debe mentir. Pero que, al igual que ellos, se olvidan un poco de todo lo demás —la suspensión de la incredulidad que describía Byron— cuando ven el fútbol. Para ellos no son, como repiten por ahí los escépticos, los profanos, los que no entienden, veintidós millonarios en calzoncillos corriendo atrás de una pelota, sino veintidós hombres viviendo como se juega, o viceversa. Y entre ellos, quizás, algunos héroes.

Y TRES. La novela abarca el lapso de un fin de semana largo, durante el cual llegan «los vasquetis», la forma en que algunos lugareños llaman a quienes llegan del País Vasco y con quienes los unen —como en todo sitio que recibe a turistas— el odio y el amor o, mejor dicho, la necesidad. El texto se construye, sobre todo, a partir del diálogo. El autor señaló en una entrevista que ese es su recurso preferido porque así «no hay trampa ni cartón: las palabras que usa cada personaje delatan su estado de ánimo, sus verdaderas intenciones o sus mentiras». Quizá por momentos el recurso resulta un tanto excesivo, pero este objetivo del autor se logra, indudablemente.

Así como el fútbol es mucho más que veintidós tipos corriendo atrás de una pelota, la niñez es mucho más que los recuerdos estereotipados que a la memoria colectiva le encanta repetir. De chicos queremos ser grandes y de grandes creemos que cuando éramos chicos no teníamos problemas. En la línea de las más clásicas novela de aprendizaje, esta novela se encarga de recordarnos no sólo que los teníamos, sino que eran, además, los más grandes del mundo. (El que fuera el título provisorio de novela recuerda precisamente esas dificultades: Prohibido jugar al balón.) No se trata de soñar con una vida sin ley del offside, sino de aprender a jugar con ella, no quedar tantas veces en fuera de juego y, al menos cada tanto, meter algún que otro gol.

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