19 de marzo de 2011

«Querido diario»:
Postales en la vida de Ricardo Piglia

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Artículo publicado en la edición de marzo (Nº 18) de la colombiana Revista Cronopio. Fue mi segunda colaboración con este medio, tras «Sergio Bizzio, de letras y celuloide», que compartí en unabirome hace un par de meses. La publicación original, aquí.




UNO. Hace un par de meses, el suplemento Babelia del periódico español El País anunció un «acontecimiento literario»: el comienzo de la publicación de los Diarios de Ricardo Piglia. Tales Diarios constituyen una pieza ya mítica para la literatura hispanoamericana de nuestro tiempo; en el mundillo literario se habla de ellos desde hace décadas.

La primera entrega se publicó el 15 de enero. Llevó el título de «Un detective privado», el cual se enraíza en la famosa metáfora pigliesca del escritor como criminal que deja huellas e indicios en sus obras para que el lector-investigador los encuentre, los reúna y rearme la historia. Figura que se aplica, por cierto, a lo que ha hecho él mismo en relación con el Diario.

Piglia se ha referido a estos apuntes en infinidad de ocasiones, definiéndolos como «un laboratorio de la escritura», y señaló muchas veces que el germen de sus libros está en esos cuadernos que lleva desde hace más de medio siglo. Cuadernos de tapas blandas, negras, forradas en una especie de cuerina sintética…

—Son estos, ¿ves? —me muestra el escritor en el estudio de su casa, en el barrio porteño de Palermo, una tarde de invierno en que un sol generoso se cuela por la ventana—. Manías de uno, antes se compraban en todos lados estos cuadernos, pero ahora sólo se consiguen en una librería de La Boca…

DOS. Si la publicación de estos Diarios representa un acontecimiento es por la calidad de la trayectoria y la obra de Piglia (que nació en Adrogué, provincia de Buenos Aires, en 1940). Novelas fundamentales como Respiración artificial, Plata quemada y Blanco nocturno, libros de relatos como La invasión y Nombre falso y los ensayos reunidos en Crítica y ficción, Formas breves y El último lector colocan su nombre entre los más importantes de las letras en español de fines del siglo XX y comienzos del XXI.

Lo entrevisté aquella vez en su casa y luego lo vi varias veces más, en presentaciones de libros, charlas, conferencias. Su apariencia es sobria como su estilo literario: ropa oscura, parches en los codos de un grueso saco de lana, anteojos gruesos, el pelo peinado «a lo Antonio Gramsci», como lo definió un colega. Siempre con la literatura en la punta de la lengua.

«No sabía que el asunto venía tan macedonianamente postergado», me dijo cuando le conté lo larga que había sido mi búsqueda para llegar a entrevistarlo: la historia se remontaba a mis tiempos de estudiante en la Universidad de La Plata. Quizá por eso me abrió las puertas de su casa y me dejó habitar su intimidad por un rato, allí entre sus libros, en ese otro «laboratorio de la escritura»: porque sabe lo que es ser un joven estudiante con puras ilusiones…


TRES. Un antiguo adagio afirma que quien quiera ser escritor debe evitar estudiar Letras en la universidad. Piglia atendió al consejo: cuando a los 18 años dejó a su familia y se fue a vivir solo a La Plata, se inscribió en la carrera de Historia. Recuerda esa época con nostalgia: «Ese mundo de las pensiones, con estudiantes que venían de las provincias porque había un comedor donde se podía comer muy bien por poco dinero…». Entonces le hablo de José María Ferrero, amigo suyo de aquel tiempo, profesor mío en la Facultad de Periodismo muchos años después. ¿Lo recuerda?

—¡Claro, cómo no! Tengo la imagen de la cocina de la casa del Gordo Ferrero en La Plata, me acuerdo muy bien. Lo veía mucho. Él estuvo muy cerca de los cuentos de La invasión, y es el culpable del bellísimo título de uno de esos relatos… Yo le había puesto inicialmente «Las dos muertes», pero me sonaba muy borgeano, y entonces el Gordo me dijo: ¿Por qué no le ponés «Las actas del juicio»? Y es el título que lleva, y es un muy buen título…

—¿Así que se acuerda de la cocina de mi casa? —se asombra ahora Ferrero, con una sonrisa en los dientes y la ilusión en la mirada. A cambio me abre una parte de su memoria—: Yo, en la sala de ingreso de la vieja Facultad de Humanidades, donde había unos pasillos con unos bancos negros contra las paredes, y Ricardo que se me acerca y me dice: «Escuchá, Gordo, escuchá esto: Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes…». Cortázar, «Continuidad de los parques» —recita, con la cara encendida, iluminada.

CUATRO. La figura del escritor como criminal también se aplica a la doble vida de Piglia, que alterna sus temporadas como profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Princeton, EE.UU., con la rutina agitada del escritor que presenta libros y da entrevistas y asiste a charlas y conferencias en Buenos Aires, en Madrid, en cualquier lugar donde lo convoquen. «Esa idea de tener dos existencias, ligadas a lugares distintos, permite, exagerando un poco, la ilusión de cambiar de vida», explica.

Los días en los que ejerce de escritor de prestigio son más o menos fáciles de imaginar, pero ¿cómo es el Piglia profesor en Estados Unidos? Se lo pregunté por e-mail al puertorriqueño Arcadio Díaz-Quiñones, amigo y colega suyo en Princeton.

—Ricardo lleva una vida monacal: lee, escribe, da clases, pasa muchas horas en la gran biblioteca de la Universidad, le encanta perderse en ella, conversa sobre política o sobre tradiciones literarias, está muy al tanto de la literatura norteamericana, ve el béisbol por la televisión y descubre excelentes vinos californianos (no necesariamente en ese orden). Prepara minuciosamente sus clases, que son muy variadas: sobre la poética de la novela, sobre el tango y la cultura argentina, sobre Sarmiento o sobre el Che Guevara. Y siempre sus veneraciones: Brecht, Pavese, Faulkner o Benjamin.

—¿Qué relación tiene con sus alumnos?
—Me consta que muchos lo admiran, y es muy interesante ver cuánto disfruta Ricardo del trabajo con los más jóvenes. Es la experiencia con el último lector, porque los chicos no tienen prejuicios fuertes y dicen cosas extraordinarias de los textos de Saer, de Puig o de Guevara.

CINCO. —Por qué no se deja de escribir esos cuentitos, Piglia, dedíquese a la Historia…

Todo habría sido distinto si Piglia le hubiese hecho caso al profesor que le daba esos consejos. Se trataba de Enrique Mariano Barba, un reconocido historiador que insistía con ganarlo para sus huestes. Pero el alumno se mantuvo en sus trece, y mal no le fue. Sus «cuentitos» se publicaron por primera vez en 1967 bajo el título de Jaulario (luego, La invasión) y ganaron el Premio Casa de las Américas.

«Para un escritor también es importante lo que no publica», dice Piglia. Y por eso es bueno prestar atención a esos momentos de silencio editorial de los escritores. Nombre falso, su segundo libro, se publicó recién siete años después del primero. «Hay momentos en que parece que las cosas parece que no funcionan, a uno no le gusta lo que escribe —explica—. El aprendizaje de un escritor es muy difícil: uno nunca sabe cómo es».

Lo que vino después es historia más conocida: obras clave, tanto de ficción (sobre todo Respiración artificial, novela de 1980 que enseguida se convirtió en un verdadero clásico moderno) como sus ensayos, que forjaron una manera de leer la literatura argentina en particular y la literatura toda, sin adjetivaciones, en general.

SEIS. Sobre la mesa —junto al cuadernito de tapas blandas, negras, forrado en una especie de cuerina sintética, que hace un rato me mostró— descansan Memoria de Ulises, de François Hartog, y Benjamin y Brecht, historia de una amistad, de Erdmut Wizisla. Un atisbo al océano de lecturas del escritor, como también lo es la biblioteca que oficia de testigo de la charla, en la que se destacan volúmenes de Roberto Arlt, Thomas Pynchon, Macedonio Fernández, Don DeLillo, Witold Gombrowicz y un multitudinario etcétera.

La entrevista ocurrió hace tres años. Por entonces Piglia trabajaba en Blanco nocturno, novela que finalmente vio la luz, con notable éxito de crítica, el año pasado. Le pregunté por el futuro: ¿Después qué?

—Después me gustaría escribir tres o cuatro nouvelles, un libro de ensayos, y más tarde dedicarme al Diario, ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable. El Diario tiene la virtud y el peligro de sustituir la literatura: hay que tener cuidado. Pero, a la vez, es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Me imagino que en algún momento, pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos.

—¿La idea es publicarlo como un libro de ficción?
—No. Espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito. Ni siquiera reescribiría. Me parece que lo que hay que hacer es sencillamente un montaje. Creo que lo más parecido a eso es la experiencia de los cineastas.

¿Imaginaba Piglia que su diario iba a aparecer como un folletín en el suplemento literario de un periódico español? Quién sabe. Lo cierto es que ahí está, publicándolo, como un detective que decide exhibir sus archivos en su propio y privado Wikileaks. Manías de uno…

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