26 de febrero de 2010

Se juega, y se escribe, como se vive

«La pasión de multitudes», el nuevo cuento de Rodrigo Fresán, 
incluido en la reedición de Historia argentina (Anagrama)


UNO. «La pasión de multitudes» es el cuento de fútbol de alguien a quien no le gusta el fútbol. El propio autor lo ha explicado en infinidad de ocasiones. Había escrito un texto relacionado con el fútbol, titulado «Final», que se publicó en Página/30 y que luego —seguramente por motivos más relacionados con el prestigio de la antología que con su calidad— formó parte de Cuentos de fútbol argentino, selección de relatos coordinada por el Negro Fontanarrosa.

Ahora Rodrigo Fresán escribe un cuento de fútbol. Y, además, para que forme parte de un libro de 18 años de vida. ¿Por qué? Porque a su versión de la historia nacional le faltaba el un capítulo ineludible. Por motivos comerciales. Por la necesidad de dotar a esta reedición de un bonus track (nunca mejor aplicada esta expresión para un escritor). Por todo eso y por más. Para la hinchada.

DOS. El cuento no desentona en Historia argentina, aunque se lo nota distinto; sobre todo si se conoce la trayectoria posterior de la obra de Fresán. Hay marcas características de sus libros más recientes, sobre todo desde el aspecto formal. Botón de muestra, el comienzo, los tres primeros párrafos:

Ahora subo.
Ahora vuelo.
Ahora caigo.

Tres puntos y aparte en seis palabras. Nada menos.

Por lo demás, Fresán está ahí presente: el tono del narrador, los temas, las influencias, todo tan dosificado y tan presente. El autor señaló muchas veces que en su primer libro estaba el germen de todos los por venir. No está mal observarlo ahora, casi dos décadas después.

Y es que veinte años, según cómo se mire, no son nada o son muchísimo. Piénsese si no —ya que hablamos de Historia— que para un país tan joven como el nuestro (dentro de tres meses celebraremos el bicentenario de su más representativo acto iniciático) dos décadas son una décima parte de toda su Historia. No es moco’ e pavo.

TRES. Quizá la ventaja de Fresán para abordar este tema sea justo esa: escribir desapasionadamente. Es decir, desde otro enfoque, con otro punto de vista. Quizá por eso no exista la Gran Novela Argentina del Fútbol: porque los tipos a los que nos gusta el fútbol somos fanáticos, y no se puede escribir bien desde el fanatismo, y aquellos a los que no les gusta no tienen ningún interés en escribir sobre el tema.

CUATRO. Rodrigo Fresán escribe un nuevo cuento para Historia argentina y lo escribe en argentino. Resulta curioso tener que destacarlo, pero es que en sus últimos libros no lo hace. Fresán se mudó a Barcelona en 1999 y las tres novelas que publicó después tienen protagonistas y escenarios —y también un lenguaje y un aire— que no son los de su país de origen: Mantra es mexicana, Jardines de Kensington, británica y El fondo del cielo, estadounidense.

Más aún, podríamos decir que La velocidad de las cosas, de 1998, la escribió en la Argentina pero es más bien occidental, o europeísta, o universal, como se la quiera llamar. De otro lado, del lado de afuera. Su último libro «argentino» —en este acotado sentido— sería Esperanto, del 95.

Pero claro, este acotado sentido no cuenta. No por nada, en otros países presentan a Fresán como el típico escritor argentino: erudito y lúdico, capaz de hablar de cualquier tema sin perder la propia identidad. No por nada, en su excelente texto introductorio Ignacio Echevarría recuerda aquel célebre texto-manifiesto de Borges:

Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina [...] Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

CINCO. Una de las principales claves de la lectura, o la principal, es El Eternauta. La historieta de Héctor Germán Oesterheld atraviesa todo el cuento y tres veces asoma la cabeza alevosamente sobre la superficie:

a) El narrador compara a la gente que escuchaba el fútbol en las viejas radios portátiles pegadas a la oreja con los hombres-robot dibujados por Solano López a los que les clavaban unos aparatos en la nuca para controlarlos;

b) Cuenta que le llevaron de regalo la revista Goles y un ejemplar de El Eternauta; y

c) Sobre el final del relato, un helicóptero sobrevuela el estadio en el que la selección argentina acaba de consagrarse por primera vez campeona del mundo. No lo menciona con nombre propio, sino de un modo mucho más atronador y feroz:

Volamos sobre la ciudad. Abajo veo el estadio Monumental envuelto en una tormenta de nieve, en una nevada mortal y alienígena, como si estuviera todo dentro de una de esas burbujas de cristal.

SEIS. Fresán publicó en la edición 17º aniversario de Página/12 un texto titulado «El cuento de un país de novela». Lo leí en aquel momento, me pareció interesantísimo, pensé infinidad de veces en él posteriormente y me lo encuentro ahora citado por Echevarría. Dice Fresán:

No es raro entonces que la espasmódica, esquizofrénica y siempre interrumpida e interminable historia nuestra [...] haya producido siempre cuentistas geniales que, si bien de tanto en tanto escribían una novela, volvían felices al cuento para ser reconocidos, allí, como maestros de la forma. No es casual [...]que las más grandes y más famosas novelas argentinas aparezcan, siempre, contaminadas por el virus del cuento. Pienso en Rayuela, en Sobre héroes y tumbas, en Adán Buenosayres, en El juguete rabioso, en Respiración artificial, en El beso de la mujer araña, en El sueño de los héroes –acaso la más formalmente perfecta– que no es otra cosa que la historia de una novela procurando recordar el cuento de una noche. Novelas atómicas, esquirlas en el aire, para ser leídas, siempre, en el instante de un estallido que no cesa.

Ese carácter espasmódico y esquizofrénico se ve en muchos ámbitos, no sólo en la literatura, por supuesto. Ya que estamos, miremos el fútbol: somos los inventores de los torneos de una sola rueda. Parece que no soportáramos tener que esperar todo un año para conocer al campeón, el fútbol argentino se rige por semestres. En función de ese lapso se establecen contratos, proyectos, sueños. Por no hablar de la irregularidad, de esa hipocresía tan típica de la clase media, que se evidencia cuando un fin de semana un equipo enamora a su hinchada con mimos y caricias y al siguiente la desengaña comiéndose la humillación de una goleada. Porque, sí, se juega como se vive.

Y SIETE. Se juega como se vive. Por eso, entonces, dice el cuento, no escribiremos la Gran Novela Argentina del Fútbol: «No existe porque se puede escribir sobre lo que no se conoce, pero no se puede escribir sobre lo que te pertenece. Así, de existir, de ser escrita y jugada algún día, la Gran Novela Argentina debería ser la historia de un robo, de un secuestro, de algo que desaparece, de una derrota».

Así que tal vez haya que desdecirse. Porque tal vez «La pasión de multitudes» no sea un cuento de fútbol, algo que a Fresán no le pertenece. Será que el cuento parece ser de fútbol pero es de otra cosa. ¿De qué? Eso ya lo dejo en manos de ustedes, amigos lectores. Para que lo lean y lo descubran por su propia cuenta y su propio placer.

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19 de febrero de 2010

«¿No tienes algo de Stephen King?»

La presencia de la literatura en Lost, el mayor hito de la cultura popular 
de la primera década del siglo XXI


UNO. La tercera temporada comienza con una reunión: los Otros se juntan a hablar de libros. El tema en cuestión es Carrie, la novela de Stephen King. Uno de los personajes, Adam, exclama: «¡No es literatura, es popcorn!». Alguien quiere saber por qué no es literatura, y él responde: «No hay metáfora. Es sólo por los números, es magia religiosa. Es ciencia ficción».

¿Habla de Carrie... o de Lost, de la propia serie? ¿La escena no se asemeja demasiado a un juego de los realizadores, que ponen en boca de un personaje las críticas que reciben por parte de sus detractores (o que saben que van a recibir, porque esta escena configura el pasado y el futuro de la historia, si caben estos términos para hablar de Lost)?

Inmediatamente después, y sin que parezca venir a cuento, alguien pregunta por Ben. Todavía no sabemos quién es Ben, pero parece importante, o al menos lo parece su ausencia. Las críticas se dirigen más tarde a Juliet, anfitriona y electora del libro en cuestión (Adam le espeta que «no lo leería ni en el baño», como si el baño estuviera reservado para la mala literatura), y ella se refugia en el sarcasmo: «¡Tonta de mí por elegir algo que a Ben no le gustaría! Aquí estoy, pensando que el libre albedrío todavía existe…»

Y en ese momento la tierra tiembla, porque Desmond no ha presionado el botón, y el cielo les regala un avión que se parte en el aire. Y la vida —la de ellos y la nuestra— cambia. Ya nada será lo mismo.

DOS. Porque Lost es mucho más que un éxito televisivo: es un hito de la cultura popular. El mayor de la primera década de este siglo, sin dudas. Porque esta serie cambia la forma de leer una historia.


Leer en un sentido amplio, claro está. Las analepsis y prolepsis ya existían, los viajes en el tiempo también, y las islas misteriosas, y los mundos paralelos… Pero la técnica narrativa (dice Daniel Link que esta serie es pura forma, que el contenido casi no interesa), el manejo de los tiempos, el suspenso y la intriga, la construcción de los personajes, los puntos de vista, son elementos manejados de modo preciso y certero por parte de los realizadores.

Y, fundamentalmente: Lost no habría sido lo que es sin internet. De otro modo, ¿cómo entender que las mediciones oficiales de audiencia de la serie hayan caído a medida que pasaban las temporadas, o que el esperadísimo comienzo de la final sesion no haya sido lo más visto el día de su estreno en EE.UU.? Es que Lost es la serie pero además es los capítulos disponibles para su descarga
al día siguiente de su estreno en TV, su circulación en P2P, los tipos que se pasan toda la noche subtitulando, la Lostpedia, el millón y medio de teorías enarboladas en los foros y blogs que los hacedores del programa consultan religiosamente, los videos falsos de la Iniciativa Dharma o los «Oceanic Six», el material extra «exclusivo» de los DVDs publicado en YouTube, etc.

Es decir: Lost es la versión moderna (o posmoderna, como quieran) del éxito folletinesco de Dickens, o del Quijote
cuyo suceso genera una secuela apócrifa o de Sherlock Holmes, que vuelve de la muerte por exigencia del público... sólo que aquí el público no sólo reclama o compra, sino que participa, crea, actúa, determina. Lost, un relato-rompecabezas del tamaño que cada uno prefiera.

TRES. Cuando Ben —antes, en la segunda temporada, cuando todavía lo conocemos bajo el nombre de Henry Gale— recibe de John Locke un ejemplar de Los hermanos Karamazov, le pregunta: «¿No tienes algo de Stephen King?». O está siendo irónico, o el concepto que Adam tiene de los gustos literarios de Ben es erróneo.

Hay un documental de ocho minutos que forma parte del material extra que acompaña la edición en DVD de la tercera temporada, titulado The Lost Book Club [«El club del libro de Lost»]. Allí los hacedores de la serie hablan de su pasión por Stephen King; el video muestra varios de los «pasajes literarios» de la serie, cuya cúspide está dada por el contrapunto dialéctico entre Sawyer y el propio Ben citando fragmentos de De hombres y ratones. «¿Acaso no lees?»

El video se puede ver completo aquí:


Podemos pensar, entonces, en una dicotomía de las que tanto les gustan a los hacedores de Lost: Stephen King y Dostoievsky, literatura popular vs. literatura culta, Jacob contra el hombre de negro, el backgammon, las piedritas en los bolsillos de Adán y Eva… ¿El Bien contra el Mal? Eso ya parece excesivamente simplón. Más bien, diría yo, la disputa de dos fuerzas o dioses plagados de imperfección.

CUATRO. Ya que el chauvinismo patrio suele jactarse de que «en todas partes hay un argentino», también lo hay aquí: en el cuarto capítulo de la temporada 4 (titulado «EggTown»), Sawyer aparece en dos escenas leyendo La invención de Morel. Libro que, como ellos mismos lo han reconocido, ejerció su influencia en los realizadores de la serie.

La aparición de Bioy Casares, hay que decirlo, le hace justicia no sólo literariamente. Cuando Sawyer está leyendo en la cama, Kate va adonde él está y se rinde a sus brazos. Como si la novela de ese dandy que fue don Adolfo representara un talismán: leelo y la chica linda será tuya.

CINCO. Entonces, ¿es popcorn? Para algunos lo será, sin dudas. No tengo ninguna intención de polemizar con (ni evangelizar a) nadie. Prefiero hablar de lo que de verdad importa. Los que saben dicen que el final de Lost defraudará, porque ha creado tantas expectativas que no puede ser de otra manera. Lo que es probable es que no todos los misterios serán resueltos. ¿Sabremos finalmente qué magia esconden esos números? ¿Cómo es que la imagen de Walt aparece en una lata de comida Dharma? ¿Quiénes eran (o son, o serán) Adán y Eva?

Pero una de las preguntas que —seguro— quedará sin respuesta es la planteada más arriba: ¿Stephen King o Dostoievsky? Como el yin y el yang, cuando parece que uno gana, el otro está ahí metido asegurándonos que no puede ser derrotado. Crimen y castigo también se publicó, originalmente, como folletín.

Quizá sea ese el más importante mensaje de Lost: lo mejor surge de abrevar de todas partes, fundir y reinventar. Conozcan todo y quédense con lo bueno. Elegí bien qué libro querés que sea el último que leas antes de morirte, porque te puede salvar la vida. Y andá con cuidado cuando creas que el libre albedrío existe. No sea cosa que en el cielo de tu isla aparezca un avión partiéndose en pedazos…

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