10 de septiembre de 2012

El show de los muertos

Una lectura de Los Living, de Martín Caparrós (Anagrama, Premio Herralde 2011)

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En 1999 el músico argentino Charly García anunció que, durante un recital multitudinario que brindaría en Buenos Aires, realizaría una performance impactante: varios helicópteros arrojarían maniquíes al Río de la Plata, como una representación de los llamados «vuelos de la muerte», operaciones realizadas durante la última dictadura militar argentina (1976-1983) en las que prisioneros políticos eran arrojados con vida a las aguas del río. La idea del rockero —cuyas posturas de denuncia y resistencia contra la dictadura han estado siempre fuera de discusión— suscitó el rechazo masivo de la opinión pública, y en particular fue la oposición de las Madres de Plaza de Mayo la que lo llevó a descartar la idea.

Es posible que el de García haya sido el único intento serio de tratar la cuestión de las víctimas de ese genocidio desde el arte sin la solemnidad con la que siempre es abordada. El mismo músico, un cuarto de siglo antes, compuso la canción «El show de los muertos», que dice:

Tengo los muertos todos aquí,
¿quién quiere que se los muestre?
Unos hincados, otros de pie,
todos muertos para siempre.
Elija usted en cuál
de todos ellos se puso a pensar (…)
¿Cuántas veces tendré que morir para ser siempre yo?


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La novela Los Living, de Martín Caparrós, se ubica en una línea familiar: nuestra relación con los muertos. La manera de vincularse con ellos ha definido y define a todas las culturas. Nada acumula más ritos ni mitos que la muerte, o, mejor dicho, lo que viene después de la muerte: lo desconocido. Los Living imagina una operación artística que toma como eje la muerte, la despoja de todo bagaje religioso («la religión son las metáforas que significan una sola cosa; el arte son las que pueden decirte lo que quieras», afirma uno de los personajes) y enseguida deriva en campaña de marketing, acción comercial. El show de los muertos. Y esto cambia de manera radical la relación entre vivos y muertos en la Argentina del cambio de milenio, un país que implosionaba tras diez años de un gobierno que había indultado a los responsables del genocidio. Un país con —en palabras de Rodolfo Walsh, asesinado por la dictadura— sus muertos bien muertos y los asesinos probados, pero sueltos.

Como operación literaria, en cambio, Los Living fracasa. Le sobran, para decirlo en términos coloquiales, más de la mitad de las páginas. En el comienzo, la novela otorga una clave: empieza con el nacimiento del protagonista, Nito, el 1 de julio de 1974, el día de la muerte de Juan Domingo Perón. La fecha se lee como un punto de inflexión: una de las muertes más célebres de la Argentina del siglo XX, que representó la liberación de la espiral de violencia que había de saldarse con 30 mil desaparecidos, da lugar al nacimiento de quien cambiará la relación entre vivos y muertos. Pero la mejor referencia hay que buscarla, como suele ocurrir, en sentido oblicuo. ¿O es casual el nombre del protagonista, tocayo de Nito Mestre, compañero de Charly García en el dúo Sui Generis, que publicó precisamente en 1974 el disco Pequeñas anécdotas sobre las instituciones… que incluye, sí, «El show de los muertos»?

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Después de ese comienzo en clave, la novela desbarranca. Muy bien habría hecho el Nito-narrador de la mayor parte del libro en hacer caso a Holden Caulfield cuando en el comienzo de The Catcher in the Rye habla de lo aburrido que sería si se pusiera a hablar de dónde nació y de cuán difícil fue su niñez y de qué se ocupaban sus padres antes de tenerlo y «de toda esa mierda estilo David Copperfield». Caparrós no le ahorra al lector ninguno de esos detalles ni un ápice de ese aburrimiento. Tras andar a los tumbos durante ¡300! páginas, llega un momento en que Nito describe su actividad: «Le decía [a la gente] que buenos días, cómo está, tengo una historia que contarle». Y poco más adelante: «El don no es nada sin trabajo». Pues de eso se trata. El don de contar historias exige el trabajo de pulirlas, de quitar lo que sobra. Y esas primeras 300 paginitas podrían haberse quedado en casa. En el final llega la Movida Living y el lector, si aún sigue ahí y el cansancio se lo permite, quizá puede disfrutar un poco.

Caparrós es un excelente cronista a quien, además, no se le da mal esto de los galardones literarios: ya en 2004 recibió el Premio Planeta de América Latina, gracias a su novela Valfierno. En sus textos narrativos se respira la intensidad de sus crónicas, la ebullición de las ideas, la búsqueda de exprimir la sintaxis para extraer de ella un poco más que lo de siempre… Y, sin embargo, su literatura no termina de cuajar. Como si, desde dentro, las desmesuradas ambiciones forzaran demasiado la piel cuarteada del texto y las costuras saltaran a la vista. Con menos, Caparrós habría logrado mucho más. Como Nito y compañía, que no anuncian que arrojarán maniquíes al río sino que los plantan en plena calle, a ver qué sale. Como quien dice: tengo los muertos todos aquí, ¿quién quiere que se los muestre?

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