5 de noviembre de 2012

Los diarios, esos cuadernos llenos de lo que fuimos

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La última vez que estuve en la Argentina, se me dio por buscar unos cuadernos y echarles un vistazo. Me sorprendió leer lo que leí. No podía ser de otra manera. Esos cuadernos eran mis diarios. Comencé a escribirlos a mediados de 2004, hace más de ocho años, y sigo haciéndolo: me parece increíble pensar que cinco de esos años los llevo viviendo en Madrid. Y los seguiré escribiendo, seguramente. ¿Por qué?

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Un diario es, entre otras cosas, una conversación con uno mismo. Así como a menudo hablar sirve para aclarar la mente, ordenar las ideas, organizar sentimientos, con la escritura pasa lo mismo. De un modo incluso más intenso. Porque lo escrito en tinta queda ahí, no como las palabras que uno pronuncia, a las cuales, muchas veces, se las lleva el viento. Escribir un diario sirve como catarsis. Libera tensiones y permite entender mejor lo que vivimos.

Me acuerdo de algunos ejemplos: la película The Woodsman, que retrata la lucha de un hombre —que acaba de salir de prisión tras cumplir una pena por pederastia— por no volver a abusar de menores. El psiquiatra le recomienda al protagonista (interpretado por el poliédrico Kevin Bacon) que escriba un diario. Era una manera de canalizar pulsiones y libidos.

Otra referencia (de las miles que se podrían citar) es el libro Una mujer en Berlín, de autora anónima. Anónima por propia voluntad: el texto es el diario de una habitante de la capital alemana entre el 20 de abril y el 22 de junio de 1945, es decir, durante el derrumbe final del Tercer Reich. La autora describe el día a día en los refugios antibombas y en las ruinas de los edificios donde ella y sus vecinos vivían.

Una presencia constante en sus páginas es uno de los horrores más silenciados de todas las guerras: las violaciones masivas de las mujeres del bando vencido por parte de los soldados del bando vencedor. Se estima que más de 100 mil mujeres alemanas fueron violadas en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Nuestra autora anónima encontró los huecos entre los escombros —literales y metafóricos— para escribir con lápiz, en tres cuadernos que rescató de alguna parte en aquel infierno, a la luz de las velas, un relato macabro, descarnado, salpicado de humor negro y de una lucidez a prueba del fuego y de las vejaciones, un relato que la ayudó a conservar la cordura.


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Un diario es, también, una cápsula del tiempo. Otro de nuestros vanos intentos por vencer al olvido, a la muerte. La búsqueda de dejar testimonio de lo que somos (lo que hacemos, lo que pensamos, lo que deseamos, lo que sentimos, lo que interpretamos de lo que hacemos, pensamos, deseamos y sentimos: todo eso es lo que somos) para que en el futuro alguien tenga, de primera mano, nuestra propia versión. Ese alguien puede ser el propio autor en el futuro (es decir, la persona en la que el paso del tiempo haya convertido al propio autor) u otro intruso que se asome a sus páginas (en mis sueños más megalómanos imagino a investigadores del futuro indagando en mis diarios las claves de mi obra).

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Ricardo Piglia —quien afamó su diario a fuerza de mencionarlo una y otra vez en entrevistas y en textos ensayísticos y relatos autobiográficos (es decir, relatos autobiográficos que hablan de otro relato autobiográfico) dice que el diario es su «laboratorio de escritura». Es una linda manera de definirlo.

En su libro El escritor y la tradición, un estudio de la obra de Piglia, el cubano Jorge Fornet se permite dudar de la existencia real del diario. Cuando entrevisté a Piglia, en su casa de Palermo, en julio de 2007, me mostró uno de los innumerables cuadernos que lo componen. Era un volumen de tapas negras, parecido a un Moleskine pero de cubiertas flexibles. Según el escritor, antes se conseguían en cualquier parte y ahora solo los encuentra en una librería de La Boca…

En enero de 2011, los suplementos culturales Ñ (Clarín, Argentina) y Babelia (El País, España) anunciaron «uno de los acontecimientos literarios del año»: la publicación de fragmentos de los legendarios diarios de Ricardo Piglia. Leí algunos fragmentos y, la verdad, me aburrieron. Lo que Piglia había publicado antes eran micro-ensayos, párrafos que se presentan al lector (como alguna vez se habrían presentado al escritor) como una ráfaga de lucidez, un relámpago que ilumina el camino en mitad de la tormenta.

Estos trozos publicados en suplementos culturales, en cambio, sonaban a poca cosa, como el sueño descontextualizado de un desconocido. Los sueños ajenos solo nos interesan cuando nosotros formamos parte de ellos o dentro de un contexto que es, en realidad, lo que nos interesa, y gracias al cual el sueño adquiere sentido. Por eso, por ejemplo, Errata Naturae puede publicar una antología de los sueños de Kafka, titulada, con buen tino y sentido común, Sueños. ¿De dónde extrajeron los editores esos sueños? Elemental: de sus diarios.


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Un diario, digamos, finalmente (o casi), es también un desafío. Es hacerle frente al miedo de que alguien ahora, en cualquier momento, se pueda introducir en nuestra más honda intimidad. Un modo de decir «me la banco»… Pero ¿es eso «nuestra más honda intimidad»? ¿Escribimos todo, sin reservas, en el diario? ¿Somos absolutamente sinceros con él? ¿Cuánto le mentimos? ¿Cuántas veces le contamos una historia no como fue sino como nos gustaría que fuera, que hubiera sido? ¿Cuántas de esas kafkianas historias fueron en efecto sueños, y cuántas habrán sido fantasías de la vigilia del escritor?

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—Me gustaría dedicarme al diario, ver si puedo dejarlo en un estado más o menos publicable —me dijo Piglia en aquella entrevista, cuando le pregunté por sus proyectos futuros—. El diario tiene la virtud y el peligro de sustituir a la literatura, hay que tener cuidado con eso, pero es un tipo de experiencia que a mí me interesa mucho. Entonces me imagino que pronto, en los próximos años, me dedicaré a tomar esos cuadernos y copiarlos. La cuestión para mí va a ser tomar esos cuadernos y ver qué intriga construir ahí, ver cómo darles un eje.

—¿Pero saldría como un libro de ficción? —pregunté.

—No. Bueno, espero que no. Tengo algunas ideas, que todavía no puedo anticipar, de cómo publicarlo. Los hechos serían los hechos y lo que yo he escrito sería lo que yo he escrito, y ni siquiera reescribiría. Sencillamente me parece que lo que hay que hacer es un montaje, un experimento con una escritura que tiene muchísimos años y que intenta… El problema es ése: ¿que intenta qué? Esa es la pregunta que yo tengo que contestar. ¿Intenta mostrar una época? ¿Intenta mostrar la historia de un pensamiento que se va desarrollando, o una serie de experiencias, mi relación con las mujeres…? No sé, habría que ver cómo. Varias veces intenté sentarme a hacerlo, y siempre salí corriendo. Entonces la idea que tengo es «me voy a algún lado con los cuadernos y me voy a encerrar a trabajar en eso durante seis meses». Y algo saldrá, ¿no?



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